Muerte por videojuego, Simon Parkin
Marcianitos
asesinos
El 31 de enero de 2012 Cheng Rong-Yu se
sentó ante una computadora en un cibercafé de Taipéi para jugar a un videojuego
online. Así pasó veintitrés horas,
intercalando con el juego momentos en que, tras poner en pausa su desarrollo,
dormía algunos minutos frente al monitor. Pero eventualmente una de esas
siestas brevísimas se demoró un poco más. Y más, y más, hasta que, (recién)
nueve horas más tarde, un empleado del cibercafé se propuso despertarlo. Pero
Cheng Rong-Yu había muerto.
Simon Parkin, uno de los reseñistas de
videojuegos más importantes del mundo anglosajón, arranca su libro Muerte por videojuego con la historia
del taiwanés. Y aporta también otros tantos relatos de muertes ante la pantalla
de un juego: hay muchos casos recientes de gamers
asiáticos –más adelante en el libro Parkin se refiere a las condiciones
sanitarias de los cibers de Hong Kong y Pekín– que colapsan tras sesiones
maratónicas de Starcraft, y también,
a modo de historia fundacional, aparece el nombre de Peter Burkowski, un
estadounidense de 18 años que murió de un paro cardíaco jugando al Berzerk (arcade de 1980 que popularizó,
en su sonido de vocoder, las frases Intruder alert! y Destroy the humanoid!, clásicas de la cultura gamer). Las muertes por videojuego, señala Parkin, han despertado a
lo largo de las últimas tres décadas y media la indignación de las masas
bienpensantes, esas que siempre, parafraseando un capítulo de Los Simpson, reclaman que alguien
“¡piense en los niños!”. Así, es interesante en ese contexto el rescate
realizado por Parkin de un artículo de la decana revista de divulgación
científica Scientific American (Investigación y ciencia en la edición
española) en que, allá por julio de 1859, se advertía de “la emoción del juego
de ajedrez” y se concluía que “es un juego en cuya práctica no puede permitirse
perder el tiempo ningún hombre que dependa de su oficio, negocio o profesión” y
que “ningún joven que desee ser de utilidad al mundo puede practicarlo sin
hacer peligrar sus intereses”.
Está claro, a la vez, que los videojuegos
sí pueden producir adicción, y Parkin habla también de las horas numerosísimas
dedicadas por ejemplo a GTA San Andreas,
a la vez que recuerda que, efectivamente, quien tenga un corazón débil quizá
debería evitar una sesión de Dance Dance
Revolution en un nivel difícil, pero lo más interesante de Muerte por videojuego no es apenas
aquello vinculado directamente a su título –ni, de hecho, los irreprochables
argumentos de Parkin acerca de que no se aplica el mismo tratamiento ominoso a
otras formas de entretenimiento, de manera que no es fácil encontrar por ahí
advertencias sobre la posibilidad de morir viendo Game of Thrones o leyendo Los
hermanos Karamazov– sino el riquísimo panorama de relatos y testimonios
convocados por la reflexión acerca del lugar que toman o pueden tomar los
videojuegos en nuestras vidas.
Por ejemplo: el ya mencionado juego GTA (Grand
Theft Auto, es decir el robo de un automóvil) San Andreas, o todas las variantes posteriores o secuelas, es un
ejemplo de juego que incorpora el diseño de niveles llamado sandbox, en el que el jugador puede
deambular libremente por el mundo ficcional construido. En juegos como Super Mario Bros, para ofrecer un
ejemplo contrario muy conocido, el jugador es llevado linealmente por una
sucesión de niveles desde el comienzo del juego hasta su final (con alguna complicación extra eventualmente,
como pantallas ocultas o adventicias); en los sandbox, en cambio, es posible tomar cualquier camino y simplemente
pasar el tiempo en el mundo virtual, sin dedicarse a los objetivos establecidos
o a las “misiones” propuestas. En el caso de la serie GTA es posible deambular en auto por la ciudad reproducida en el
juego, manejando por todo el tiempo que se quiera.
Ahora bien, algunos usuarios han dicho
descubrir cosas extrañas en el juego si se maneja por ciertas localizaciones de
la ciudad virtual: la más famosa de estas rarezas la aparición de la criatura
mítica Pie Grande, pero también aparecen zumbidos extraños y arquitecturas
misteriosas. Hay jugadores de GTA, entonces,
que se dedican a buscar a Pie Grande
y a ofrecer “prueba” del hallazgo en foros de Internet; existe, incluso, una
Wiki (<gta-myths.wikia.com>) que reporta y clasifica todo tipo de
“avistamientos” y ofrece imágenes más o menos dudosas de los hallazgos.
Parkin habla también de los videojuegos
como manera de encontrar consuelo o catarsis a tragedias personales, y cita el
caso de una pareja que, tras pasar años batallando –y, lamentablemente,
perdiendo– contra el cáncer de su hijo pequeño, llegaron a diseñar un
videojuego que recrea la experiencia como manera de despertar consciencia y
empatía en los posibles jugadores. Son citados también juegos construidos para
sobrellevar experiencias de abuso, alcoholismo y la pérdida de un familiar
cercano, y también está la historia de un gamer
que documenta en video su exploración de su mundo virtual en Minecraft, con el objetivo de alcanzar
las Far Lands (“tierras lejanas”), unas regiones remotas de la simulación
en que el código falla y el paisaje aparece completamente alterado (se puede
seguir su historia en el canal de YouTube Far
Lands or Bust!).
Los videojuegos son, qué duda cabe, una de
las formas de arte más vivas y deslumbrantes del presente, y reclaman un
análisis a la altura de ese estatus. Si bien al libro de Parkin le falta cierta
profundidad en su lectura del fenómeno –no se propone más que una exposición
periodística o panorámica, de hecho–, está construido con inteligencia y supone
un mapeo utilísimo de ese (esos) mundo(s), recomendable para cualquiera que
detecte la tontería implícita en pensar que Pokemon
GO representa algo así como el fin de la civilización y la “cultura”.
Publicada en La Diaria el 16 de enero de 2017
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