Eldor, Pedro Peña
Finalmente, un mundo.
1
A ningún crítico le gustaría ser recordado
en las historias de la literatura –en una nota a pie de página, digamos– como aquel que no vio la genialidad de fulano. No
son pocos los casos, precisamente, de quienes han tenido la mala suerte de ser
incapaces de apreciar en su momento a autores u obras que los años terminaron
por empujar hacia lugares más elevados y luminosos. Ciertas lecturas adversas
de la obra de Felisberto Hernández son un buen ejemplo y también se suele
recordar que André Gide no recomendó a Gallimard la publicación de Por el camino de Swan, basándose en que
la página 62 –en la que había abierto al azar el manuscrito– era tan aburrida
que contenía apenas la descripción de una taza de té.
No hay que culpar a los críticos por ser
cuidadosos; la profesión es lo suficientemente ingrata como para hacer crecer
ya no lilas de la tierra muerta sino más bien resentimientos y escrúpulos
neuróticos, así que mejor cuidarse, no vaya a ser que a los palos recibidos a
diario se sumen otros tantos, inesperados y provenientes de ese lado del mundo
contra el que aún no hemos desarrollado la piel dura.
También es cierto que muchos de esos
críticos harán lo posible por evitar además la posición a todas luces incómoda
de aquel que apostó todas sus fichas por
uno que después resultó que no valía nada. Entonces, como una buena
ilustración de la Segunda Ley de la Termodinámica, lo que queda es una caja
llena de aire tibio. Mejor no elogiar, mejor no jugarse.
Cada uno sabrá si una situación donde esas
cajas son básicamente lo único que hay en la prensa impresa o digital o en la
blogósfera (que ahora conserva cierto encanto combativo de las tecnologías
peridimidas) es una muestra de la buena salud de la crítica y, por extensión, de
la literatura. Vale decir ¿y a quién le
importa?, claro, pero en algunas ocasiones es la envestida de cierta
audacia la única manera de decir por cierto no algo verdadero sino más ben algo
que valga la pena, algo interesante, algo que fundamentalmente (pro)mueva
el debate. Porque, evidentemente, el debate es lo único que hay, fuera de las
obras, alrededor de las obras y aportando contorno y sustancia a las obras.
Eso y la verdad del estilo, pero ahí nos
iríamos de tema.
Los debates en relación a la crítica a
veces comienzan por variaciones sobre es
muy pronto para decirlo. También se suele objetar la confección de mapas y
sistemas, como si quien propone tales
maquinarias realmente pensara que está describiendo su objeto en lugar de
simplemente ofreciendo un modelo posible. Bueno, quizá haya quien sí lo piensa,
pero ¿a quién le importan las intenciones, cuando es mucho más interesante
buscarle la vuelta al uso que podemos
darle a esos artefactos?
Hace unos cuantos años, entonces, José
Gabriel Lagos (una entidad periodística no famosa precisamente por su voluntad
de riesgo o por el hábito de dejar caer de vez en cuando una idea) publicó en La Diaria un examen de la narrativa
uruguaya entonces más reciente. La nota tenía como punto de partida o excusa
reseñar dos antologías que habían sido publicadas pocos meses atrás, en 2008;
eran El descontento y la promesa y Esto no es una antología, y Lagos decía,
entre otras cosas, que ese par de libros ponía en evidencia que estaba
emergiendo una suerte de promoción nueva de narradores o, mejor, una
subdivisión más en lo que podía ser pensado como una generación.
Hugo Achugar, compilador de El descontento… había propuesto a 1973
como el límite inferior para las edades de los escritores seleccionados, y la
fecha, con sus resonancias siniestras y, por tanto, no desprovistas de cierta
aura de significado o de significatividad, terminó por resultar útil a la hora
de diferenciar a un grupo de escritores. Así, el conjunto de escritores cuyas
edades no superaban los 35 años en 2008 incluía nombres y proyectos que ya
gozaban de cierta visibilidad o incluso “importancia”. Era el caso de Daniel
Mella (que había publicado su primer libro en 1997), el de Fernanda Trías,
Natalia Mardero, Sofi Richero, Ignacio Alcuri y Dani Umpi, y en torno a las
propuestas de estos escritores Lagos estableció que esa primera avanzada de la
promoción aparecía dividida (es decir, ya había sido dividida) en dos grandes
grupos, a los que cabía llamar los pop,
por su atención a la cultura popular y también por una serie de estrategias
comunes de escritura, y los egoístas,
en virtud de su predilección por la llamada “literatura del yo”, término que no
tengo ganas de discutir acá. Pero hacia 2008, con las antologías, pudo
discernirse una tercera compartimentación. El término elegido, quizá no del
todo feliz, fue el de “serios” o “formales”, y Lagos propuso para ellos, a modo
de elemento común, una difusa “atención a la tradición literaria”, quizá
señalando tanto un impulso intertextual más marcado como un interés por los
géneros y por lo que en otros tiempos se llamaba “la forma”.
Planteadas de esta manera las intuiciones
de Lagos ya eran criticables en su momento, y el tiempo, además, no ha hecho
sino complicar todavía más esa ya entonces difusa categoría de los “serios”.
Pero no se trata ahora de discutir a Lagos –cosa fácil, insisto– sino más bien de
agradecerle el esfuerzo y trabajar con una de sus propuestas: la de que hacia
2008 la aparición de nuevos narradores complicó/diversificó/replanteó el
panorama de la narrativa escrita por los menores de 35 o 40, los “nuevos” o
incluso “los jóvenes”.
Es indudable que los dos compilados (sus
responsables se resistieron al término “antologías”), y en particular El descontento y la promesa, constituyeron
una para nada deleznable plataforma de visibilidad, aprovechada por un buen
número de los autores publicados allí como punto de partida o trampolín para un
primer asentamiento de sus proyectos o carreras. Sin embargo, el panorama es
más intrinado. La emergencia de ese nuevo grupo o “zona” de la producción
narrativa uruguaya reciente puede reclamar hitos anteriores a la salida de El descontento y la promesa, pero, más
importante, la big picture acá
incluye también indagar en la renovación de la crítica literaria y las reseñas postulable
desde la aparición de La Diaria y de
blogs como Club de catadores, además
de la irrupción, en 2007, de Casa Editorial HUM y su proceso de
remasterizar/relanzar/potenciar escritores de los 80s o los 90s (Felipe Polleri
y Ercole Lissardi, por ejemplo) al mismo tiempo que dar espacio a propuestas nuevas, una línea –y un sello editorial:
Estuario Editora– inaugurada en 2008 con la colección de cuentos Porrovideo, de Jorge Alfonso.
Otro elemento de especial importancia está
en la sucesión de ganadores del Premio Nacional de Narrativa “Narradores de la
Banda Oriental”, otorgado por la editorial Banda Oriental (en adelante EBO) y
la Fundación Lolita Rubial. Para la edición de 2008 el galardón correspondió a El increíble Springer, de Damián
González Bertolino, título que en virtud de su reedición más reciente y su
republicación en Buenos Aires por la prestigiosa editorial Entropía, además de
gracias al sólido proceso de su autor en los años que siguieron y a la
indudable calidad de su obra, cabe ser pensado como un libro de importancia tan
notoria como el ya mencionado de Jorge Alfonso (¿cabe agregar Oso de trapo, de Horacio Cavallo, quizá
la última publicación relevante de la desaparecida editorial Trilce?). Y si
miramos más atrás, encontramos el año anterior Mecanismos sensibles, de Leonardo Cabrera, Jaula de costillas, de Valentín Trujillo, en 2006, y –finalmente– Eldor, de Pedro Peña, en 2005.
La fecha es lo suficientemente temprana,
por cierto, como para complicar el esquema de Lagos; aparece apenas como dos
años posterior al primer libro publicado por Ignacio Alcuri, Sobredosis pop, y casi contemporáneo de
su segundo trabajo, Combo dos, de
manera que la irrupción del libro de Peña coincide con lo que podría pensarse
como un momento de plenitud de la línea “pop”.
De hecho, cabe incluso pensar a Eldor como la inauguración de esa suerte
de plataforma para autores nuevos/jóvenes que cabe ver en el mencionado
concurso de EBO. En efecto, en los diez años entre 2005 y 2015 la línea (sea
por primer premio o mención) de autores pos-1973 (por llamarlos de una manera
que no reincida una vez más en el cansador nuevos/jóvenes) no se quiebra: a los
ya mencionados Peña, Trujillo, Cabrera y González Bertolino se suman Leonardo
de León (2009), Manuel Soriano (2010), Rodolfo Santullo (2011, en rigor una
mención, ya que el primer premio correspondió a Miguel Motta Aguirre), Martín
Bentancor (2012), Matías Núñez (2013), Martín Lasalt (2014) y, para 2015, con
menciones, Martín Arocena e Ignacio Fernández de Palleja (libros inéditos a la
fecha en que esto se escribe; el primer premio correspondió a Carlos Rehermann).
Con anterioridad a Eldor, hay que
retroceder hasta 1997 (pasando por dos ediciones declaradas desiertas, dos premios
concedidos a Hugo Fontana y uno a Carlos María Domínguez) para que un escritor
entonces menor de 40 años, Gabriela Onetto, recibiera el primer premio. Es más:
en 1995 había sido propuesta una categoría específica para “narradores jóvenes”
(menores de 30 años), pero fue declarada desierta. Por tanto, haya o no desde
la organización del concurso una vocación explícita, declarada de premiar
escritores no consagrados, emergentes o incluso jóvenes, es un hecho
verificable que a partir de Eldor son
precisamente las voces nuevas las que obtuvieron el galardón la mayor parte de
las veces.
Parece fácil, entonces, asignar un lugar
especial a Eldor dentro de una
posible historia de la literatura escrita por la promoción pos-1973; está claro
que se anticipó a la emergencia grupal que cabe leer en El descontento y la promesa, e inauguró también una serie que sigue
hasta el presente y aportó títulos como El
increíble Springer o Muerte y vida
del Sargento Poeta.
2
Pero hay otro contexto, más allá de la
narrativa pos-1973 –del siglo XXI, nueva, joven o como se la quiera llamar–, en
el que Eldor adquiere significados de
interés. Para ello propongo un pequeño rodeo y una breve historia de la ciencia
ficción uruguaya.
Vamos a dejar de lado un tratamiento
extensivo de una posible zona de “precursores” tan querida al tipo de académico
que prefiere enterrarse entre libros mohosos de la primera mitad del siglo XX
antes que indagar en revistas del género publicadas online anteayer; en cualquier caso, el lector interesado en esta
suerte de “prehistoria” deberá buscar los artículos y notas sobre el tema
publicados por Pablo Dobrinin en la revista Axxón,
hasta el momento –y con todos sus defectos y su lamentablemente notoria pérdida
de impulso en las últimas entregas– la única propuesta capaz de ofrecer una
verdadera lectura de esa serie de textos en oposición a un mero listado de
nombres.
Es, en cualquier caso, con las primeras
publicaciones de Carlos María Federici y Gabriel Mainero (llamémoslos la “primera
ola” de la ciencia ficción uruguaya) que cabe encontrar textos producidos por
escritores que se inscriben declarada y explícitamente en la ciencia ficción,
se relacionan con la comunidad internacional y publican en revistas y libros del
género.
Más o menos al mismo tiempo se vuelve
ineludible mencionar la obra de Tarik Carson y la de Mario Levrero, aunque la
vinculación de esta última con la ciencia ficción es un poco más problemática,
en particular para quienes están determinados a tomar al pie de la letra las
declaraciones al respecto del autor (remito a los lectores a mi artículo “Mario
Levrero: el lugar de la fantasía”, publicado en el compilado de ensayos Escribir LeVreRo, publicado en Buenos
Aires en 2016). Lo digamos “indudable”, por cierto, es que ciertos cuentos de
Levrero incorporables a la ciencia ficción fueron publicados por revistas y
editoriales que se convirtieron en referentes del género en Iberoamérica, es
decir Minotauro, tanto la revista
como la editorial, La Revista de Ciencia
Ficción y Fantasía, Sinergia y El
péndulo, además de las antologías Lo
mejor de la ciencia ficción latinoamericana y Latinoamérica fantástica.
Pero sigamos adelante. Hacia fines de la
década de 1980 empezó a aglomerarse una suerte de movimiento under de adeptos a la ciencia ficción y
la fantasía cuya primera publicación (más allá de la revista de historietas REM, de 1986) fue, en 1987, el fanzine Trantor. Este grupo se escindió
rápidamente en dos facciones, una más abierta al mainstream, a tradiciones más cercanas a lo fantástico o una
versión highbrow de la literatura
fantástica –quienes publicaron los números 1 y 2 de Smog en 1989– y otra más afiliada a una noción de “militancia” de
género y, por tanto, más combativa y dispuesta a adoptar una postura
contracultural que diagnosticaba a la literatura uruguaya como enferma hasta la
médula de tedio y mediocridad. Esta última facción se organizó como el “Movimiento
Uruguayo de Ciencia Ficción y Fantasía” (en adelante MUCFF), y desde esa mínima
vocación institucional estrecharon nexos con instituciones similares en
Argentina y México, en una suerte de maniobra creadora de redes que, cabe
señalar, operaba desde una consciencia embrionaria de una ciencia ficción
latinoamericana.
El MUCFF llegó a publicar el primer número
de Diaspar, una revista marcadamente
diferente a Smog (a la que además se
adelantó) e inspirada en el formato, diagramación y contenido de El Péndulo. Algunos de sus integrantes,
además, aportaron cuentos a un compilado aparecido en 1990, Más vale nunca que tarde, pero el núcleo
central –Roberto Bayeto y Gonzálo Mendizábal, a quienes se sumaron después
Claudio Pastrana, Pablo Dobrinin y yo– tuvo más fortuna editando en revistas
extranjeras, hasta el punto que Bayeto, líder del MUCFF y responsable de todas
las opciones digamos ideológicas o de política literaria, no ha visto hasta la
fecha, lamentablemente, una edición en papel de sus relatos.
Hasta aquí la “segunda ola” de la ciencia
ficción uruguaya, marcada por un evidente infortunio editorial. En cuanto a la
tercera, se puede reducir a dos libros: el ya mencionado Eldor y Guía para un universo
(2004), de Natalia Mardero. Ambos ofrecen relatos marcadamente atravesados
por la ciencia ficción, ambos incluyen la designación de género a modo de
paratexto y ambos se incorporan a tradiciones bastante fáciles de distinguir;
ninguno, sin embargo, parecía funcionar en el contexto de la ciencia ficción favorecida en la segunda ola, en tanto sus
marcas de género operaban en relación a lo que podría pensarse como un acervo
de clásicos relativamente perimidos para lo que escritores como Bayeto o
Dobrinin asumían como el quehacer de un escritor de ciencia ficción
contemporáneo.
Guía
para un universo persistió como un libro de
referencia en el contexto de la narrativa uruguaya escrita por autores pos-1973;
el destino de Eldor, sin embargo, es
más interesante. Para empezar, su gesto de inclusión en (o interés por) la
ciencia ficción es más marcado que el legible en el libro de Mardero, que
parece más bien “jugar” con ciertos tópicos en tanto pertenecen a cierta cultura
popular imbuida de un aura de interés estético/nostálgico, principalmente la
ciencia ficción televisiva, cinematográfica y en menor medida historietística,
con más bien contadas alusiones al corpus
literario, una operación en la que cabe leer un vaciamiento de lo específico
del género en virtud de su resemantización en una serie que en principio le es
ajena, la de la nostalgia pop y su ironía o distancia digamos posmodernas (y en
esta línea de lectura el título del primer libro de Mardero, Posmonauta, sin duda es significativo). No
así el caso del libro de Peña, que se acerca marcadamente a una posición cercana,
epigonal, apasionada y hasta diría amorosa
por las obras de Ray Bradbury y J.R.R. Tolkien.
Ahora bien, ese gesto podía ser leído como
“retro” desde la ciencia ficción más contemporánea o contemporaneísta favorecida por el MUCFF (o, en el peor de los casos, como “ingenuo” a
su autor y su modo de escritura), y si Eldor
hubiese sido reseñado desde las páginas de Diaspar sin duda habría sido reportado con al menos cierta
perplejidad.
Algo así sucedió, de hecho, desde la reseña
que le dedicó, en 2007, la revista argentina Cuásar, que comparte no pocas opciones estéticas y
literario-ideológicas con la segunda ola de la ciencia ficción uruguaya. El
texto en cuestión, firmado por Claudio Barbeito, incluye términos sin duda
significativos, como ser “poética”, “pretenciosos” (se habla incluso de
“pretensiones exageradas”), “menos logrados” y “maravillar” (empleado negativamente,
en tanto se dice que Peña “no alcanza a maravillar
con su ficción”), a la vez que señala la influencia de Tolkien y Bradbury
pero advierte que Peña se queda de alguna manera corto (“sin la imaginación
desbordante de Tolkien ni la crueldad casi infantil del creador de Fahrenheit 451”, escribe). En un terreno
estrictamente especulativo, cabe pensar que una reseña desde el contexto más
inmediato o anterior de la ciencia ficción uruguaya –es decir la del MUCFF–
habría generado una valoración similar (y acaso Peña habría sido mejor
recibido, podemos suponer, en las páginas de Smog).
Sin embargo, el hecho a tener en cuenta acá
es que Eldor fue publicado por 1) una
editorial de prestigio y trayectoria incuestionables en el mainstream uruguayo, claramente perfilada en su perfil
estético/literario; 2) había sido de alguna manera legitimado con la obtención
de un premio importante; y 3) había sido reseñado favorablemente desde medios
de gran visibilidad. Ninguna de estas tres condiciones, huelga decir, habían
sido disfrutadas por escritores del MUCFF. Peña, entonces, parecía haber
logrado más desde un lugar ajeno a toda militancia de género (ni entonces ni
ahora Peña se presentaba como “escritor de
ciencia ficción”, cosa que sí hacían y hacen Bayeto, Pastrana, Dobrinin y
otros tantos integrantes de la segunda ola) que otros tantos escritores cuya
mejor carta de presentación era/es el éxito en el extranjero y en contextos
marcadamente interiores a las fronteras editoriales del género.
Una lectura posible es que los tiempos para
entonces habían cambiado y, por tanto, la postura contracultural tan íntima al
MUCFF y a su ética había perdido significado (algo similar puede ser detectado
en el contexto de la historieta: de una abundancia de producciones
experimentales o vanguardistas a fines de los 80s y en los 90s sigue una
producción más exitosa a nivel editorial que opta por modos más tradicionales
de narrar). Si bien la producción de los escritores del MUCFF permanece como
sosteniblemente la más sólida desde un punto de vista estricto de género, Eldor reclamó un lugar en la historia de
la ciencia ficción uruguaya que parece hasta cierto punto revolucionario.
El destino posterior del género en nuestro
país, de hecho, ha favorecido su perfil, no sólo desde las editoriales mainstream que incluyen aquí y allá algo
de ciencia ficción sino también desde el trabajo de escritores que se mantienen
dentro de las fronteras del género, como los volúmenes anuales de Ruido Blanco, pero que proceden desde
una política literaria más inclusiva, menos combatiente y notoriamente ajena al
gesto contracultural tan íntimo a la segunda ola. En ese sentido (y aclaro que
no estoy planteando necesariamente relaciones causales), Eldor constituye un parteaguas en la historia de la ciencia ficción
uruguaya.
3
La hipótesis que cerraba la sección
anterior puede reformularse de la siguiente manera: con Eldor la ciencia ficción uruguaya parece abrirse camino hacia y por
el mainstream. A la vez, sin embargo,
es interesante notar que la relación del libro con el género fue como mínimo
problemática.
Pasemos ahora revista a algunas de las
lecturas críticas recibidas por Eldor. Una
búsqueda rápida en la web arroja la reseña de Mercedes Estramil para El país cultural, la de Leonardo de León
para Seminario Minuano (ambas
aparecen rescatadas en un blog llamado Libros
de Pedro Peña, abandonado en 2012, que no consigna la fecha de publicación
original del artículo) y la de Javier Couto para su blog Apuntes de lecturas (octubre de 2010); el número 45 (junio 2007) de
Cuásar incluye el texto ya mencionado
de Claudio Barbeito y la primera edición de Eldor
está precedida por un prólogo de Heber Raviolo y una nota que explicita el
fallo del jurado.
La reseña de Couto es breve y, en líneas
generales, positiva; la crítica principal parece dirigirse al ensamblado del
libro, a lo que podría entenderse como la manera en que se relacionan los
cuentos para armar una narrativa que los trasciende. Pero Couto dice algo más;
comienza su reseña señalando que “la propuesta, para el contexto uruguayo
actual [es] notable”, pero lamentablemente no argumenta por qué. Cabe especular
que para el reseñista resulta sorprendente un libro de ciencia ficción
publicado en Uruguay (y que por tanto desconoce la primera y la segunda ola del
género en Uruguay), pero ahí estaríamos interpretando en el aire,
prejuiciosamente.
El texto de Leonardo de León es más jugoso.
Dice, por ejemplo, que el libro “aborda senderos poco o casi nada transitados
por los creadores locales; ya que se nos presenta un universo narrativo de
índole fantástica, y que al mismo tiempo luce componentes de adelantos
tecnológicos y espaciales; lo que sitúa a la obra en el subgénero fantástico de
la ciencia ficción”. ¿Lo “poco transitado” es la peculiar mixtura de
“fantástico” con “adelantos tecnológicos y espaciales”, o lo es lo fantástico
(o tecnológico) a secas, su mera presencia, digamos? No se trata acá y ahora de
discutir con de León, pero una lectura simple de lo que señaló en su momento
parece denunciar –de manera más clara que en el caso de Couto– un escaso
conocimiento de la ciencia ficción y la fantasía producidas en Uruguay, que
abundan precisamente en lo que en el momento de “esplendor” de la segunda ola
fue designado y celebrado como “tecnofantasy”, una tendencia que puede entenderse
la modulación cienciaficcionera (por
tanto atenta a los “adelantos tecnológicos y espaciales”) de ciertos tópicos de
la fantasía. El lector interesado, por cierto, puede encontrar excelentes
ejemplos del cóctel en los ya clásicos libros de Zelazny y Gene Wolfe: del
primero cabe señalar y recomendar Tú el
inmortal, El señor de la luz o los bellísimos cuentos del compilado Una rosa para el Eclesiastés, mientras
que de Wolfe es ineludible citar la saga Libro
del sol nuevo y los cuentos del libro Especies
en peligro). La marca de estos maestros del género es especialmente notoria
en una de las más claras opciones (sub)genéricas de los cuentos publicados en
los primeros números de Diaspar, en
particular los cuentos “El señor de los venenos”, de Pablo Rodríguez (en el
número 3) y, en menor medida (pero de manera más marcada en su producción
posterior”, “El jardín”, de Pablo Dobrinin (número 2).
Por supuesto que nadie obliga a de León a
conocer la obra de escritores uruguayos virtualmente invisibles (o la de Wolfe
y Zelazny, si vamos al caso), en tanto de Pablo Rodríguez es muy poco lo que se
supo después de los 90s (no sería el caso de Pablo Dobrinin, quien explotó de
manera sistemática y deslumbrante esa zona híbrida entre la ciencia ficción y
el fantasy, desembocando de manera
completamente independiente a las tendencias digamos “internacionales” del
género en una suerte de slipstream/new
weird) pero justamente es esa invisibilidad apuntalada
por el texto citado lo que ha de ser tomado como un síntoma. Eldor, digamos, es más visible o se
volvió más visible que un vasto corpus que
lo precede y que de alguna manera lo explica o le lima las singularidades al
proponer una tradición que lo contiene u ofrece herramientas para leerlo (y
valorarlo).
A la vez, más adelante en la reseña Eldor es presentado como un texto que de
alguna manera supera o trasciende su
atribución de género: “Parece haber una intención de paralelizar los dos
mundos, lo que resulta una efectiva
estrategia de atracción; pues el género fantástico suele ser rehuido por los
lectores precisamente por una ausencia de identificación con los personajes
que interaccionan la realidad interna del libro” (el énfasis es mío). Dicho de
otra manera: Eldor hace mejor lo que cierta literatura fantástica
termina por convertir en una razón para alienar lectores. Es en esta línea de
“trascendencia” del género –y por tanto, de invisibilización de éste en tanto
producción literaria que se basta a sí misma– que de León propone más adelante
que habría un “segundo plano” de significación en Eldor, capaz de formatear al texto en una “superficie” (“escenarios
imposibles de un lejano planeta con nueve lunas, de bestias excéntricas, de
naves espaciales, y aventuras telepáticas”) y una “profundidad”, con sus “significados
sensibles o emotivos de las historias”.
Si se tratara apenas de una cualidad de
Leonardo de León en tanto lector esto carecería de importancia, pero es
interesante que otros textos entre los mencionados incurren en el mismo
procedimiento. En el acta incluida, el jurado (Milton Fornaro, Heber Raviolo y
Rosario Peyrou) señala que Eldor “es
en definitiva una alegoría” indicada para “indagar –incluso cuestionar-
nuestras certezas”. No necesito explicar que atribuir tan claramente una
intención alegórica a un texto sirve para minimizar lo que aparece dicho en un
plano más digamos literal, en
especial si en ese lugar aparecen el género narrativo en cuestión –la ciencia
ficción, el fantasy– y su conjunto de
tropos o lugares comunes. Pero el acta hace algo más: no sólo no menciona la
ciencia ficción sino que, al momento de atribuir una ascendencia a los relatos
de Peña propone dos familias textuales mucho más prestigiosas: “lo que se denomina
literatura fantástica” y “los libros de aventuras”.
En cuanto al prólogo, Raviolo pide
disculpas –invocando una “cercanía del fallo con la fecha de publicación de la
obra”– por no haber realizado un “análisis más pormenorizado”; buena parte de
lo que dice en su texto, de hecho, está basado en un intercambio epistolar con
el autor, del que surgen ante todo nombres de escritores y por lo tanto
filiaciones o influencias posibles. Quedan despachados así Tolkien y Bradbury,
pero también Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Umberto Eco, Hans Ruesch, Hesse,
Yeats, Akutagawa, Kafka, Dahl, Kipling, Quiroga, Borges y Bierce; a la hora de
referirse al rol de Tolkien y Bradbury en el texto, Raviolo se limita a citar
más extensivamente lo dicho por Peña en el intercambio epistolar, a la vez que señala
más adelante las interconexiones entre los cuentos y entre el mundo de Eldor y
nuestra realidad inmediata, para citar a Elvio E. Gandolfo en relación a cierto
“material mitológico” presente tanto en Eldor
como en la “ciencia ficción moderna” (sea cual sea ésta dado el campo de al
menos 80 años que media entre la publicación de Amazing Science Fiction por Hugo Gernsback y el momento de
escritura del prólogo).
En última instancia, al desplazar las
referencias más directas a la ciencia ficción y la fantasía (Ray Bradbury y
Tolkien) hacia las declaraciones del autor en la correspondencia privada vuelta
pública, Raviolo deja marcada la ausencia de un pronunciamiento de corte estrictamente
autoral (en tanto editor, jurado e
intelectual de prestigio), que señale
una toma de partido o un acto específico de lectura. Casi como si dijera que
sobre la ciencia ficción y la fantasía no ha de pronunciarse, sea por
ignorancia o (quedémonos con esta hipótesis) por entender al tema demasiado
complejo para un manejo descuidado o apresurado. En cualquier caso, ni el prólogo
a Eldor ni el acta del jurado
atribuyen al libro el género de “ciencia ficción”; de hecho, como quedó más o
menos señalado ya, se opta por los ambiguos “literatura fantástica”, “libros de
aventuras” y “alegoría”.
La reseña de Mercedes Estramil es a primera
vista más cuidadosa. No aparece en ella la designación de “ciencia ficción”
pero sí menciona un catálogo de referencias más cercano al género, con Star Trek y Star Wars en el último párrafo. Son mencionados Levrero y Carson,
acaso como anclaje a la tradición local de lo fantástico –esto, por supuesto,
ubica a esta reseña en un territorio completamente diferente al de las
comentadas más arriba y permite destacar el panorama más amplio de lecturas de
su autora–, además, y se da cuenta de la “geografía exótica” del planeta
ficcional que encontramos en el libro. Es interesante, en todo caso, la
referencia a Star Wars, aunque
Estramil optó por no argumentar un poco más en relación a la cercanía de los
relatos de Eldor con esa saga incluso ante el hecho bastante notorio
de que “Eldor” suena bastante parecido a “Endor”, el satélite donde transcurre
buena parte de la acción de El regreso
del jedi (y resulta también que “Endor” es el nombre en quenya, lengua ficticia de los elfos,
para la Tierra Media de J.R.R.Tolkien). Acaso sea significativo que Estramil no
señale esto, pero no por la posible (discutible) relevancia que pueda tener
para una lectura del libro, sino porque la reseña en cuestión comienza
precisando resonancias del título, desarrolladas desde la ciudad mítica Eldorado y el verbo doler,
ambas opciones de lectura por cierto que válidas e interesantes pero notorias
en su mínima relación con la ciencia ficción o la fantasía en tanto géneros
narrativos contemporáneos.
No es imposible, por tanto, leer la reseña
de Mercedes Estramil en una versión más cuidadosa y menos acusada de la línea
de invisibilización de la ciencia ficción tan notoria en las anteriores y en el
prólogo y el acta.
La reseña de Barbeito, en cambio, está
publicada en una revista especializada en ciencia ficción y fantasía, por lo
que podría darse por sentada una relación diferente de sus primeros
destinatarios con estos géneros y, en consecuencia, un repertorio de
estrategias diferentes a las visibles en las reseñas recién comentadas a la
hora de construir las relaciones entre los textos de Peña y la ciencia ficción.
Vale notar, en todo caso, que las referencias más claras de Barbeito en ese
sentido pretenden obrar en detrimento del valor del libro reseñado.
Las reseñas uruguayas, resumiendo,
tendieron a desgajar a Eldor de la
ciencia ficción y la fantasía, tanto invisibilizando las conexiones con ambos
géneros como ofreciendo en su lugar contextos interpretativos más amplios. Si
en la sección anterior quedaba establecido Eldor
como un texto de importancia para el proceso más reciente de la ciencia
ficción, la recepción del libro desde la crítica literaria uruguaya parece más
bien haber esquivado esa atribución posible; dicho de otra manera: si Eldor es para la literatura uruguaya un
puente entre el mainstream y la
ciencia ficción, la crítica se encargó de presentarla más bien como, a lo sumo,
una suerte de “rareza” de ese mainstream,
acaso como un libro que se permitía ciertas excentricidades a la hora de
decir lo que todos los libros que valen la pena (es decir los textos canónicos)
terminan diciendo. Pero al hacerlo,
cabe argumentar, se está arrancando del libro buena parte de su mecanismo
significativo.
4
Ahora bien, ¿qué tiene Eldor, después de todo, de ciencia ficción? Podemos empezar por
señalar que si la esencia de un género pasa por una definición posible –es
decir un conjunto de coordenadas suficientes para discriminar entre un texto
que pertenece al género en cuestión y otro que no–, la ciencia ficción no es un
género, ya que no hay manera de ofrecer una definición útil o extensiva. El
último momento en que tal definición fue posible, por cierto, fue hacia 1953,
año para el que es común proponer el fin de la llamada “edad de oro de la
ciencia ficción”, en la que cabe ver una etapa clásica (con su sistema en
funcionamiento de valores y esquemas de lectura consagrados) y un género, por
tanto, claramente definido/definible: Entonces era fácil saber qué era ciencia
ficción y que no.
Por esa razón necesitamos pensar en los
géneros como pactos entre lectores y editores para que sea posible hablar de la
ciencia ficción como un género; de otro modo caemos en la discusión
interminable sobre textos que no cumplen con pauta alguna estandarizada del
género y que, sin embargo, por haber sido publicados por editoriales que
publican ciencia ficción y firmados por escritores que usualmente publican
libros considerados ciencia ficción, terminan de alguna manera siendo ciencia ficción, así sea porque
los libreros los colocan en la misma estantería que Crónicas marcianas y 2001.
En cualquier caso, si hasta 1953 estaba
claro qué era ciencia ficción y qué no (después la cosa se complicó bastante,
tanto gracias a la llamada new wave inglesa,
con Ballard, Aldiss, Carter y Moorcock a la cabeza, como a sus equivalentes/precursores
estadounidenses, Silverberg, Dick, Budris, LeGuin, Zelazny y Wolfe), lo que era entonces siguió siéndolo después, de manera que casi cualquier
cuento con naves espaciales y extraterrestres termina por “ser” ciencia
ficción.
En ese último sentido, Eldor abunda en: a) seres extraterrestres; b) términos como
“galaxias”, “planetas” y “lunas”; c) localizaciones geográficas ficticias que
apelan a cierto exotismo, a la manera de la ciencia ficción y el high fantasy de tipo “cósmogónico” –en
el sentido de creadora de vastos mundos ficcionales– de Robert Silverberg (la
saga de Majipur), Frank Herbert (Dune), Gene Wolfe (El libro del sol nuevo), Ursula K. LeGuin (Hainish, Terramar), Larry Niven (espacio conocido), Robert Heinlein (historia del futuro), Isaac Asimov (Fundación), Dan Simmons (Hiperión,
Endimión), China Miéville (Bas-lag),
M. John Harrison (Viriconium), etc;
d) derivaciones de lo anterior, como alusiones a religiones ficticias (ejemplos
abundan en J.R.R. Tolkien y George R. R. Martin); e) naves espaciales (por
ejemplo en el cuento “Torre de control”). Quizá la lista pueda expandirse; para
la mayoría de los lectores, sin duda, los puntos e y b son más que suficientes.
Es interesante notar que Peña moviliza
elementos incorporables tanto a la
ciencia ficción como a la fantasía. Esto no es estrictamente nuevo en el
contexto uruguayo –ya ha sido mencionado el tecnofantasy
de Zelazny y Wolfe, practicado por Dobrinin y Pablo Rodríguez–, pero
permite una lectura desde zonas inter-género también ya mencionadas como el slipstream, que también ha sido
propuesto como un contacto posible entre la ciencia ficción y el mainstream. Es decir: en Eldor conviven las naves espaciales con
procedimientos de creación de mundos más cercanos a Tolkien o Martin, o sea
mitos y magia.
A la vez, es viable encontrar en Eldor una apuesta por la ambigüedad o la
indeterminación que propone una mutación interesante de una ciencia ficción más
convencional. Si Peña se propuso construir un universo ficcional, inevitablemente
el producto de sus esfuerzos demanda ser leído desde una serie literaria muy
específica, que comienza en Fundación
y encuentra en Dune su obra
paradigmática, del mismo modo que en el contexto de la fantasía pocos dudarían
del lugar central ocupado por El señor de
los anillos y El Silmarillion.
Un purista de estas variantes de la ciencia
ficción y la fantasía sin duda frunciría el ceño ante mucho de lo que hace
Pedro Peña en Eldor, y ahí asoma otro
elemento de problematicidad en la relación entre el texto que nos ocupa y los
géneros en los que se inscribe. Ya la con la apelación a “miles de galaxias” de
la página inaugural estamos en un territorio complicado; es posible leerlo como
una alusión a la “galaxia muy lejana” del comienzo de Star Wars (¿sería esto lo que Mercedes Estramil tenía en mente?),
pero no cabe duda que leído en relación a Fundación,
Dune o incluso novelas más recientes –como la ya mencionada Endimión, de Dan Simmons– la idea de un
número tan alto de galaxias convocadas en una ficción sólo puede sonar a
desmesura o desliz; el resto del texto, además, no parece indagar en esta idea,
por lo que el purista –que es capaz de chequear que todas las criaturas
mencionadas en el glosario de Dune efectivamente
aparezcan en el cuerpo de la novela, como efectivamente sucede– parece tener
causa suficiente para desconfiar.
Pero, por supuesto, se es (o no se es)
purista en virtud de una relación especial con el género preferido y por una
manera de ejercer o articular cierto horizonte de expectativas, de modo que se
vuelve fácil postular que lo que hace Peña es tensar esas expectativas, jugar
con los límites, deformar los contornos del género. Del mismo modo operan otras
“irregularidades” –por llamarlas de una manera poco simpática– fáciles de
encontrar en Eldor: llama la
atención, por ejemplo, que se hable de “hombres” como habitantes de Eldor, un mundo notoriamente alienígena
habitado, de hecho, por más de una especie inteligente, sin precisar (como
sería una práctica estándar precisar/sugerir/señalar/apuntar en la ciencia
ficción cosmogónica clásica) si operó una colonización o historiarla o señalar
–como en Mundo Anillo, de Larry
Niven– ancestrías más complejas para la humanidad. La opción de la colonización
o descubrimiento de mundos habitables en la galaxia instalaría una narrativa de
futuro remoto –aquel en que la humanidad logró abrirse camino por el universo–
o de presente alternativo –en el que la humanidad ya lo hizo hace tiempo–. Para
el lector imaginativo Peña parece favorecer la segunda opción, porque establece
no pocas conexiones entre nuestro mundo y su planeta ficticio, que también
pondrían nerviosos a los puristas y de hecho dieron que hablar a casi todos los
reseñistas anotados más arriba. Un detalle a tener en cuenta de esos puentes
entre Eldor y nuestro mundo es que parecen operar no tanto en el marco de una
explicación racional, científica, cientificista o pseudocientífica sino más bien
en el contexto de una posible “magia”, instalando por tanto una tensión entre
la ciencia ficción y la fantasía.
Otro tanto se desprende de las elecciones
de Peña para los nombres de sus personajes; donde Tolkien opera en relación a
un verosímil lingüístico para sus lenguas ficticias, Peña yuxtapone “Michael” a
“Swan Bo”, “Swan Bo” a “Gao Lin”, “Gao Lin” a “Kolka” y todos estos a
“Peacock”, “Chien D’or”, “Cliff”, “Kenora” y “Santiago”. El lector sin duda
detecta alusiones al ¿chino? (“Gao Lin”), al inglés (“Michael”, “Peacock”,
“Cliff”) y al francés (“Chien D’or”), pero luego debe lidiar con nombres como
“kabalí”, del que es inevitable sentir la sonoridad castellana (de hecho, en El descontento y la promesa, el cuento
de Pedro Peña, que se inscribe en el universo de Eldor, cargó con el peso de una “corrección” que convirtió a los
kabalíes en “jabalíes”), mientras aparecen también nombres de sonoridad
anglófona que resuenan con ciertos tonos
de ciencia ficción o simplemente connotan un futuro ya explorado
lingüísticamente por cierto ciberpunk que acaso a Peña le llegó por via de Blade Runner y quizá Aeon Flux: “Irina Blush” y “Rita Jei”.
Al romper, en síntesis, la convención de plausibilidad lingüística ficticia,
Peña desvía todavía más a su creación de la que podríamos pensar como la norma del género en que inscribe a su
libro.
Quizá ese tipo de detalles, lingüísticos y
de persistencia de elementos (hay localizaciones que no aparecen nombradas por
segunda vez), terminan por generar una sensación de “borroneo”, como si Peña
hiciera algo a medias, tentativa o dubitativamente. Del mismo modo parecen sugerir cierta vacilación las conexiones
entre “nuestro” mundo y Eldor, como
si este último no terminara de resolverse –sí lo hacen el mundo de Dune y el imperio galáctico de Asimov– a
modo de un cosmos ficticio autosuficiente. Es posible que el dictamen de
Barbeito en relación a la imaginación del autor tuviera algo que ver con esa inquietud,
pero también cabe entender ese juicio crítico como una lectura apresurada, en
tanto cabe la lectura que viene desenvolviéndose acá: la de un proceso de
tensión –está claro que no importa si consciente o no, si Peña “sabía lo que
hacía” o fue todo “sin querer”– sobre las convenciones y los pactos de lectura.
Así, Eldor violenta la norma de su
género y aspira a resolverse en un esquema más amplio de referencias. Eso, por
cierto, puede explicar su éxito a nivel de los lectores que no frecuentan la
ciencia ficción (para quienes esa violencia o tención pasan desapercibidas) y,
a la par, su éxito comparativamente menor entre los lectores que saben qué es
Nueva Crobuzon o quién son el Alcaudón y Shai Hulud.
5
A todo esto hay una pregunta que parece
venir siendo esquivada, y es ¿existe en verdad una ciencia ficción uruguaya? Por supuesto, como en el caso de ponerse
a hablar de géneros narrativos, todo depende de a qué apuntamos con la
pregunta. Sin duda hay escritores que escribieron, escritores que han escrito y
escritores que escriben ciencia ficción en Uruguay. Algunos de ellos han hecho
de la ciencia ficción el centro de su proyecto mientras que otros han incursionado o incurrido en el género, pero sin duda, a todos los efectos
prácticos, existe una ciencia ficción
escrita en Uruguay. Y si se me encomendara la confección de un canon de esa
ciencia ficción que atendiera tanto mis propias impresiones sobre el “valor”
posible de ciertos textos, valor en relación a esa cosa difusa que llamamos literatura y a esa otra cosa no más
tangible llamada ciencia ficción, como
a una posible relevancia o importancia histórica que yo pueda argumentar, diría
que la ciencia ficción escrita en Uruguay llevada a sus expresiones esenciales
consiste en Océanos de néctar, de
Tarik Carson, Hackers, Un fantasma en la
máquina de vapor o alguna buena selección de cuentos/nouvelles de Roberto
Bayeto (“La muñeca de Marte”, “En la tierra donde viven los dragones”, “Un
paseo en bicicleta”, “El mercado de las sombras”, “Las modelos muertas” y “Un
Boing 767 cayendo en giros lentos”), Interludio
interlunio, de Ercole Lissardi, Colores
peligrosos y El mar aéreo, de
Pablo Dobrinin, El lugar y una
adecuada selección de cuentos de Mario Levrero (“Capítulo XXX”, “Aguas
salobres”, “Las sombrillas”, “Todo el tiempo”, “Alice Springs”, “Gelatina” y
“El crucificado”) y, ya en el borde un poco más difuso o desenfocado –quizá
como deben ser los bordes–, Eldor, con
un cuerpo creciente de producción breve organizada por el trabajo de promotores
del género como Álvaro Bonanata y Mónica Marchevksy, que han conseguido
establecer una periodicidad y una presencia cada vez más importantes de su
serie de revistas/antologías Ruido Blanco.
A la vez, si la pregunta apunta a una
tradición uruguaya de ciencia ficción, entendida como una línea de influencias
estrictamente propia, interna, digamos,
que además se desarrolle en un contexto donde existen publicaciones
especializadas en el género y editoriales igualmente especializadas –o al menos
que lo publican regularmente–, pues entonces no. No la hay. Posiblemente Peña escribió Eldor sin haber leído una sola línea de Bayeto o Federici, y me
consta que las influencias que citaría Bayeto –o la lista de sus lecturas en
años formativos– no incluyen a Levrero, Carson, Federici o Mainero. Las
sucesivas “olas” de la ciencia ficción escrita en Uruguay se han nutrido de
ciencia ficción extranjera: escrita en inglés, mayoritariamente, en ruso,
minoritariamente, y en francés, marginalmente; sin duda se dio y se da un
intercambio con escritores de otros países de Latinoamérica, pero sería
arriesgado proponer una influencia o un rol central de la ciencia ficción
argentina (salvo, claro está, que de una vez por todas hablemos de ciencia
ficción rioplatense) o mexicana o española (salvo, claro está, que se tenga en
cuenta la labor de los traductores: de ser así, el español Domingo Santos es
una figura de inmensa importancia).
Y por último: si por “ciencia ficción
uruguaya” ha de entenderse una ciencia ficción distinta a la, pongamos, chilena o peruana o italiana, entonces la
respuesta es un posible no. ¿Por qué posible? Porque sin duda
puede proponerse un listado de tópicos que la ciencia ficción uruguaya ha
explorado comparativamente menos que otros más fáciles de encontrar en,
pongamos, una antología de ciencia ficción cubana o colombiana; así, hay poca
ciencia ficción dura escrita en
Uruguay (está el caso de Claudio Pastrana, que publicó en Axxón la novela Lavado en
seco), al menos si atendemos a la obra de los autores que acaban de ser
presentados como centrales. Del mismo modo, parece fácil constatar, tanto en la
obra de Bayeto y Dobrinin como en la de Carson y Levrero, una incursión en las
modalidades menos “clásicas” (entiéndase asimilables a las pautas de la llamada
“edad de oro” del género) de la ciencia ficción, o más herederas de la
revolución que quiso verse en la llamada new
wave inglesa de fines de la década de 1950.
También es notoria la ausencia,
precisamente, de ciencia ficción cosmogónica. Si examinamos tanto esa suerte de
canon formulado más arriba como un corpus más completo de textos publicados al
menos desde 1970 (por manejar el año de publicación original de “Accidente de
ruta”, el cuento más viejo de los incluidos en Llegar a Khoordora, de Federici), no aparece un ciclo de relatos
que, a la manera de Fundación o Dune (es decir, de textos releídos hasta
el vértigo por tantos escritores uruguayos de ciencia ficción), diseñen o
esbocen un universo ficcional.
Salvo, claro está, Eldor.
Es decir: una de las posibilidades más
atractivas de la ciencia ficción (y la fantasía), que ha aportado además obras
indudablemente pensables como las más fascinantes de ambos géneros, debió
esperar a 2005 y a un escritor no vinculado al género a nivel de comunidades de
lectores, militancia o gestión de revistas o fanzines, para cristalizar en un
libro publicado.
Sin duda no faltarán –más arriba fueron
aludidos como puristas– quienes intenten
rumiar esta cuestión volviendo al tema de los posibles huecos, fisuras o
deficiencias en la creación de un universo ensayada en Eldor. Pues bien: digamos que sí, que las hay; una respuesta
posible es que se trata de un libro,
de lo que cabría leer como una primera
entrega, una exploración inicial.
De hecho, y acaso más importante, basta con
examinar la abundante obra posterior de Pedro Peña para notar, a modo de
tendencia general, que la suma de títulos a una serie o línea narrativa siempre
termina por obrar a favor del proyecto en cuestión. En las cuatro novelas
policiales publicadas entre 2010 y 2014 (Ya
nadie vive en ciertos lugares, No siempre las carga el diablo, Tampoco es el
fin del mundo y A veces tarda, casi
nunca llega) está claro que el conjunto, por decirlo con un lugar común, es
más que la suma de sus partes; de hecho, las entregas menos satisfactorias de
la serie adquieren un espesor especial una vez leídas las cuatro, en gran
medida porque el conjunto de los libros indaga más en el proceso como personaje
del protagonista Agustín Flores y, por tanto, obra a manera de profundización
en un mundo personal, de riqueza creciente.
Peña ha declarado en más de una ocasión que
el proyecto de escribir sobre Eldor no ha sido interrumpido. Así, el blog Eldorianos, que cuenta con cuatro
entradas de 2008 y una de 2013, incluye textos posteriores a la publicación del
libro y que esbozan una expansión del universo ficcional, sin duda
enriquecedora. El texto presentado como “Intro
de la nueva serie de relatos eldorianos”, por ejemplo, esboza una cosmogonía
para Eldor, en un lenguaje notoriamente emparentado con el de los célebres
“Ainulindalë” y “Valaquenta” de J.R.R. Tolkien. Aparecen también esbozos de
cuentos (“Dragones chinos”), y dos textos completos, “Lejanas planicies
blancas” y “La gran tormenta”, a los que hay que sumar “Entre los árboles”, el
cuento que aportó Peña a El descontento y
la promesa, y “El libro de Pok”, que indaga más en la línea cosmogónica e
incluye una aparición del personaje Chien D’or. Este último texto pertenece al
libro Mito, de 2013, que podría pensarse como un proyecto
emparentado con Eldor en tanto ofrece
–quizá en un gesto de matriz tolkieniana– un trabajo de gran interés sobre la
narración (o reescritura o adaptación) de diversos mitos, la mayoría tomados
del folklore nórdico y celta, más alguna incursión en un territorio más criollo
y, en el caso del cuento mencionado, la irrupción de mitologías propias del
autor.
En cierto modo, si pensamos en la tetralogía
policial como en el desarrollo de un mundo cercano al real marcado por los
lugares comunes del género en que se inscribe (inscripción, por cierto,
subrayada por la publicación del libro en una colección de narrativa policial o
negra), y en Mito como en un
laboratorio aparte –perdón por la expresión burda– pero que trabaja desde las
mismas preguntas, la obra completa de Pedro Peña –a la que se suma el reciente El libro de los mitos, que sin duda
también se beneficiará de sus futuras entregas– ofrece claras señales de
desarrollo sobre temas específicos y explorados a conciencia: temas centrales,
esenciales a Eldor. En ese sentido,
un futuro libro ambientado en Eldor sin duda expandirá las geografías e
historias de ese mundo. Peña podrá aprovechar esa oportunidad para “cerrar” las
fisuras más evidentes de su primera incursión en ese territorio o podrá ahondar
en una disrupción más densa y fértil de los recursos consagrados –a la hora de
crear mundos ficticios– del género o géneros en cuestión; en ese sentido, cabe
reconocer en Eldor también un libro experimental, y en Peña a uno
de los autores más “arriesgados” de su promoción.
Comentarios
Publicar un comentario