El canon de la novela, Harold Bloom
La edición original en inglés de Novelas y novelistas, de Harold Bloom,
aclara que se trata de “una colección de ensayos críticos”; la traducción al
español editada por el sello Páginas de Espuma (Madrid), en cambio, además de
aportar el ganchero (para los lectores de Bloom) subtítulo “El canon de la
novela” (que aprovecha la fama del ensayo más importante de Harold Bloom, El canon occidental, publicado en
español por Anagrama), parece sugerir –omitiendo la aclaración– la idea de un
libro pensado más como un todo: “este volumen está dedicado a la novela”,
leemos en la contraportada, “así como a sus creadores, y a lo largo de sus
páginas Bloom hace un recorrido por las cumbres y las obras capitales de su
historia (…) Un compendio riguroso y, al mismo tiempo, divulgativo que sirve
como “guía de lectura” o como apuesta firma de las obras capitales que
permanecen en el tiempo”. El mayor problema es que, eliminada la advertencia,
el lector fácilmente se sorprenderá ante las recurrentes repeticiones de
juicios ya pronunciados, de ejemplos, de comparaciones. “¿Pero esto ya no lo
leí?”, de hecho, es posiblemente la reacción más esperable pasado el primer
cuarto del volumen, y a veces puede volverse un poco irritante.
Por supuesto que esto no puede ser
propuesto como una objeción al libro en sí, que está hecho de artículos
escritos a lo largo de al menos treinta años (en más de uno, por ejemplo, se
habla de la “futura” novela de Thomas Pynchon, Mason y Dixon, publicada en 1997); a lo sumo servirá para pensar
los mecanismos de marketing de las editoriales españolas en relación a la
crítica literaria, pero ese tema, ahora, no es lo que importa. Más interesante
es señalar que en rigor poco hay de “divulgativo” en Novelas y novelistas, que ofrece líneas de lectura de los grandes
clásicos (en el sentido canónico) de la novela asumiendo que el lector los ha
leído y un poco en plan “si no lo leíste jodete”. La postura de Bloom es clara
y, de hecho, saludable: estos libros deben
ser leídos: quien no lo hizo está, de alguna manera, en falta, y por tanto no
vale la pena llamarlo a un diálogo.
A la vez, quizá no sea tan fácil que un
lector uruguayo, argentino o español haya recorrido las páginas de Tobias
Smollett, Samuel Richardson, Anthony Trollope u Oliver Goldsmith (por nombrar
algunos que yo, de hecho, no he leído); pero colarse en el intercambio entre
Bloom y su lector ideal, de todas formas, vale la pena. Para empezar, por la
calidad de la escritura y el pensamiento del autor de La angustia de la influencia (estemos o no estemos de acuerdo con
lo que dice), que es una fuente de placer en sí misma, pero también por la
inevitable sensación que despertará: la necesidad de ir a buscar ese libro de
Zora Neale Hurston o Iris Murdoch, y leerlo. Quizá desde esa perspectiva sí se
pueda dar crédito a la contraportada en tanto pueda operar el libro como “guía
de lectura” –aunque una guía muy diferente (mejor en algún sentido, no tan útil
en otro) que, por ejemplo, 1001 libros
que hay que leer antes de morir.
Y está también –imposible no mencionarlo–
la provocación, lo que cada lector sentirá como ese punto en que hay que contestarle
a Bloom o sentirse ofendido o movido a adoptar una posición contraria. A lo
largo de estos ensayos, entonces, la escritura polémica –por llamarla de alguna
manera– no escasea, y también se convierte en una manera de ejercitar los
músculos de la lectura. Pensar, por ejemplo, por qué se incluye a Amy Tan y no
a David Foster Wallace, por ejemplo, o por qué hay apenas un libro de ciencia ficción
–La mano izquierda de la oscuridad,
de Ursula LeGuin–, o por qué casi no se habla de géneros, así sea para decir
que no existen, que no vale la pena considerarlos o que no las obras
encasillables en tal o cual género no son (o no pueden ser) “materia canónica”,
todas afirmaciones sobre las que cabe discutir. Es más: seguramente haya
respuestas para todas esas preguntas, desde Bloom (las que Bloom no da) o desde
cualquier otra perspectiva crítica o lectora, y algunas, de hecho, no son
difíciles de imaginar. Pero en ese sentido la ciudadela de Bloom está casi
perfectamente defendida: atacarla es más difícil (y más desatinado quizá) que
dar media vuelta y fundar un pueblo en otro lugar.
En cuanto a las líneas de lectura
propuestas, también es verdad que algunas parecen más fértiles que otras.
Sorprende un poco por ejemplo que Bloom, a la hora de hablar de Thomas Pynchon,
se haya encandilado con la “historia de la bombilla Byron” (una sección
memorable de El arcoíris de gravedad)
y no haya dedicado más atención a otros aspectos –y episodios– igualmente (o
más) memorables del libro. La propuesta (de hecho ofrecida como una especie de
verdad autoevidente) de que Ursula LeGuin supera a Tolkien en cuanto a creación
de mundos fantásticos es otro punto débil, pero evidentemente se trata de
minucias: Hay una suerte de “voluntad de leer” inquebrantable que atraviesa el
libro, hasta el punto de que en sus páginas se nos convence con facilidad de
que nadie lee tanto o tan bien como Harold Bloom.
Quizá no se trate de un libro que se pueda devorar
fácilmente de principio a fin; pero tratándose de una compilación de textos la
lectura salteada es no sólo inevitable sino en cierto modo bienvenida; empezar
por las novelas ya leídas, por ejemplo, para pasar a las empezadas pero no
terminadas y luego a los autores conocidos de oídas, puede resultar un buen
itinerario a lo largo de las 872 recomendables páginas de Novelas y novelistas.
Publicada en La Diaria el 26 de octubre de 2012
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