Contacto, Carl Sagan



Loving the alien. Extraterrestres: hay para todos los gustos. Están los que hablan en inglés con acento extranjero, incluso en sus propias naves cuando no hay humanos cerca, y de vez en cuando incluyen en su habla una palabreja que suena gutural o exótica: klakhnakh, h’nik*tt, cosas así. Y hay extraterrestres belicosos y beligerantes, hay extraterrestres comerciantes y usureros, hay extraterrestres coleccionistas, hay extraterrestres lógicos, fríos y perfectamente racionales, con su ADN –o lo que sea que usan de sustancia replicadora– fusionado con el código de la lógica aristotélica.

Lo inefable. Otros extraterrestres: océanos que se comportan como si tuvieran conciencia e inteligencia. Enjambres o colmenas colonizadoras habitadas por especies diversas, comensales, parásitos, simbiontes, inteligentes pero no conscientes. Entidades intraterrestres o intraplanetarias que encarnan procesos no subjetivos, nubes de gas interestelar, planetas completos de mente/colmena. La galaxia como entidad inteligente. El universo como una mente única y alien.

El ser y el alien. Se adivinan quizá dos paradigmas, a su vez ramificados y diversos. El primero dice que inteligencia y conciencia van de la mano, que por vivir en un mismo universo todos debemos compartir las nociones básicas que dan cuenta de la realidad física y que, por lo tanto, así sea del modo más basal, lógico y matemático, es posible comunicarse con los extraterrestres. El segundo dice lo contrario: sujeto, agencia, consciencia, inteligencia, complejidad y organización no necesariamente van juntos; después de todo, no hacemos sino pensar en la inteligencia como la conocemos por mirarnos el ombligo. Allá afuera –¿pero en última instancia quién o qué puede pensar el afuera?– las cosas pueden ser tan diferentes que, simplemente, no percibiremos a esos “seres” como “inteligentes” o a esas cosas “inteligentes” como “seres” en el sentido en que nosotros sentimos serlo.

Algoritmos complejos. Yuval Noah Harari en 21 propuestas para el siglo XXI repasa discretamente una idea que Nick Land esbozó en los noventa, cuando todavía trabajaba con el CCRU (Unidad de Investigación de Cultura Cibernética) en la universidad de Warwick: empecemos por separar inteligencia (la capacidad de resolver problemas) de conciencia. No hace falta que Skynet se “despierte” como en Terminator; la inteligencia sin conciencia ya está en Google y en Amazon, en sus algoritmos. La bolsa de valores ya no es regida por procesos humanos, por la subjetividad y la agencia inteligente y consciente que asociamos a la humanidad. Quizá ahí estén los primeros extraterrestres –aliens, mejor dicho– que salieron a nuestro camino.

Periférico. Carl Sagan no pensaba en estos términos. En 1979 –es decir, antes de Cosmos y su consagración definitiva para el gran público– escribió un guión cinematográfico junto a su esposa, Ann Druyan. La película no salió adelante, pero en los años siguientes Sagan convirtió el guión en una novela publicada finalmente en 1985, Contacto, cuya trama evoluciona a partir de un mensaje proveniente de las estrellas, detectado y descifrado por una astrónoma, Eleanor “Ellie” Arroway. El mensaje incluye los planos de una máquina y esta, finalmente, transporta a Ellie y a otros científicos a través de la galaxia, mediante túneles dispuestos allí por una inteligencia alien antiquísima que, entre otras cosas, acaso codificó mensajes en las pautas fundamentales de la matemática. Desde un radiotelescopio hasta la unimente.

Egipto y el espacio. Es decir: se puede entender. Ellie descifra el mensaje como Champollion descifró los jeroglíficos egipcios armado con lógica, perseverancia y la Piedra Rosetta, estela del período helenístico que incluye un texto en lengua egipcia antigua, escrito en jeroglífico y también en caracteres demóticos, más la traducción al griego; de la comparación entre las tres escrituras Champollion logró abrir el camino hacia la comprensión de los jeroglíficos. En la novela de Sagan la Piedra Rosetta es el universo físico y su código matemático: después de todo, ¿qué otra cosa podríamos tener con toda certeza en común con los extraterrestres?

En el espacio nadie te oye gritar. En Solaris, novela de Stanislaw Lem publicada en 1961 y llevada al cine en 1968, 1972 y 2002, las cosas no son tan fáciles o el mensaje tan optimista. El alien es un gran océano que cubre por completo el planeta del título, y no está claro que esté enviando mensajes o cómo son estos: hay una serie de comportamientos, digamos, que parecen cargados de sentido o significado, pero a lo largo de la novela nadie logra comprenderlos y, de hecho, no son pocas las páginas dedicadas a compendiar la “solarística”, o fallida ciencia dedicada a explicar qué es, en última instancia, ese océano. Lem diría que no hay en verdad un universo en común, que cada especie alien lo percibiría/construirá de maneras diferentes y que por tanto la comunicación no es posible, salvo que encontremos algo así como primos separados al nacer y/o que seamos también proyectos de ingeniería genética extraterrestre, como en Prometheus, de Ridley Scott. Pero en ese sentido lo verdaderamente alien siempre será incomprensible.

El fin de la infancia. Contacto plantea entonces cierto optimismo y cierta confianza en la razón, en la ciencia, la lógica y la matemática. No se trata ahora de discutirle esas ideas a Sagan, quien las convirtió en el eje de su vida intelectual, plena en aportes tan hermosos como la serie Cosmos o sus tantos libros de divulgación científica. Lo que vale la pena señalar, en todo caso, es que Contacto ilustra perfectamente tanto la dificultad como la validez en última instancia del método: no es fácil para Ellie, pero finalmente lo logra. El mensaje es descifrado y un nuevo nivel de complejidad en el mundo de los humanos queda inaugurado, un pasaje a la edad adulta interplanetaria (infancia, etimológicamente, remite a ser incapaz de hablar: en Contacto, la humanidad alcanza su madurez cuando aprende a hablar una lengua que no es la suya); al final, el universo es más complejo de lo que soñábamos, pero la razón también nos guiará, paso por paso, a través de las nuevas dificultades que vayan apareciendo. El mundo de Solaris, en cambio, es si se quiere “pesimista”: nos abriremos camino por el universo, quizá, pero allí no encontraremos nada que nos pueda hacer compañía. “El espacio no es sino un espejo en el que nos reflejamos”, dicen que dijo Lem: “no queremos mundos nuevos, queremos agrandar la tierra”. Entonces, el universo no sólo es misterioso sino esencialmente opaco: tarde o temprano nos toparemos con un callejón sin salida en nuestra comprensión, sea el océano de Solaris o la mente de una galaxia.

Dios es un matemático. Esto parece llevarnos a leer Contacto como una suerte de manifiesto saganiano a favor de la ciencia y la razón, como una novela en última instancia filosófica o epistemológica. La novela además reflexiona sobre la existencia de Dios (o sobre una entidad a la que podamos llamar Dios, o sobre qué es en última instancia lo que queremos decir cuando hablamos de Dios: no necesariamente uno personal, como el de las religiones monoteístas, ni una descomposición hiperbólica de lo humano, como en tantos panteones politeístas) y por tanto abre el debate sobre el futuro de la exploración espacial en relación a las más antiguas creencias religiosas o espirituales, que Sagan, a todos los efectos prácticos ateo y escéptico, trata con respeto e incluso, con la revelación final del libro, de manera conciliadora.

Ciudadano del cosmos. Sagan aparece entonces desde Contacto como una inteligencia amable y encantadora, humanista en varios sentidos posibles del término, que politiza la epistemología en su mensaje cosmopolita, ecuménico, tan manifestado en Cosmos (ver, por ejemplo, el hermoso capítulo sobre la biblioteca de Alejandría) como en la novela. Es decir: quizá haya una manera de politizar (y por tanto de volverlo relevante para nosotros y por fuera de los mundos ficcionales, en tanto compromete posturas filosóficas o existenciales profundas) la manera en que representamos a los extraterrestres, por aquello, entre otras cosas, de que la ciencia ficción siempre está hablando del presente y los problemas del presente, y Sagan propone a partir de ahí una suerte de espíritu humanista/iluminista a modo de alma luminosa de la globalización.

Sentido de la maravilla. Pero ante todo Contacto es una novela. En el contexto de la ciencia ficción, sin embargo, carece del impacto que pueda tener en relación a la obra de Sagan y a sus ideas. Los procedimientos y recursos que la animan, y su filiación con tradiciones del género, la colocan en un lugar cercano a cierto Arthur Clarke y quizá también a alguna zona de la obra de Theodore Sturgeon, sin que alcance el nivel de los libros fundamentales de estos últimos (La ciudad y las estrellas, El fin de la infancia, Más que humano, los cuentos de Regreso). En 1986 el gesto de alguna manera retro –ofrecer una ciencia ficción “clásica” en pleno auge del ciberpunk– podía resolverse cómodamente apelando a que Sagan era de alguna manera un outsider de la narrativa en general y la ciencia ficción en particular, al menos en tanto escritor; pero esto no implica restarle méritos a la novela, que logra lo que ese molde de ciencia ficción siempre se ha propuesto hacer, o sea maravillar. En ese sentido, la manera en que Sagan apunta a un universo ficcional más amplio (que luego no volverá a visitar) sin duda funciona y entrega secuencias de una gran belleza y expresividad, cuidadosamente seleccionadas para la reconstrucción propuesta por Zemeckis en su adaptación cinematográfica.

Ciencia y ficción. En tanto ciencia ficción clásica, es inevitable fijarse en la ciencia de Contacto, que incluye agujeros de gusano (en un tratamiento inspirado por las ideas del físico Kip Thorne, que años más tarde se involucraría con una tarea similar para la excelente Interstellar, de Christopher Nolan) y no pocos detalles sobre señales, criptografía y radioastronomía. Sagan, por supuesto, manejaba estos asuntos a la perfección, y esa soltura o confianza se deja sentir en la novela, mucho más lograda en su uso de conceptos científicos que, por ejemplo, la reciente El problema de los tres cuerpos, de Cixin Liu.

Géneros y subgéneros. Los paradigmas mencionados más arriba se han regenerado recientemente. El de la incomunicabilidad (el pesimista, digamos) encuentra una expresión renovada en el subgénero del new weird, que combina horror con disonancia cognitiva; un ejemplo de esto puesto al servicio de una trama que involucra lo extraño y lo alien puede encontrarse en las novelas de la trilogía Area X de Jeff VanDerMeer, cuyo primer volumen, Aniquilación, fue adaptado al cine. En su mundo ficcional los humanos no pueden comunicarse con los aliens ni los aliens con los humanos más allá de la réplica, de la imitación. Esta mecanización o destrucción del acto comunicativo (que también puede verse en las secuencias humorísticas de Dougie en Twin Peaks The Return, con su lado oscuro en uno de los presos encerrados en la comisaría del pueblo durante los últimos capítulos, incapaz de hacer otra cosa que reproducir los sonidos que escucha) replantea la relación entre consciencia, inteligencia y comunicación y nos hace volver a los textos esenciales de Nick Land, donde (“Barker Speaks”, por ejemplo) el problema de la búsqueda de inteligencia extraterrestre aparece replanteado de manera drástica. A la vez, en Aniquilación lo extraño es inquietante porque parece romper todas nuestras estructuras mentales. En la categorización propuesta por Mark Fisher en Lo raro y lo espeluznante, lo “weird” (que el traductor de la editorial Alpha Decay resolvió como el primer término del título) queda presentado como el efecto o impresión generado por algo que se nos ofrece como indudablemente presente y que sin embargo, en virtud de lo que tomamos por el orden del mundo y la naturaleza, no debería ser posible. En Aniquilación el horror ante las formas vegetales que remedan humanos o ante la desintegración de todo vínculo confortable con el dominio de lo humano es un ejemplo tan bueno de lo weird como de esa incomunicabilidad esencial que proponía Lem en Solaris.

Historias de tu vida (y otras). En cuanto al paradigma optimista, el de Sagan y de casi toda la ciencia ficción (que suele hacer del problema un mero asunto técnico, por ejemplo con la traducción automática que encontramos en el universo ficcional de Star Trek), un buen ejemplo reciente es la película Arrival, de Denis Villeneuve, en la que una lingüista y un matemático logran crackear el lenguaje de los aliens y entender sus mensajes. El giro de interés propuesto por esta película (y el de Contacto sin duda es su noción de una inteligencia que abarca el universo complete) está en la manera en que aprender el lenguaje alien ocasiona un cambio asombroso en las percepciones de la protagonista, que alcanza una percepción del tiempo que abarca pasado, presente y futuro en una suerte de simultaneidad. Es fácil ver una línea que comunica Contacto (novela y película) con Arrival (idem); sin duda quienes gustaron de la segunda gustarán de la primera y viceversa; en el fondo, ambas pueden ser leídas como variaciones sobre el tema de una comunicación posible: un modo de creer que, quizá, no estamos realmente solos en el universo.

Publicada en El Astillero de las Letras en noviembre de 2018


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