Oona y Salinger, Frédéric Beigbeder
En 1942
Salinger salió unas cuantas veces con Oona O’Neill, la hija del dramaturgo. Al
mismo tiempo le escribió a Oona unas cuantas cartas, trabajó en un crucero,
empezó a publicar cuentos en The New
Yorker y, finalmente, fue reclutado para combatir en la Segunda Guerra
Mundial. Estuvo activo durante el Día-D, la Batalla de las Ardenas y la Batalla
del Bosque de Hürtgen, y por esas mismas fechas conoció a Ernest Hemingway,
entonces corresponsal de guerra. Después de ser asignado a contrainteligencia e
interrogar a unos cuantos prisioneros, y
de estar entre los primeros que entraron al complejo de campos de concentración
de Dachau, Salinger volvió a Estados Unidos recién en 1946, tras trabajar en la
desnazificación y pasar un tiempo en un hospital psiquiátrico, aquejado de
fatiga de combate severa. A fines de la década descubrió el budismo y publicó,
entre otros textos, el inolvidable “Un día perfecto para el pez banana”. Oona,
mientras tanto, llevaba ya tres años casada con Charlie Chaplin.
En cuanto a la pareja O’Neill-Salinger no
hay en principio mucho más, pero con lo expuesto más arriba se arregló Frédéric
Beigbeder para escribir un libro entretenido, ameno y con no pocas páginas
sorprendentes. Oona y Salinger, publicado
originalmente en 2014 y en su traducción castellana este año, juega a la
biografía novelada, a la autobiografía (en la tradición del ensayo que nos
cuenta por qué su autor se interesa tanto por el tema en cuestión) y a la
reflexión sobre la guerra en Europa. De hecho, en torno a ese tema están sus
páginas más interesantes: en la 180, por ejemplo, arranca una sección titulada
“Lo que no se cuenta a los franceses sobre el desembarco”, que con ritmo
vertiginoso pasa revista a no pocas atrocidades de la guerra, entre ellas los
numerosos casos de violaciones en los pueblos liberados, los disparos a tropas
estadounidenses a cargo de algunas esposas de soldados alemanes y las
ejecuciones injustas de civiles francesas tomadas por francotiradoras, los
saqueos, los linchamientos, el racista proceso de “blanqueo” de la imagen de
las tropas estadounidenses y las de Leclerc (se dice que De Gaulle cedió a la
presión de los estadounidenses para que no se mostrara a ningún negro
participando de la liberación de París), la enorme cantidad de campos de
concentración franceses, de los que se habla poco y nada, etcétera.
A la vez, desde cierto punto de vista el
mayor problema con Oona y Salinger son
los diálogos ficticios, que en su peor momento parecen salidos de una comedia
tonta con Jennifer Anniston. Va un ejemplo:
–The Lovely Dead Girl at Table Six, es el título del relato que estoy escribiendo. Espero que me lo publique The New Yorker.–Estás loco.–Tambíen lo sé. ¿Tienes hambre?–Nunca.–¿Por qué yo?–¿Cómo?–¿Por qué me has elegido a mí? Tienes a todo Nueva York a tus pies.–Yo no te he elegido, me dejo hacer, que es distinto. No pongas esa cara. Y vuelve a besarme antes de que cambie de idea. (p.80)
Beigbeder, además, extrae de dos o tres
anécdotas una serie de conclusiones importantes o importantísimas (en general
sobre la materia de la que ciertos cuentos están hechos) que sin duda harían
sonreír a un experto en la vida de Salinger. Pero, de todas formas, aclara en
su libro que todo eso no es más que “facción” (empleando un neologismo
atribuido a la periodista Diana Vreeland, hecho de “fiction” y “facts”, es
decir “ficción” y “hechos”).
A la vez, juguetonamente, dice en su prólogo que “si esta historia no
fuera cierta, tendría una enorme decepción”. La actitud es válida, por
supuesto, y leído desde esas coordenadas oona
y Salinger es sin duda disfrutable, pese a lo peor de sus diálogos y pese a
la extraña costumbre de Beigbeder (que quizá da qué pensar en cuanto a cierta
literatura pop o periodística francesa) de incorporar en todas partes palabras
en inglés, no únicamente cuando la traducción parece difícil (lo cual evidentemente
tendría sentido) sino más o menos caprichosamente, como tantos “man”, “shit” y
“fuck” en los diálogos, que, además, contrastan con el tono medido y correcto
elegido por el traductor (o por el propio Beigbeder en francés). Insisto: algún
purista sin duda se ofendería ante las conclusiones y ante las extensas cartas
inventadas (hay apenas una “real” citada) o parafraseadas, pero leído como una
novela Oona y Salinger resulta
entretenida, y hay que reconocerle a su autor una escritura amena y fluida. El
libro, al final, vale la pena; se guarda, se presta, se recuerda con una
sonrisa, no se sufre mucho si el préstamo no vuelve.
Una versión más breve de esta reseña fue publicada el 2 de junio de 2016 en La Diaria
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