más sobre ciencia ficción uruguaya
Cual
retazo del espacio
ilustración: Silva Bros. |
En 1998 el escritor Jonathan Lethem (Chronic City, La fortaleza de la soledad)
escribió un artículo titulado “Encuentros cercanos: la promesa desperdiciada de
la ciencia ficción” que argumentaba que la historia del género habría sido muy
diferente si Thomas Pynchon hubiese obtenido el premio Nébula de 1973 con su
novela El arcoíris de gravedad. Para
empezar –según Lethem–, la victoria de Pynchon podría haber facilitado la
fusión de la ciencia ficción con la literatura en general o, al menos, habría
generado una valoración diferente del género por parte de las elites culturales
(para un desarrollo más completo de estas ideas ver la introducción del libro The secret story of science fiction [2009],
de James Patrick Kelly y John Kessel).
La propuesta de Lethem, además, se basaba
en considerar a la ciencia ficción como un área discursiva completamente
diferente a esos territorios de la narrativa que usualmente reciben el
apelativo de géneros, como la novela negra, por ejemplo, o la novela de viajes
o la novela histórica. Estos serían, digamos, conjuntos de textos que pueden
ser presentados por comprensión apelando a un cierto set de pautas o reglas, cosa que, notoriamente, no ocurre con la
ciencia ficción. Por ejemplo, Crash (1973),
de J.G.Ballard, ha sido incorporada al género (con estatus de clásico
inclusive) pese a no incluir ninguno de los elementos que son más fácilmente
asociados a este: no hay una narrativa del futuro, no hay extrapolación de la
tecnología o la ciencia presentes hacia un estado futuro de su desarrollo, no
hay universos paralelos, no hay explicaciones científicas y no hay
extraterrestres, por trazar una lista rápida. Incluso quienes propongan al
vasto “futuro” como escenario distintivo del género deberán considerar el
notorio número de novelas consideradas clásicas cuyas tramas no se instalan sino
en algún presente, entre ellos Estación
de tránsito, de Clifford Simak (1963) y Más
que humano (1953), de Theodore Sturgeon, por poner sólo dos ejemplos. Lo
“científico” en tanto construcción obligatoria de plausibilidad tampoco
funciona: un clásico indudable como Crónicas
Marcianas ya estaba totalmente negado por la ciencia de su época, y no por
ello es considerado “fantasía” en el sentido en que la saga de Harry Potter sí
lo es.
Resulta extremadamente difícil, entonces,
dar con una definición de la ciencia ficción en tanto género; de ahí que muchos
autores hayan propuesto su incorporación a esa cosa difusa que podemos llamar
la “literatura” o, en todo caso, la “literatura general”.
El artículo de Lethem generó una gran
polémica. Muchos escritores se sintieron en la necesidad de negar esas ideas y
apostar a la existencia “distinta” de la ciencia ficción, apelando, entre otras
cosas, a la presencia indudable de un mercado y una comunidad de lectores que,
sin poder ni querer definirla, sabe qué
es la ciencia ficción cuando la lee (para una relectura de las relaciones
entre ciencia ficción y literatura general desde la óptica de la comunidad más militante
de lectores ver la introducción a Obras
Maestras [2007], la antología compilada por Orson Scott Card y publicada en
español por Ediciones B). Está claro que ciertos lectores se forman leyendo exclusivamente
ciencia ficción y así persisten durante mucho tiempo; no menos cierto es que
algunos autores aspiran a (y trabajan por) ser leídos ante todo dentro de esas
comunidades y no necesariamente dentro de otras. Además, los escritores de
“literatura general” que “incorporan” la ciencia ficción a sus textos, como
Jonathan Lethem, Rick Moody, Michael Chabon, Rodrigo Fresán, Doris Lessing o
Margaret Atwood en general apenas les interesan (de hecho, en muchas ocasiones,
les resultan invisibles) a los lectores “militantes”, los que asumen la
existencia de la ciencia ficción en tango género y defienden sus fronteras, sea
donde sea (o sea como sea) que las ubiquen, y suelen preferir a los escritores
igualmente militantes, los surgidos de la ciencia ficción y que escriben con
consciencia específica de género.
En Uruguay, la primera promoción de
escritores que adoptó esa postura militante comenzó a publicar a fines de la
década de 1980. Entre sus precursores pueden contarse a Carlos María Federici y
Gabriel Mainero, quienes, sin embargo, no llevaron su “militancia” de género a
propuestas concretas como la creación de fanzines o revistas. El gesto
fundacional en ese sentido ha sido atribuido al “Movimiento Uruguayo de Ciencia
Ficción y Fantasy”, liderado por Roberto Bayeto, que en 1987 lanzó el fanzine Trantor y en 1989 la revista Diaspar. Ninguna de las publicaciones
gozó de una continuidad estricta: Diaspar
fue refundada en 1994 mediante un grupo renovado que incluía a Héctor Álvarez,
Claudio Pastrana, Víctor Raggio, Pablo Dobrinin y quien esto escribe, además de
un plantel de dibujantes en el que figuraban Leonel Coló, Gonzalo Palmer,
Victoria Barreiro e Ignacio Calero. Esta “segunda fundación”, sin embargo,
tampoco tuvo mayor suerte y recién en 2011 aparecieron los números cuatro y cinco
de la revista, ahora en formato digital y con secciones escritas mayoritariamente por
Bayeto y Víctor Raggio, a la vez que ficciones de autores de prestigio a nivel latinoamericano como el cubano Yoss.
La obra de los integrantes de este grupo ha
sido publicada en revistas especializadas a lo largo del mundo, particularmente
en Argentina, España y Francia, y rara vez ha sido leída por la crítica literaria
local. De hecho, es escasa la producción a nivel libros de estos escritores: Pablo Dobrinin publicó su primer
compilado de textos, Colores peligrosos,
recién en 2011, con Reina Negra, una editorial argentina, mientras que Roberto
Bayeto lanzó su compilación En la tierra
donde viven los dragones ese mismo año, mediante su sello de e-books Flying
Source, que también publica la revista Diaspar.
Por otro
lado, los escritores de “literatura general” locales que han “tomado” o
“empleado” elementos y procedimientos de ciencia ficción en su obra han tenido
mejor suerte. Dejando de lado el caso de Mario Levrero, que publicó en revistas
de ciencia ficción como El Péndulo y
en antologías como Lo mejor de la ciencia
ficción latinoamericana (1982), pero a la vez se ocupó de negar sus
conexiones estrictas con el género (que caracterizaba como relatos que incluyen
una “explicación más o menos científica de los hechos extraños que ocurren” –en
“El lugar, eje de una trilogía involuntaria”,
reportaje de Elvio Gandolfo en El péndulo
# 6, enero 1982), hay que mencionar a Ercole Lissardi, quien publicó en
1998 Interludio, interlunio, una
novela en la tradición de los futuros distópicos que también puede leerse como
una ucronía.
La bibliografía de este grupo “no
militante” es más numerosa y ha sido y es en general más y mejor leída por la
crítica, pese a que desde ciertos territorios se tiende a leer esta serie de
textos desde una perspectiva que presenta a los elementos de ciencia ficción
como superados o meros pretextos para tratar ciertos temas asumidos como más
profundos o relevantes: en este sentido es interesante leer el prólogo y el
fallo del jurado que le concedió el primer premio en el concurso de narrativa
de la editorial Banda Oriental a Eldor,
de Pedro Peña (EBO, 2006). Aquí se vuelve imprescindible mencionar al recién
aludido Pedro Peña con su compilado de relatos hilvanados Eldor (2006), a Natalia Mardero con Guia para un universo (2004), a Ana Solari con –entre otros libros–
Zack novela y Zack estaciones (1993 y 1994 respectivamente) y a Leandro Delgado
con Cuentos de tripas corazón (2010).
A la vez, la obra de estos autores no ha
sido del todo bien recibida por los lectores “especializados” (especialmente la
crítica especializada, como es el caso de la reseña de Eldor publicada en la revista argentina Cuasar), desde cuya perspectiva parece bastante claro que la ciencia
ficción incorporada a estos textos carece del bagaje de lecturas específicas desde
el que trabajan los escritores de corte militante, quienes estarían más que
dispuestos a señalar como ingenuidades los zigzagueos entre ciencia ficción y
fantasía tan visibles en Eldor, por
ejemplo (o su notoria filiación bradburiana), y a criticar severamente la casi
ausencia de desarrollo –de acuerdo a los procedimientos de los que suelen hacer
uso muchos escritores de ciencia ficción, cabe aclarar– de gran parte de las
ideas que aparecen en Guía para un
universo. Los autores de estos libros podrían responder que la ciencia
ficción aparece en sus escrituras como un elemento más o, quizá, como una
fuente de inspiración (algo así aclara Rodrigo Fresán en las notas que complementan
a su reciente novela El fondo del cielo),
pero no como una opción deliberada de tipo genérico.
La existencia de una ciencia ficción
uruguaya, entonces, es problemática. Al no estar presente una tradición de
revistas con pautas editoriales diferentes entre sí ni, mucho menos,
editoriales que hayan apostado por colecciones del género (como si sucede con
el policial), el lado “militante” de la ciencia ficción parece
irremediablemente condenado a la invisibilidad, mientras que el lado más
vinculado a la “literatura general”, amparándose muchas veces en la tradición
rioplatense de lo fantástico (Felisberto Hernández, Mario Levrero, etc), parece
haber ganado al menos cierta legitimación.
Cabe pensar, sin embargo, que el impacto de
las nuevas posibilidades de edición (revistas y libros digitales, blogs,
editoriales sin fines de lucro, cartoneras, etc), sumado a la aparición de
“nuevas” comunidades de lectores (comics, series de TV, anime, videojuegos)
podrá contribuir a mutar esta coyuntura.
Publicado originalmente en el número de abril de la revista El Boulevard
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