No dejaré memorias, Ruperto Long
Gotas
blancas
En algún momento del siglo XX los Cantos de Maldoror dejaron de ser una
obra monstruosa, espléndidamente ilegible y fértil, para convertirse en un
cliché invocado con facilidad por cualquier aspirante a poeta. Un libro como No dejaré memorias – El enigma del Conde de
Lautréamont, de Ruperto Long, es de alguna manera una prueba de ello.
Desde sus acápites se nos propone que,
siguiendo a Le Clézio, consideremos “única” la obra de Isidoro Ducasse, que
caminemos junto a Camus y rechacemos la “canonización” del Conde, que aceptemos
la idea de Michel Pierssens sobre la necesidad de salir de la “ducasseología
ordinaria para realizar una revolución biográfica, cuyo principio es que
debemos inventar muchas vidas imaginarias de Isidoro Ducasse, si queremos tener
la posibilidad de un día descubrir lo que fue su vida real”; todas ideas
interesantes, debatibles, quizá incluso movilizadoras; ideas que, por otra
parte, el libro de Long pasa por alto de un modo tan flagrante que es fácil
terminar creyendo que las tres citas están colocadas allí como una extraña
ironía. Se podría decir que una reverencia genuflexa a Ducasse atraviesa No dejaré memorias, que toda la vida
“imaginaria” que “inventa” no es más que los mismos clichés de siempre
reciclados (a los que se les aportan dos o tres todavía peores), que la
“unicidad” de los Cantos no genera
ningún tipo de lectura o comentario por parte de Long y que aparece a lo largo
del libro como una suerte de mantra implícito y jamás pensado, examinado o
cuestionado. La “vida”, el “enigma” que nos propone Long, en síntesis, es el
mismo de siempre, con algunos adornos inútiles. Posiblemente quien no conozca
en absoluto la obra y las circunstancias conocidas de la vida de Ducasse pueda
pensar que este libro le será un aporte; quizá alguien un poco más versado en
el Conde asuma que No dejaré memorias
puede funcionar como una novela más o menos simpática que “ficcionalice” la
vida y la obra de Lautréamont; lo que me parece más claramente visible, sin
embargo, es que ambas perspectivas chocan con un libro chapucero, con una prosa
ampulosísima y con un pensamiento por completo fosilizado, de literatura de
museo o de charla literaria en una velada entre estirados diplomáticos.
Lo de “chapucero” salta a la vista en la
construcción torpe de las frases, en la inseguridad narrativa (se narra
alternativamente en presente y en pasado, sin que los cambios de tiempo verbal
contribuyan a la expresividad o efectividad narrativa de las secuencias en
cuestión), en la afectación de la prosa, en la tendencia a repentinas
exclamaciones (casi todas risibles) de tipo “Pero, ¡silencio!, alguien se
acerca” (p.117) y en la torpeza a la hora de presentar y construir los
diálogos. Está claro que No dejaré
memorias no es una biografía de Ducasse; el punto es que tampoco es una
novela que valga la pena leer.
La trama está construida desde el consabido
recurso del “manuscrito encontrado”; al emisor del prólogo y el epílogo, que es
presentado como el autor real del libro, Ruperto Long, le son confiados los escritos
de un joven investigador uruguayo que viajó en 1968 a un pueblo andino para
indagar, entre otras cosas, en la relación de Ducasse con Dolores Veintimilla, una
poeta quiteña mencionada en Poesías 1 (página
545 de la edición bilingüe de la editorial Akal). Tras una serie de erupciones
volcánicas o terremotos, el joven uruguayo desaparece “misteriosamente” de la
historia y deja el manuscrito de su investigación en la posada (“El Pailón del
Diablo”) en la que se alojó. El libro de Long finge reproducir ese manuscrito,
que comienza con una sesenterísima invocación al apocalipsis (“El mundo está en
llamas, ¿alguien puede dudarlo?: las barricadas del Mayo Francés, la Guerra de
Vietnam…”, p.15) e involucra a figuras sonoras de la literatura como Octavio
Paz, Albert Camus, André Bretón y Jean Paul Sartre, para concluir algo así como
que el Diablo (el “Bajísimo”), bajo el nombre de Maldoror, insiste en su guerra
contra la humanidad, de la que el pobre Ducasse y el misterioso joven uruguayo
fueron testigos o, quizá, avatares (de hecho ese matiz es lo único parecido a
una idea novelística en el libro de Long). Después de las escenas con Camus,
Paz y Breton comienza la secuencia principal del No dejaré memorias, presentada como una suerte de biografía
novelada.
Es cierto que lo tosco de la prosa podría
atribuírsele al joven investigador uruguayo en tanto personaje y emisor
ficcional del texto que estamos leyendo, pero los pasajes firmados por el
“autor real” Ruperto Long no difieren en ese sentido: la misma ampulosidad, los
mismos clichés, las mismas torpezas. Si Long quiso fingir una voz diferente, no
lo logró; si bien hay pasajes de corte más “biográfico” que se leen con cierta
agilidad y que logran crear un clima narrativo atrapante, los escollos que
cortan el disfrute del lector son múltiples y de diversa índole. Desde los
problemas de escritura, por llamarlos de alguna manera, hasta asuntos más
“conceptuales”, como la secuencia en que el joven Isidoro vaga por las calles
de la ciudad vieja y, en un tremendo desplazamiento temporal, se encuentra con
la mítica Rosa Luna. ¿Magia? ¿Portales espaciotemporales? No importa: se trata,
por supuesto, de otro cliché de lo
uruguayo incorporado a esta construcción de la vida de Ducasse, como si fuera
necesario multiplicar estos “indicios” para presentarlo como un montevideano.
También está la “prehistoria del tango” (“el joven poeta de dos mundos absorbe
con toda su sensibilidad esa nueva cultura en construcción, inhalando a
pulmones llenos los vapores que desprenden las pócimas bullentes de esta mágica
alquimia de sensaciones”, p.146, buen ejemplo de la ampulosidad que domina el
libro), por supuesto, pero, curiosamente, casi no se menciona otro gran lugar
común de las lecturas de los Cantos,
el de la influencia sobre la infancia de Isidoro de los relatos de la Guerra
Grande.
Quizá lo mejor del libro, si lo leemos
desde la obra de H.P.Lovecraft (autor no mencionado por Long, aclaro), sea este
pasaje que parece tomado de La sombra
sobre Innsmouth: “altos círculos de la aristocracia universitaria se han
juramentado a casarse y procrearse entre sí, en un vano intento por preservar
la pureza de la raza. Vano intento porque, como se sabe, esto genera
malformaciones en los descendientes, que crecen exponencialmente con cada
generación. Lo cual (…) ha llevado a algunos médicos de la región a conducir
experimentos y prácticas sacrílegos, reñidos con las leyes de Dios y de los
hombres” (p.86). El resto, con muy pocas excepciones, es retórica vacía,
lugares comunes, ampulosidad, entusiasmo (por los Cantos, por el candombe, por el tango, por la belleza paisajística
de Montevideo) y torpeza narrativa. Y, entre las múltiples “perlas” del libro,
hay que destacar la larga y risible reflexión sobre la prostitución que sigue
al relato de una chupada de pija disfrutada por Isidoro y la –en el fondo
tierna– manera en que Long nos quiere vender como “transgresora” (junto a
cuatro o cinco “mierda” dispersos en el libro y a un “hijo de puta”) la
siguiente secuencia: “Elisa se trepó a horcajadas sobre Isidoro Lucien (…)
mientras comenzaba a sacudirse felinamente, lenta y profundamente, para extraer
hasta la última blanca gota del alma del montevideano” (p.248).
Publicada en La Diaria el 19 de julio de 2012
Iba a comprarlo y tras leer esta critica no lo haré por mucho que me atraiga la historia de Lautremont con sus Cantos de Maldoror.
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