Nuestra parte de noche, Mariana Enríquez
Comida. La vida como aquello que crece y se multiplica: el cosmos como la gran circulación de la comida, el combustible de la replicación. Las plantas la producen a partir de la fuente más ubicua de energía sobre la tierra, con el añadido de oxígeno, dióxido de carbono y otros nutrientes; los animales, desconectados filogenéticamente del sol desde hace miles de millones de años, obtienen su energía comiéndose a las plantas o a otros animales que comieron plantas; los hongos descomponen plantas y animales y de ahí obtienen su energía. Todo suena muy didáctico, muy escolar. En realidad los animales están hechos también de bacterias, y es en conjunto con estas bacterias que las plantas o esos otros animales son devorados. Pero, además, cada célula animal guarda en su interior mitocondrias, encargadas de metabolizar, de asegurar ese crecimiento y esa energía para la reproducción: antiguas bacterias asimiladas, endo-simbiontes que se instalaron allí dentro cuando la gran catástrofe del oxígeno, aquel momento en la historia de la Tierra en que el aire se llenó de ese elemento que, tóxico para buena parte de esos microorganismos primordiales, volvió asesino al afuera. Otras de esas bacterias se llaman ahora cloroplastos y viven en las células que hemos denominado vegetales, lo cual equivale a decir que viven con/en las plantas tanto como que son las plantas. A su vez, los virus entran y salen de nuestros genomas, los hackean, los manipulan. Reproducción y metabolismo se entrelazan en un vasto territorio de parásitos y comensales: perro come perro come planta come tierra come lombriz come bacteria. En este mundo no hay otro sentido que el hambre; si nosotros, que nos llamamos a nosotros mismos humanos, postulamos una hipertrofia del sentido y creemos en dioses, ¿por qué no postular que esos dioses están sujetos a la misma regla —come, reprodúcete, replícate, metaboliza? El monoteísmo judeocristiano-islámico, el animismo, el panpsiquismo se han esparcido como virus, infectando poblaciones enteras; quizá una manera de distinguir y ordenar pase por preguntarse qué comen esos dioses. En el cristianismo son los creyentes quienes se comen al dios, a ese dios que es hombre, esa autofagia humano-divina o metabolización de la divinidad en el interior del sujeto que, a su vez, sirve a la replicación del virus cristiano. Pero cabe pensar también (como hizo Neil Gaiman) en dioses que se comen a los creyentes, dioses que, incapaces de replicarse, fenecen sin fieles. A la vez, esos dioses pueden estar hechos a imagen y semejanza de los humanos que los adoran y a los que prestan su carne, pero hay dioses (“antiguos”) que están más allá de los límites concebibles de lo humano: dioses que se confunden con la cosa-en-sí kantiana, con el noumenon que hace al mundo inhumano-real, pero además de que ese mundo no está hecho para nosotros cabe pensar también que pueda alimentarse de nosotros, aunque no por una relación privilegiada entre ese mundo o esos o esas dioses o diosas, sino porque quizá no somos otra cosa que la comida más a mano. Es un mundo terrible, ahí afuera. Salir de lo humano equivale a observar cómo se nos devora: un cosmos hambriento, que no piensa en términos de piedad ni de misericordia sino que simplemente es así. Por supuesto, la ya mencionada inversión de esta situación, aquella por la que nosotros nos comemos al dios, nos construye como los ocupantes de un lugar privilegiado: hay más en el cosmos que quién se come a quién, hay al menos jerarquías, lugares, circulaciones de símbolos. En ese sentido, el cristianismo es la contraparte humanista (por darle a lo humano un lugar de relieve, de privilegio) del mundo hambriento del indiferentismo universal. Una religión de dioses antiguos, anteriores a lo humano, ancestrales, arcaicos, inhumanos, monstruosos para los humanos es la de los ritos del hambre cósmico. Después de todo, ¿de qué sujeto de la historia estamos hablando? Así pensados somos cosas, objetos, comida. Si hay algo que no es cosa, ese algo es dios, o los dioses, o lo divino inhumano; si nos comemos a ese algo, dejamos de ser apenas cosas (como los caníbales que adquieren las cualidades físicas o mentales del hombre o mujer devorado), nos hacemos nosotros, sujeto en efecto de la historia (al menos de esa historia de la comida del dios, del dios que se fue, que volverá y que al final de los tiempos fundará un reino en el que ya no haya por qué comer); si por el contrario nos comen, todo lo que nos rodea es para ellos o ellas, ese concebible afuera hambriento de lo humano. ¿Y no habrá una solución intermedia, una gnosis o conocimiento, un buen comer? En Nuestra parte de noche (Barcelona: Anagrama, 2020) hay al menos dos tipos de humanos: los que saben que somos comida y los que no. Los primeros pretenden, al dejarse comer (o al alimentar al dios con otros humanos), adquirir algo de ese estatus de no-cosa, de sujeto; y esa pretensión implica un ceremonial, una serie de ritos. Quizá podamos volvernos parásitos: comer con los dioses, y en ese proceso algo de esos dioses se replicará en nosotros. Como le dijo la Serpiente a Eva en el jardín: seréis como dioses. ¿No es la tradición esotérica una vasta paráfrasis de esa invitación? ¿Las mil y un maneras de volverse dioses, de volverse sujetos, de partir en el viaje jungiano de la individuación? Los gnósticos (mejor dicho, los que se pretenden gnósticos) en la novela de Mariana Enriquez son a su vez predadores: en un sistema serresiano de comensales y comidas interrumpidas, su relato es el de aquellos que comen donde comen los dioses, ante todo por pensarse más que humanos: dueños de la tierra, oligarcas, capitalistas, viven por partida doble de la carne humana, tanto, es decir, de la de sus asalariados, sus jornaleros, sus verdaderos esclavos, como de la de esos hombres y mujeres, reflejo de los primeros, que arrojan al dios para que de este, en el subproducto de la comida, surja la gnosis, la revelación de los caminos por los que persistir, por los que ser en efecto más que carne, más que comida. Si lo humano es ser comido, ser más que humano, a través de la gnosis, es alimentar al dios con la carne de otros. Pero, por supuesto, el dios no es una agencia humana, cognoscible, comprensible, hecha de deseos vueltos narrativa, sino puro hambre; llegado el momento (y en esto el libro traza la trayectoria más prístina del horror), inevitablemente, se es devorado.
Horror. ¿Cuántos sentidos hay en del término horror? Es, por ejemplo, o como punto de partida, un género o subgénero de la narrativa, una tradición literaria. En ese línea posible de lectura, Nuestra parte de noche adquiere significado a través de su relación con otras obras, como en una orgía de sexo bacteriano donde fragmentos de genoma son intercambiados felizmente (en el dialecto de las humanidades eso se llama intertextualidad). Algunas de esas obras (notoriamente el cuento “La casa de Adela”) llevan la firma de Mariana Enriquez, otras las de, por ejemplo, H. P. Lovecraft (inevitablemente, ya que el virus HPL hackeó para siempre el genoma del horror) o Laird Barron, cuyo universo ficcional en los “cuentos de la Vieja Sanguijuela” es también el del hambre de lo divino/noumenal. Enriquez, de hecho, emplea el término oscuridad para referirse a su lugar de lo divino, así como moviliza también una serie de sub-deidades o entidades parásitas de esa divinidad primordial. Así, al sistema del horror en tanto género (Cthulhu, la entidad o entidades del Overlook, Pazuzu, etc), Enriquez aporta el de la religiosidad sincrética en ebullición cultural, el de la santería, el de los santos populares como el Gauchito Gil y San La Muerte. Astutamente, estas sub-deidades sirven de puente entre el mundo lovecraftiano (es decir, plenamente consubstancial con el horror en tanto género narrativo) de esos “dioses antiguos” o la “oscuridad”, y el “nuestro” en tanto lectores. Del mismo modo, la apelación a las diferentes tradiciones del esoterismo, desde la magia ceremonial, el espiritismo decimonónico, la teosofía y las ordenes místicas como The Golden Dawn, hasta el swinging London y su eco del fin de siglo XIX y su dandismo de lo oculto, de alguna manera acercan el mundo ficcional de Nuestra parte de noche al lector, hasta el punto de atenuar la visibilidad de sus raíces en la tradición narrativa del horror, su rizoma (ya que no línea ni linaje) H. P. Lovecraft/Robert Bloch/Shirley Jackson/Joan Lindsay/Stephen King/Thomas Ligotti/Alan Moore/Junji Ito/Caitlín R. Kiernan/Laird Barron más la propia Enriquez (en particular desde el ya mencionado “La casa de Adela” y también el clásico lovecraftiano rioplatense “Bajo el agua negra”). Sin embargo, la gravitación del horror termina por resultar ineludible, y en ese sentido es asombroso que Enriquez haya logrado que tantos miles de lectores celebren (y que Anagrama publique) una novela tan plenamente de horror (por jugar con aquella distinción fresaniana entre libros con ciencia ficción y libros de ciencia ficción); es decir, en tanto artefacto literario, Nuestra parte de la noche adquiere significado(s) específico(s) desde su modulación de la tradición del horror, en particular en su “nacionalización” de ciertos tópicos. Esto quedó especialmente a la vista en “Bajo el agua negra”, donde la parafernalia clásica de los mitos de Cthluhu queda “transplantada” a un lugar específicamente porteño; a la vez, esto no sólo funciona en términos de una relación entre los mitos en tanto marco general de producción de horror y el cuento particular de Mariana Enriquez, sino que también permite una suerte de contaminación a la inversa, en la que los mitos de Cthulhu adquieren significados nuevos (o estos son asimilados a su matriz significadora) a partir de las especificidades de lo local, sea la represión policial, la violencia de estado o los desastres ecológicos. En ese sentido, Nuestra parte de noche no sólo no se vuelve “metáfora” o “analogía” de circunstancias históricas terribles sino que usa esas circunstancias para hacer horror y, a la vez usa el horror para hablar de esas circunstancias, sin perder de vista jamás que la dictadura, la violencia de estado, las injusticias políticas y económicas, las desapariciones y el sida son estrictamente nombrados en la novela, deshaciendo la pretensión de “metaforizar” a partir de esas realidades. Si Eugene Thacker habló en su célebre trilogía especulativa del horror de la filosofía, Mariana Enriquez utiliza las mismas herramientas conceptuales para explorar el horror de la historia a la vez que una historia de horror.
Oscuridad. La idea de que la divinidad en su manifestación última sea hambre y oscuridad acerca la ficción de Enríquez a los territorios del misticismo cristiano medieval, en los que la divinidad es experimentada en términos de negatividad. Para los místicos/teólogos/filósofos en la deriva neoplatónica radical de Eriugena y su teología negativa, sobre la divinidad no puede predicarse afirmativamente nada y toda teología ha de ser construida a partir de la negación: señalar aquello que la divinidad –el “dios de los filósofos”, no el dios personal y humanizado de la fe– no es. Esta relación con la nada es problemática, sin embargo, y de las modulaciones del significado y uso de esa “nada” emergen posturas diferenciables. De la idea de que nada de lo humano (o lo humanamente accesible) permite describir o conocer a la divinidad pasamos a la idea de la divinidad misma como una nada o incluso una “nada última”, en la playa terminal del universo completo. En Nuestra parte de noche la divinidad, a la que se alude como un “dios antiguo” y como “la oscuridad” es también una negatividad extrema, que sólo es en tanto devora: una negatividad hacia la que fluye toda energía, como en la termodinámica. A la vez, sin embargo, es una oscuridad definida no solamente por la ausencia de luz sino también como una cosa en sí misma, “positiva”, a la manera de la sombra que es el balrog en El señor de los anillos o la oscuridad en la que sume Morgoth la tierra (y cuya versión de alguna manera deteriorada o decadente fluye de Mordor al final del libro, interrumpida por la destrucción del Anillo Único) en El Silmarillion. Ambos sentidos, en última instancia (el de negatividad y el de la cosa en sí misma), se fusionan en un entender a la divinidad como un afuera radical de la experiencia humana. Enriquez, con la astucia que le ha enseñado la tradición del horror, elude la representación directa, la descripción: la oscuridad es tanto una ausencia (de luz, de entendimiento) como una presencia (la entidad weird cuya presencia se experimenta tanto como no se comprende), y deja de sí una serie de huellas o signos. Algunos de ellos son legibles en términos de una tradición (una gnosis, en última instancia) y otros se experimentan en carne propia, por ejemplo la sensación de “boca hambrienta” que reportan los personajes cuando atraviesan las barreras que separan “nuestro” mundo del ámbito inhumano de la divinidad: un lugar que se confunde con el dios o, mejor, con su hambre.
Historia. El horror de la historia y la historia de horror se configuran en Nuestra parte de noche bajo la forma de una novela larga, que aspira cómodamente a eso que desde varios lugares e intenciones se ha llamado la “novela total”. La historia argentina –y un diagnóstico narrativo de la producción de lo argentino en términos políticos y culturales– es construida al límite concebible de lo histórico o de la “historia reciente”: ni estamos ante un relato de lo contemporáneo (los tiempos posteriores a la crisis económico-institucional-política de 2001, pongamos) ni ante una narrativa de lo histórico que se nutra de pautas ya consagradas en la representación novelística, es decir ese arsenal de lecturas y recursos que hace a la novela histórica. Enriquez más bien se instala en una zona intermedia, no del todo explorada por fuera del testimonio personal, y ordena su narración al pulso del que cabría leer como el tiempo de su propia vida, a partir de comienzos de la década del setenta (con raíces estéticas y culturales en el swinging London de los años inmediatamente anteriores) y prolongando el relato hasta fines de la década del noventa. La marca de lo generacional parece ineludible: Enriquez narra lugares centrales de la cultura de aquel tiempo de su educación sentimental y su formación como escritora y periodista —narra, es decir, aquello por lo que tuvo que pasar su generación, hitos políticos, culturales, históricos, pop— y los ordena en una composición dominada tanto por la presencia de la dictadura reciente y su horror como por los horrores no menores del sida y las políticas neoliberales de la década del noventa. Está, por decirlo así, aquello que marcó a una generación, pero también lo que se ordena como el precedente de esas marcas particulares: la Argentina como problema, el reparto desigual de la riqueza, la oligarquía, las luchas de clase. Esa suerte de pretensión totalizadora de un tiempo de vida bajo puntos de vista tanto generacionales como personales (que podría acercar Nuestra parte de noche a Submundo, de Don DeLillo, por ejemplo, pero también a la fabulosa Century de Alan Moore, en la que aparece también el Londres de fines de la década del sesenta como escenario fermental de lo oculto y lo esotérico, cameo incluido de David Bowie, que hacia esos años estudiaba budismo, planeaba marcharse al Tíbet y se dejaba deslumbrar a la vez por la Golden Dawn y el “uniforme de imaginería” de Aleister Crowley y por los ojos de la Garbo y el colmillo de la serpiente) cristaliza en una novela abundante en niveles de complejidad en la que además del mecanismo narrativo de alternar primera y tercera persona incorpora una dimensión adicional del discurso (una textura extra, podría decirse) bajo la forma de una crónica escrita por una periodista ficticia. Esta multiplicidad de discursos se suma tanto al impulso de representación histórico como a la verdadera summa o enciclopedia de temas, recursos e influencias o indicios de la tradición del horror. Novela total, al borde de lo histórico, enciclopédica. ¿Cómo no finalizar estos apuntes encontrando en Nuestra parte de noche la gran novela argentina del siglo XXI? El hecho de que sea una novela de horror (es decir, en gran medida de género, con la clara intervención en las políticas editoriales que pautan la división fantasmal entre “género” y “literatura”) la más clara aspirante a semejante puesto sólo puede sumar a la ovación de pie que merece el trabajo sin par de Mariana Enriquez.
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