Operación Dulce, Ian McEwan
Hacia la trampa
Decir que una novela es “ingeniosa” no
siempre implica un elogio; a veces parece volver evidente que lo que en
realidad se quiere decir es que el escritor en cuestión se esforzó quizá
demasiado por parecer inteligente, cuando, en realidad, el material ofrecido no
termina siendo más que un signo de grisitud o mediocridad o, en último caso, un
producto leve, insustancial, un montón de humo.
Dicho esto, ingeniosa no sería una mala descripción de Operación Dulce, la más reciente novela de Ian McEwan (un escritor
que, más que ingenioso, solía, al menos en su primera época, ser asociado más
bien a lo “macabro” o incluso lo “perverso”, con su menú de incestos, pedofilia
y gore), aunque también funcionarían
adjetivos que, a su vez, acaso espantarían a cierto lector (y sobre ese tipo de
lector hay mucho en esta novela), entre ellos tramposa, truculenta o
incluso artificiosa. En este caso, de
todas formas, si convenimos que Operación
Dulce es una novela ingeniosa, semejante calificación no irá en detrimento
del buen hacer de McEwan en su última novela, que quizá no sea la mejor de su
autor –ahí están Amor perdurable y Expiación–, pero que es sin lugar a dudas
un libro escrito con inteligencia y elegancia. Y una de sus virtudes más
interesantes es el perfectamente aceitado mecanismo narrativo que logra que sus
páginas no permitan al lector predecir la vuelta de tuerca del final, aunque, a
la vez, esa sorpresa no se siente realmente forzada
sino que, más bien, se la experimenta como una buena muestra de ingenio. O como una trampa bellísima.
Buena parte del libro parece sugerir una
narrativa de espionaje; Serena Frome, la protagonista y narradora, es una
lectora empedernida –pero sin formación universitaria en literatura– que
termina trabajando para el MI5, servicio de inteligencia doméstica del Reino
Unido, en un proyecto –en inglés “Sweet tooth”, traducido como “Operación Dulce”–
que implica reclutar escritores anticomunistas –no necesariamente de derecha o,
al menos, de una derecha de caricatura– y ofrecerles dinero a modo de becas o
premios literarios de modo que puedan dedicarse exclusivamente a la literatura.
A esa literatura, cabe insistir, que funcione como una denuncia de las
presuntas calamidades del comunismo soviético.
Y Serena es una lectora conservadora: lee
buscando personajes que le resulten convincentes, situaciones “bien
construidas” e historias “bien contadas” y entretenidas. A partir de sus
observaciones, de hecho, podría construirse una suerte de caracterización del
sentido común en la literatura (y es inevitable, y triste, pensar que ese
sentido común tan centrado en la verosimilitud más básica, en los finales
redondos y en lo estrictamente narrativo como un valor fundamental, es tan común, valga la reiteración, entre los
escritores jóvenes uruguayos), una suerte de “retrato del lector conservador”
que, evidentemente, funciona a la perfección con las ideas políticas de la protagonista
y su entusiasmo al leer a Solzhenitsyn o al enterarse de las tribulaciones de
Shostakovich en su oposición al stalinismo.
El primer proyecto que ocupa a Serena es la
lectura de los trabajos de Thomas Haley, un candidato a los beneficios de la
Operación Dulce. Además de enamorarse de este escritor, Serena concluye que su
ideología cuadra perfectamente con los objetivos de la Operación; entonces, cuando
Haley escribe Los llanos de Somerset, una
novela distópica y de lúcida crítica al capitalismo que poco tiene que ver con
lo que se esperaba de sus esfuerzos –otro personaje compara esta novela,
¡horror!, con los trabajos de J.G.Ballard, a quien Haley admira–, Serena
descubre que su empleo con el MI5 corre peligro y Operación Dulce se precipita hacia su final, convirtiéndose en sus
últimas páginas, de hecho, en el tipo de libro que Serena odiaría.
Cabe leer la novela, entonces, como un
mecanismo narrativo que logra construir dentro de la ficción un acto de
lectura, el de la novela-dentro-de-la-novela (es decir, visibilizar la manera
en que Serena y sus jefes leerán Los
llanos de Somerset, aunque la primera tiene la desventaja de estar
enamorada) para ofrecer, finalmente, un giro narrativo –del cual, por supuesto,
no se revelará aquí detalle alguno– que convierta a la novela “real” que el
lector tiene entre sus manos en un texto análogo al construido en la ficción…
es decir, trasladar al lector real, de alguna manera, las reacciones de los
lectores ficticios, intercambiar, si se quiere, sus lugares.
Este mecanismo, sin embargo, no agota las
posibilidades de lectura de Operación
dulce, que, además de su discusión política y político-literaria entre
líneas, incorpora una dimensión marcadamente autobiográfica, incluyendo un
pasaje memorable con un cameo del
escritor Martin Amis. Los cuentos de Haley que comenta Serena, además,
recuerdan ficciones del comienzo de la carrera de McEwan; en particular, Los llanos de Somerset remite al relato
“Dos fragmentos”, del libro Entre las
sábanas, también editado en castellano por Anagrama. Autor ficticio, autor
real, narrador ficticio, narrador real y… mejor me detengo acá; y espero, de
hecho, no haber dicho demasiado y arruinado la sorpresa –la trampa– de Operación Dulce.
Publicada en La Diaria el 27 de diciembre de 2013
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