Pavura, Alejandro Ferreiro



Extrañando
 
 
Es interesante pensar el lugar de Alejandro Ferreiro en la narrativa uruguaya reciente; el reflejo crítico de tratar de ubicarlo en una de las así llamadas “generaciones” (incluso si las llevamos a su grado cero conceptual, es decir la mera constatación de década de nacimiento o de quienes tienen más o menos su edad o se las vieron con la misma escena literaria, si es que en Uruguay en verdad cambian las escenas literarias) no parece ofrecer una solución fácil; su literatura, por ejemplo, no se parece –en los gestos más visibles al menos– a la de Gabriel Peveroni, Mariana Casares, Leandro Delgado o Pablo Casacuberta, ni tampoco a la de Daniel Mella o Fernanda Trías, unos años menores aunque publicaron sus primeros libros más o menos por las mismas fechas que él. Quizá podría proponerse a Rafael Juárez Sarasqueta (autor de Cueros de culebra, una novela que, como la primera de Ferreiro, Portland, integró el catálogo de la primera fase o etapa de la editorial HUM) y a Pablo Fernández como escritores (ambos nacidos en la segunda mitad de la década de 1960, como los ya mencionados Peveroni, Casares, Delgado y Casacuberta) que comparten una suerte de sensibilidad o atención por cierta sensibilidad, habitada, parecería (hípotesis un poco arriesgada, hay que admitirlo), por ciertos gestos Levrerianos. 
 
Es cierto, claro está, que un posible “mapa” de la sensibilidad (al menos literaria o musical o visual) de distintas generaciones de escritores que viven y producen en más o menos el mismo territorio geográfico es un objeto intelectual tan cercano a la ficción como, digamos, los personajes de las novelas de Ferreiro o Delgado; en última instancia, como “fantasía teórica” –por usar el término manejado por Ercole Lissardi en su ensayo La pasión erótica– podría valer la pena, pero evidentemente excedería los parámetros de una crítica o reseña bibliográfica y, una vez más, se parecería ante todo a una novela.
 
De todas formas la noción de una sensibilidad (y este término acá aparece entendido como un pararse singular y caracterizable ante la emoción o ante la construcción literaria de la emoción, una manera de llevar a la prosa un conjunto de actitudes ante las cosas, las ideas, la gente, los lugares) en común no sólo nos serviría para representarnos a Ferreiro entre sus contemporáneos escritores sino, también, para abrirnos camino por sus libros y, lo que sí se parece más a la reseña o a la crítica, avizorar algunas líneas de lectura. Así, los personajes (y narradores) de Portland, Algo que flota y Todo lo quieto sueña moverse (una suerte de trilogía narrativa), además de los de El arte del parpadeo y Lo que se olvida también se gana (novelas de alguna manera desligadas ligeramente o diferenciadas de las tres recién mencionadas) se mueven entre sentimientos y palabras que el lector experimenta como delineados con cierta claridad, distintos, digamos, apreciables, legibles. Quizá –aunque esto no importa– hay una generación, o parte de una generación, que sintió así de verdad, en la realidad; lo cierto es que estos personajes reaccionan no sólo de un modo digamos similar sino, especialmente, de un modo que el lector reconoce libro tras libro y que, pareciera, puede caracterizarse, se vuelve casi transparente a la lectura, como si estuviera muy cerca del foco, como si estuviera en un primer plano apenas difuso. Recorrer las novelas de Ferreiro, entonces, nos hace pensar que, página tras página, se nos dice cómo sienten sus personajes. Que eso es lo que se cuenta, que las anécdotas “meramente” narrativas (especialmente visibles en Todo lo quieto sueña moverse, acaso su mejor libro) sirven al propósito de esa exposición o la ilustran.
 
Quizá pensar en esta línea sea la clave para ofrecer una lectura de Pavura, su último libro, cuya mitad central parece más cercana a un poemario que a una novela. La división en secciones con títulos diferenciados, además, podría sugerir una naturaleza heterogénea, una suerte de muestra variopinta de los diversos modos de la escritura de su autor o, en última instancia, un par de relatos que enmarcan una serie de poemas. A la vez, es imposible terminar el libro sin que opere cierto mecanismo, análogo a la pareidolia (el fenómeno psíquico que consiste en que una imagen vaga sea percibida como una forma reconocible, una cara por ejemplo), que nos hace sentir que hemos leído un relato, que se ha narrado.
 
Mirando de cerca, claro está, hay nombres que se repiten y situaciones a las que se alude, más o menos sutilmente, y los poemas –siguiendo la propuesta de “construcción de una sensibilidad” expuesta anteriormente– funcionan bien como desmenuzamiento de las situaciones emocionales en juego entre todos los personajes (y notoriamente hay uno o dos muertos, hay una pareja que se separó, hay una mujer que envejece), como si la primera parte del libro –digamos “de la novela”– esbozara el comienzo de un relato y las centrales lo viraran, lo rotaran o pusieran de cabeza o lo presentaran desde una perspectiva inusual y a la vez fértil (a la vez que lo prolongaran y detallaran).
Esa sensación de descolocamiento o de desemplazamiento (si se me permiten dos cuasi neologismos tan yuxtapuestos) trabaja en la misma línea que cierto extrañamiento convocado por la prosa (y los versos) de Ferreiro, prosa que resulta convincente (o funcional en sus propias y extrañas coordenadas, en lo idiosincrático de su escritura, en la sensibilidad construida por su lenguaje) pese a los momentos que, en otro contexto, nos harían sentir que estamos ante diálogos poco creíbles o irrupciones casi ridículas del narrador (como por ejemplo “Tuna y Lude cruzan miradas y complicidad: ¡cuánta molestia tener que interrumpir la charla!”, en la página 20 de Pavura). Los nombres de los personajes (Tuna, Bopal, Pinar en Pavura; Kyl y Hache en Todo lo quieto sueña moverse, además de calles como “Baljoner” y “Segundera”; Fauno, Shasha, Brield, Ginko en Portland, y la reiteración de Lude en estas novelas –y es tentador pensar, claro está, que se trata del mismo personaje–, del mismo modo que hay en Algo que flota un río llamado Tuna) trabajan en dirección de ese extrañamiento, que parece reforzar la artificialidad o estilización de las anécdotas construidas o, en última instancia, generar un territorio irreal, no del todo Montevideo pero a la vez muy Montevideo, una Montevideo sentida, digamos, de cierta manera especial. 
 
Leer Pavura, en última instancia, es ante todo una experiencia intensa –verbal, emocionalmente–, un libro que exige relecturas y abunda en hallazgos y felicidades, en miniaturas verbales. Y dejo como ejemplo, de la página 57, el verso memorable y extraño objeto verbal “en la arena la red araña”.

Publicada en La Diaria el 4 de diciembre de 2013


Comentarios

Entradas populares de este blog

Finnegans Wake, James Joyce (traducción de Marcelo Zabaloy)

César Aira, El marmol

Los fantasmas de mi vida, Mark Fisher