Las cosas que perdimos en el fuego, Mariana Enríquez



Era un placer quemar




Una primera mirada a Las cosas que perdimos en el fuego, el último libro de relatos de Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973), descubre dos cuentos que se perfilan con claridad y que, de paso, justifican con creces la compra del libro. Así, “La casa de Adela” y “Bajo el agua negra” parecen llamados a convertirse en nuevos clásicos del cuento argentino o rioplatense. Los dos son placenteramente incorporables al género “terror”  –desde el que es fácil leer la obra de Mariana Enríquez– y los dos ofrecen una clase magistral de narrativa. 
 
“Bajo el agua negra” reescribe la ficción lovecraftiana en el contexto de las villas de Buenos Aires y la contaminación del Riachuelo, con mutantes, iglesias profanadas, culto a dioses oscuros y un cameo de Yogh Sothoth y las letanías de los fieles de Cthulhu. Es posible, digamos de paso, recorrer todas las colecciones recientes de ficción lovecraftiana (Dark Wings of Cthulhu, New Cthulhu: The Recent Weird, Lovecraft’s Monsters, por nombrar sólo tres) y encontrar poquísimos cuentos al nivel del de Enríquez: alguno de Neil Gaiman, quizá uno de China Miéville y esa maravilla que es “The sect of the idiot”, de Thomas Ligotti, que en realidad cuenta ya con algunas décadas desde su primera publicación.
 
En cuanto a “La casa de Adela”, cabe leerlo como una reescritura del tópico de las casas abandonadas/encantadas y logra restituir a “Casa tomada” a la tradición del horror, de paso haciéndole alguna guiñada que otra al weird más reciente, desde el ya mencionado Ligotti a Clive Barker (“...se apilaban estantes de vidrio (…) llenos de pequeños adornos (…) objetos chiquitísimos de un blanco amarillento, con forma circular (…) –Son uñas –dijo Pablo (…) no dejé de mirar. En el siguiente estante (…) había dientes”, p.76). Su juego de revelaciones y anticipos, por cierto, funciona como una maquinaria perfectamente aceitada para lograr lo que se supone que esas estrategias deben lograr, es decir no sólo mantener clavada en la página la atención del lector sino instalarse en su imaginación y sensibilidad durante días enteros.
 
Ambos cuentos podrían publicarse por separado, en antologías o en revistas, y funcionar igualmente bien. Pero en el contexto del libro sus vínculos con los que los rodean son evidentes. Las formas en que quedan establecidas esas conexiones, además, son variadas; por ejemplo, si bien ninguno de los relatos es instalado en el mismo universo narrativo de los demás –en un sentido fuerte al menos, es decir a través de compartir explícitamente personajes e historias–, ciertas figuras recurrentes parecen sugerir una continuidad sin llegar a instalarla nítidamente. Así, el primer cuento, “El chico sucio” (en el que un niño de la calle y su madre adicta a la pasta base parecen involucrados en una serie de desapariciones de niños con fines rituales), establece la posibilidad de un mapa sobrenatural de Buenos Aires, que cuentos como el ya mencionado “Bajo el agua negra”, “Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo” y “El patio del vecino” (que retoma el tópico de la criatura demoníaca encerrada entre cuatro paredes por las artes de un no menos extraño dueño de casa) parecen poblar de criaturas tomadas del folklore, de las religiones afrobrasileñas y de otros sincretismos. Otros textos amplían la geografía expandiéndose por el territorio argentino e incluso paraguayo (“Tela de araña”, otro cuento con desapariciones inquietantes), de manera que cada uno de los relatos parece ofrecer un sector del mencionado mapa. 
 
Hay también pequeños detalles que funcionan para agregar ominosidad a lo narrado y se repiten en algunos cuentos; por ejemplo, aquí y allá encontramos alusiones a libros de medicina o anatomía, generalmente antiguos y abandonados por ahí, que parecen apoyar una lectura del libro que privilegia la noción de un cuerpo violentado (agredido, incluso quemado, como se verá más adelante), un cuerpo mutante (como en “Bajo el agua negra”) o aberrante, que desafía las pautas de lo normal o lo establecido y, por tanto, funciona como resistencia ante el poder.

Exploraciones
Leído el libro completo, además, parece asomar una suerte de enciclopedia del terror en tanto género literario/cinematográfico. Desde el registro sobrenatural de tema pagano a la The wicker man (película referenciada en el cuento “Los años intoxicados”) hasta el terror japonés (incorporado a “Verde rojo anaranjado) y la inagotable ficción weird lovecraftiana.
 
Hay también una sutil modulación del tono narrativo o, incluso, de los elementos “de género” (y para un libro cuyas protagonistas y/o narradoras son casi todas mujeres, la aclaración de que estamos hablando de “género narrativo” parece necesaria); así, muchos de los cuentos (“La hostería”, “Los años intoxicados”, “Fin de curso”, “Nada de carne sobre nosotras”) construyen una tensión inquietante entre la solución sobrenatural de la trama y una posibilidad de lectura realista/psicologista. A la vez, en aquellos en que esa barrera es superada y lo narrado ingresa de lleno en lo sobrenatural, Enríquez instala otra forma de tensión, esta vez entre lo fantástico inquietante/cotidiano y lo más abiertamente weird. En ese sentido, como ya fue dicho más arriba, ninguno de los textos del libro llega a establecer explícitamente una cartografía fantástica completa o un bestiario a la manera de los Mitos de Cthulhu (R’lyeh, Arkham, Carcosa, Innsmouth, Ulthar, Yuggoth; Cthluhu, Azathoth, Nyarlatothep, Shubg-Niggurath); eso queda apenas sugerido (por ejemplo en el posible mapa tenebroso de Buenos Aires o incluso Argentina), de manera que el lector espera la instalación definitiva del cuento en ese territorio sin obtener nunca esa satisfacción o desilusión (depende de desde dónde se lea, claro). En ese sentido, “Bajo el agua negra” es lo más lejos que llega Las cosas que perdimos en el fuego en su avance hacia lo weird. 
 
Los dos cuentos que siguen funcionan de la misma manera: como culminaciones, concentraciones o no-va-más de ciertas líneas temáticas del libro; en ese sentido, ninguno de dos cuentos que siguen a “Bajo el agua negra” ofrecen una clara lectura sobrenatural o fantástica, sino que más bien acumulan otras formas de significado. “Verde rojo anaranjado”, por ejemplo, expone más que ningún otro texto del libro esa noción de una “enciclopedia del terror”, listando tipos de fantasmas japoneses y metiéndose con la paranoia de la deep web. Por cierto, una de las ideas más sugerentes e inquietantes del libro está en este penúltimo cuento: la deriva o desaparición de la gente con la que se chateaba en el pasado.
 
El último de los relatos –y el que le da su título– es el que logra concentrar en su trama el mayor número de esos elementos en común o procesos que vinculan a los textos. Así, cuento tras cuento va perfilándose una exploración de la violencia perpetrada por los hombres contra las mujeres. Desde una falta total de empatía a modo de agresión (los esposos idiotas de “Tela de araña” y “El patio del vecino”), una identificación con el asesino serial incapaz de comprender la violencia ejercida (el protagonista de “Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo”), una violencia literal desde el poder político/policial (“Bajo el agua negra”, “Tela de araña”) y la heteronorma (“La Hostería”) y una respuesta femenina que rechaza el control sobre el cuerpo ejerciendo la violencia contra éste (“Nada de carne sobre nosotras”) hasta, a manera de concentrado de todas estas formas de agresión y vínculo con otros registros del libro (el del paganismo, el de las mujeres salvajes/ferales/brujas que huyen por los bosques y asoman en tantos de los cuentos), la quema de la mujer, tema llevado al paroxismo en el último de los cuentos del libro.
 
Es fácil pensar en leer estas conexiones como una manera de acercarse a la tremenda complejidad de Las cosas que perdimos en el fuego y, por tanto, a los múltiples niveles del (enorme) logro literario de Enríquez. Un libro como pocos, en otras palabras; sin duda hay por ahí novelas y compilados de cuentos recientes capaces de maravillar desde su prosa o incluso también desde su ingeniería narrativa; no sé, sin embargo, cuántos de ellos logran lo que Las cosas que perdimos en el fuego hace con aparente facilidad: quedarse dentro del lector, invadirlo, contagiarlo, mutarlo. En ese sentido, y en tantos otros, es un libro ineludible, imprescindible.

Publicada en La Diaria el 4 de julio de 2016

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