Malestares en la ciudad, varios autores, Maximiliano Diel y Guillermo Giménez (comp.)
A estas alturas
parece una obviedad señalar que el psicoanálisis, en aquellos lugares donde
todavía persiste, terminó por reclamar para sí el lugar de uno de los últimos
bastiones de cierto viejo humanismo (es decir, el que englobaría a aquellas
filosofías que asumen la existencia de una “naturaleza humana” o una “esencia”
de lo humano y que, epistemológicamente, se apoyan en alguna u otra forma de
correlacionismo post-kantiano). Por eso no es de extrañarse que en un libro
como Malestares en la ciudad, cinco
noches de analistas en la polis (que reúne las ponencias de las cinco
primeras mesas del ciclo Analistas en la
polis, celebradas entre agosto de 2015 y marzo de 2016) deje entrever, aquí
y allá cierta vocación de resistencia o,
por verlo desde otro punto de vista, una cualidad de cosa arrinconada que, por
suerte, sirve de causa de cierta efervescencia –a través, digamos, de ese “mal
estar” invocado por el título– en la retórica y las ideas.
A la vez, la
lectura de los quince textos que lo integran termina por confirmar algo que
lamentablemente ya sabíamos de antemano, es decir que entre los defectos de la
propuesta (de algunas de sus ponencias, para ser justos) iba a aparecer esa
ingenuidad anticientífica o anticientificista que hace del temor (y la incomprensión
o la ignorancia) ante un discurso capaz de dar cuenta de lo biológico una marca
ideológica clara y que, en este libro, se nota especialmente bajo la forma de
una hostilidad hacia la ciencia (aunque no queda claro si se está hablando de
la ciencia en tanto institución, conjunto de prácticas, horizonte de
presupuestos, gnoseologías, metafísicas) que encuentra su momento menos feliz en los primeros textos.
Estos, agrupados en la mesa “La medicalización de la infancia”, remiten al
urgente problema del diagnóstico y medicación a la ligera del Transtorno por
Déficit Antecional con o sin Hiperactividad (ADHD) en tantos niños, y el gesto
encuentra su punto álgido en el texto de Mathias Zitto, que pasa de hablar de
“biopoder” y “ciencia que niega la muerte (…) y administra la vida” a concluir
que “el sujeto queda aplastado” (pp.39-41). Es decir: a través de simplificar o
incluso caricaturizar la ciencia se arriba a una defensa a ultranza y acrítica
del “sujeto”, como si se confirmara que, después de todo, los psicoanalistas
deben esforzarse –para persistir en su condición de psicoanalistas, es decir–
por seguir creyendo en viejos fantasmas y espejismos.
Las cosas mejoran
más adelante en el libro, con textos mejor escritos, más evidentemente críticos
y lúcidos. Entre ellos cabe destacar “Sodomizar al rey”, de Ana Grynbaum, que
propone, entre otras cosas, una lectura de gran interés de una escultura (“Not dressed for conquering”) de la
austríaca Inés Doujak. El de Grynbaum es el mejor de los textos compilados: es
claro e inteligente, y no parece animado por esa pasión retórica de la
resistencia de la que hablaba más arriba (o por la sensación de que lo que
habla es más bien cierto lenguaje, una maraña de sobreentendidos y
pseudo-tecnicismos oscurantistas). En
efecto, independientemente de la postura adoptada por la autora, sea cual sea,
su texto se aleja de las caricaturas y simplificaciones y triunfa a la hora de
tanto problematizar como responder a los interrogantes que van siendo
planteados.
Otro de los
textos de especial interés es “La ficción sexual, el dimorfismo mentiroso”, de
Fernanda Ramos Monza, que, al igual que el de Grynbaum, pertenece a la mesa “Género
y discursos abyectos”. En este caso llama la atención cierto deseo de
sobredecir o hipersignificar, que retóricamente se resuelve en reiteraciones, aclaraciones
entre paréntesis, cadenas de sinónimos y énfasis diversos, que a veces parecen
asumir que la audiencia comprende y simpatiza con la postura ideológica antes
que argumentar o seguir el hilo del argumento (“nuevamente la tecnología al servicio del hombre heterosexual o
cis-hombre”, p.101; el énfasis es mío); en cierto sentido, entonces, sus puntos
débiles son los mismos de los primeros textos: por ejemplo, se señala que los
anticonceptivos y la ingesta de testosterona (en hombres trans, por ejemplo) son
tecnologías que alteran la subjetividad, pero se evita pensar que esa subjetividad
no es menos química que esas testosterona y anticonceptivos (y que por lo tanto
se termina prefiriendo una química natural
a una artificial, en un gesto
ideológico que podría parecer a contrapelo de otras maneras de entender “lo
natural” en el texto).
A la vez, el
texto es especialmente sugerente en su planteo de la invisibilización del
hombre trans: “frente a la imposibilidad del reconocimiento, del acceso a lo
masculino, una mujer masculina será tildada de lesbiana o marimacho, no de trans (…) [las] formas de velar el
bio-sexo implican la no existencia como varón trans” (p.94). Sin duda, en el sentido de provocar a la respuesta,
al diálogo, el de Fernanda Ramos está entre lo más interesante que ofrece el
libro.
También en ese
conjunto entran el primero de los dos textos del apartado “Memoria y dictadura”,
a cargo de Carlos Etchegoyhen, que trae a colación, a través de la antropóloga
francesa Nicole Loraux, el concepto de amnistía
como parte esencial de la vida de la polis y la fértil articulación –en un
libro lleno de juegos de palabras, como cabe esperar entre lacanianos– con el
término “amnesia”. En la mesa siguiente (“De fármacos y falopas”) destaca la
ponencia “Drogas y otros yuyos: el psicoanálisis en la era prohibicionista”, de
Guzmán Baez, así como también, ya en el último apartado del libro (dedicado a
la música en la ciudad) “Relato de un viaje en ómnibus”, de Edh Rodríguez, que
piensa el rol de la música y la imagen personal en relación a la construcción
de comunidades urbanas: es un texto sugerente, con no pocos pliegues de
significado, que reclaman más de una lectura.
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