Recuerdos que mienten un poco, Indio Solari, Marcelo Figueras
Blues de la artillería
Hay un
segmento de Tsunami, un océano de gente, la
entrevista que le hiciera Mario Pergolini a Indio Solari en 2017, en que el ex
cantante de Patricio Rey y los Redonditos de Ricota se refiere a Blackstar, el último álbum de David
Bowie. Después de señalar que considera a este disco una “obra maestra”, Solari
añade que en “un reportaje” Bowie afirmó que él había querido toda su vida
“hacer eso” (se refiere al sonido experimental y weird de Blackstar) pero
que “siempre había sido David Bowie”. Pergolini aprovecha una pausa y pregunta
qué es lo que emociona de esa declaración, y Solari, con la voz algo quebrada y
después de un silencio notable, responde que “es una oportunidad muy especial,
la muerte, para librarte de tus compromisos y hacer lo que quieras”.
Hay un
contexto para esta afirmación: hacia la fecha de publicación de la entrevista
Indio ya había contado a sus fans de la enfermedad que lo aqueja, por lo que la
alusión a la cercanía de la muerte y al efecto de ésta sobre el arte y los
artistas en general, con todas las resonancias del “estilo tardío” que Walter
Benjamin (y también Edward Said) detectara en los últimos cuartetos para cuerda
(y otras tantas sonatas para piano, además de la novena sinfonía) de Beethoven,
resulta de alguna manera fundante para un significado último de cierta música.
Queda planteada una trayectoria digamos paralela a la de Bowie: cuando el
inglés supo que la muerte estaba a la vuelta de la esquina, señala Solari, se
desprendió de todas las rémoras de la identidad, del personaje público, de la
figura masiva, e hizo finalmente lo que siempre había querido hacer; el
corolario de esto es suponer que Solari hará lo mismo: en un álbum final o
dentro de los contornos de un proyecto más ambicioso que pueda incluir el
reciente Recuerdos que mienten un poco, su
libro de memorias, y también Escenas del
delito americano, la novela gráfica dibujada por Serafín que adapta
fragmentos y proyectos de El delito
americano, antiguo proyecto de Solari todavía no del todo concretado. Ante
el fin, digámoslo así, Solari recuenta su vida y termina de delinear su
personaje, quizá como quitándoselo de encima. ¿Lo hará para producir una fase
terminal de su carrera, un último disco, radical como lo fue Blackstar? No hay manera de saberlo. En
una de esas, sí.
Pero
hay más para decir sobre esta relación Bowie-Solari. Por ejemplo (o antes que
nada), que no hay tal “reportaje”. Bowie, en realidad, no concedió entrevista
alguna sobre el que sería su último disco
(publicado un par de días antes de su muerte), como tampoco lo había hecho
(con una única excepción, 42 palabras clave confiadas por Bowie al escritor
Rick Moody) sobre The Next Day, el
álbum de 2013 que significó su retorno después de diez años de silencio. ¿Por
qué Solari inventaría, entonces, una entrevista en la que Bowie declarase este
asunto de Blackstar como el álbum que
jamás se había atrevido a hacer y que pudo crear únicamente sabiendo que sus
días sobre este planeta llegaban a su fin?
La idea
de “recuerdos que mienten un poco”, subtítulo o título de su libro de memorias
escrito junto a Marcelo Figueras es una buena pista. Porque toda “vida” es una
ficción: basta con contarla, con ponerla en palabras, ordenarla, presentarla en
una sucesión lineal de causas y efectos, para volverla un relato ficticio. Del
mismo modo, toda descripción o caracterización de una “persona” termina
volviéndose un modelo o una versión posible de esa persona, cuya “realidad”
permanece inasible. Pero en el caso de Bowie esa ficción parece ascender a una
segunda potencia, dado que su propia carrera fue tramándose en términos de
personajes y ficciones; cada disco de Bowie, a partir de 1974 o 1975, parecía
llevar adosada (y en más de una ocasión lo hizo literal, explícitamente) la
idea de tratarse de una muestra del “verdadero Bowie”. Así, cuando fue
publicado Young Americans, Bowie se
encargó de señalar que todos los álbumes anteriores (en particular los dos más
rockeros, The Rise and Fall of Ziggy
Stardust and The Spiders from Mars y Aladdin
Sane) eran de alguna manera una impostura, una actuación. Él había actuado
el personaje del rockstar, es decir, y ahora –en 1975, con el sonido tan
diferente de Young Americans– estaba
por fin haciendo lo que siempre había querido hacer. Por primera vez, entonces,
estaba siendo “sincero”. Y esa sinceridad u honestidad pasaba por tocar soul,
entre otras cosas.
Esto
duró apenas unos diez meses, sin embargo. Para 1976, el álbum Station to Station hibridaba el sonido
soul con un funk metálico y un fondo prototechno germánico, a la vez que la
parafernalia americana cedía paso a un retorno estético a Europa; finalmente,
en 1977, Bowie (ya radicado en Berlín) señalaría que sus próximos discos serían los
más auténticos, libres de personajes y máscaras.
Pero,
claro, lo mismo diría en 1983, 1987, 1993, y así sucesivamente. La clave es que
no hay un “verdadero Bowie” sino una serie de ficciones, del mismo modo que no
hay una verdadera “identidad Bowie” distinta al cambio. Por tanto, la
afirmación de que cierta música jamás fue grabada porque estaba siempre primero
“ser David Bowie” es problemática además de apócrifa, y volvemos a preguntarnos
por qué señaló Solari tal cosa.
Una
respuesta digamos “sencilla” es que en realidad Solari no está hablando de
Bowie, o está hablando de Bowie para hablar de sí mismo. Este “Bowie” es,
entonces, un personaje creado por Solari a partir de un artista real que, a su
vez, creó diversas identidades provisorias de sí y, finalmente, cerró su
carrera con el disco más radical en décadas.
Solari habla de Bowie, concluyamos, para decirnos algunas cosas sobre
sus ideas, sus ambiciones, su filosofía. Y sobre la muerte que siente
inminente.
Otra
respuesta es que Solari podría estar de alguna manera “corrigiendo” a Bowie, y
perdóneseme el verbo un poco excesivo. Vos
en realidad siempre fuiste David Bowie, imaginemos que le dice (que tal
amonestación está implícita en la creación de la entrevista apócrifa), pero al final la muerte te liberó, y aunque
no lo hayas dicho nunca ni se lo hayas confiado a nadie, yo me di cuenta de lo
que te pasó porque a mí me está pasando lo mismo. Claro que esta es una
ficción creada por mí, y eso podría ser un inconveniente. ¿O no lo es? Quizá
sobre ciertas vidas sólo puede hablarse en términos deliberadamente
ficcionales. El propio Solari parece admitirlo: después de todo, a la hora de
dar cuenta de su vida aclara de antemano que va a mentir “un poco”. Pero, a
todos los efectos, “un poco” es como una gota de tinta muy densa en un frasco
de agua clara: al final todo quedará coloreado, imaginado, falseado: todo será
ficción.
En
alguna parte del extenso libro de memorias salta la tantas veces citada idea de
Rimbaud acerca de que el “yo es otro”, frase que podemos desdoblar en “nunca se
es uno mismo”. Si Solari es ahora el Solari que se desprende de su libro, de
alguna manera no es él mismo sino una ficción, del mismo modo que Bowie jamás
fue David Bowie (de hecho jamás fue David Jones, su “verdadero nombre”). Las
autobiografías tienen eso: son construcciones de una identidad y, por tanto, siempre son mentira. Necesitaríamos otro
texto para poner al lado de este y señalar diferencias y parecidos, si se
tratara de contrastar, de sopesar ficción y realidad. De alguna manera eso hizo
David Lynch en su propio proyecto autobiográfico, frente al cual el de Solari
parece algo blando o domesticado por demás (sorprendentemente para alguien como
Solari), algo convencional. En Espacio para soñar, entonces, Lynch
propone su propio relato de los hechos de su vida junto a la reconstrucción de estos por una periodista, Kristine
McKenna, y se advierte desde el comienzo que ambas narraciones van a diferir.
Solari, que también apela a un colaborador (Marcelo Figueras), hace una
advertencia comparable desde la tapa del libro, a la vez que no legitima el
relato alternativo ausente ni lo excluye del todo:
Esto no viene a echar luz ni a corregir lo dicho en otros libros que rondan mi experiencia vital. Más allá de que yo no comparta esas versiones que circulan (porque tienen el mismo valor que tendría un libro sobre los Beatles escrito por Pete Best –el baterista que no fue), este libro en particular es apenas mi versión respecto de la vida que me tocó en suerte. Por eso no puede ser interpretado como una verdad unívoca e incontrastable. (p.9)
Hay,
por supuesto, una buena dosis de astucia en juego aquí: Solari, una vez más,
como la representación de cierta astucia callejera, de cierta sabiduría de
zorro, hombre de la noche y de la calle. Para empezar, renuncia a la pretensión
de “echar luz” sobre –y “corregir”– las
biografías de su persona y su antigua banda que circulan por ahí; pero esto
asume, por supuesto, que todos sabemos que
su perspectiva al respecto es privilegiada: Solari pasa por ser, después de
todo, el cantante y compositor principal, ideólogo de la banda, como las
ochocientas y pico páginas de Recuerdos
que mienten un poco se encargan de establecer claramente. En ese sentido,
Solari empieza mintiendo: claro que su libro pretende corregir y echar luz; de
otro modo no depuraría la historia de su banda de aquellos falsos comienzos tan
señalados por otros biógrafos (la Cofradía de la Flor Solar específicamente) ni se esforzaría (y tan repetidamente) por
establecer que, desde su condición de letrista único, todo lo que hace a la
lírica de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota es, pues, obra suya. La única salvedad: si él
aclara que va a mentir (como lo hace el libro desde su título), entonces la solapada
pretensión de efectivamente echar luz o corregir queda de alguna manera
relativizada. Si Solari miente para corregir, entonces, es porque –como en
nuestra ficción sobre su relación con Bowie propuesta más arriba– él sabe más
que otros qué es o debe ser su ex banda más
allá de los hechos, en “espíritu”, pongamos, y entiende que se puede por
tanto ser amigo de la verdad, pero a la vez más amigo de Patricio Rey.
Después
deja claro que él no “comparte” esas biografías, y el verbo puede ser leído
de dos maneras: primero, en el sentido
de dar por ciertas, de validar esos
relatos de su “experiencia vital”, pero también en el sentido en que decimos
que no “compartimos” algo en nuestras redes sociales: no propiciamos que otros
lo reciban, que otros lo lean: no lo hacemos circular. No quedan sancionadas,
digamos, en modo alguno.
Y, finalmente, la perla del pasaje: la apelación a Pete Best (que aparece por primera
vez en las páginas iniciales de Fuimos
Reyes, la biografía de los Redondos escrita por Mario del Mazo y Pablo
Perantuono), el primer baterista de los Beatles, remplazado por Ringo Starr. Es
decir: si Best contara la historia de los Beatles lo haría ante todo desde afuera (con la excepción de los
días de Hamburgo y alguna cosa más hasta 1962) y con la amargura de no haber
estado allí. Si Solari equipara los relatos de todos los demás (es decir las voces implicadas en esas otras biografías
de la banda) a hablar desde afuera, lo que está diciendo es que su perspectiva
es no solo central sino de alguna manera la
única: sólo él habla desde adentro, porque él es el único que entiende de
qué se trata “en espíritu” Patricio Rey y sus Redonditos. A la vez, es cierto
que apelar al “valor” (Solari dice “tienen el mismo valor que tendría un libro
sobre los Beatles escrito por Pete Best”) parece matizar un poco la afirmación,
pero en última instancia la idea está allí: hay una perspectiva central y hay
otras marginales; y si bien lo que él va a decir no puede ser interpretado como
una verdad única y no es sino una “versión”, es la “versión” de alguien que
estuvo adentro, de alguien distinto
al “baterista que no fue”. Todo su libro, o la extensa porción de su libro que
remite a Los Redondos, es la construcción o verificación de ese lugar central,
de ese estar atravesado por la esencia de la banda (lo cual equivale a decir
que ha sido siempre él, Solari, quien produjo esa esencia).
Por
supuesto, hay que ser Skay o La Negra Poli (o cualquiera de los músicos más
recurrentes de la banda) para discutirle esto a Solari con cierta propiedad, y
lejos está de mis pretensiones presentarme como un “experto” en Patricio Rey y
sus Redonditos de Ricota o, incluso, como alguien que ha investigado seriamente
la historia de la banda de rock más grande del Cono Sur (¿o de habla hispana? dejo
la pregunta en el aire aunque tengo para mí muy clara la respuesta); sin
embargo, es llamativo que el propio Solari traiga a colación la idea de
“contrastar” lo dicho y a la vez señale que sólo su voz y su punto de vista son
realmente centrales a los hechos al mismo
tiempo que estipula que su historia (y por tanto la de los Redondos) sólo
puede ser evocada en base a mentir “un poco”. Es posible tomar todas las otras
biografías y contrastar los hechos aludidos por Solari para cribar de aquellos
que confirmen lo ya dicho aquellos que se opongan a la convención o a relatos
puntuales; pero, aun así, ¿cómo concluir que son los de Solari los falsos –o
los verdaderos? Cada fan de la banda tendrá su opinión al respecto, su
intuición mejor dicho, sobre los detalles sórdidos y los hechos escabrosos (las
causas de la separación, por ejemplo), pero lo cierto es que la “verdad” se
escapa siempre.
En
última instancia, ¿qué importa? Si no lo podemos saber, mejor dejémoslo en paz:
Solari, mentinos que nos gusta.
Después
está Recuerdos que mienten un poco en
tanto libro, sin que nos importe distinguir verdades de mentiras. Para empezar,
si algo logra esta biografía es establecer claramente la filosofía Solari, tributaria de la de la generación beat y su prolongación hippie, bajo la influencia de Aldous
Huxley, Rimbaud y los surrealistas (o, mejor, las pretensiones de los
surrealistas). Además de sus opiniones concretas sobre la televisión, los
medios masivos y la tecnología (todas, por cierto, bastante humanistas y algo
retro) Solari es una suerte de romántico tardío: un hombre que cree en gran
medida en la independencia individual (frente al “sistema”, a las
“corporaciones”, al gran “ellos” y los muchos marines de los mandarines), en ciertas
libertades personales, en cierta autenticidad, en cierta ética, en cierta
relación entre poderes e imperios y secretos y maravillas del mundo. Su
sensibilidad en tanto creador parece presuponer la noción de que el artista
“expresa” su mundo interior en la obra de arte, a la vez que esa ética recién
aludida lo obliga a desafiarse, a probarse en territorios en principio ajenos.
Quizá, a diferencia de Bowie (quien es mencionado en el libro tres o cuatro
veces, pero jamás de manera tan dramática como en la entrevista y casi siempre
junto a Peter Gabriel, también propuesto como artista de alguna manera ejemplar;
aunque me atrevería a arriesgar aquí que hay algo de impostura en las
apelaciones a Bowie, que en el fondo la sensibilidad de Solari y la del otro no
van bien de la mano), sea fácil ver en Solari un eje vital, un “yo” real mucho
más claro, una suerte de “esencia” incambiada, por emplear un término que me
resulta antipático.
De
hecho, Solari se presenta a sí mismo como el ideólogo de los cambios estéticos
o sonoros más importantes en la historia de Patricio Rey y sus Redonditos de
Ricota, pero también como aquel que garantiza la autenticidad de fondo: las
letras, es decir, quedan presentadas como el alma indudable de la banda (es de
lo que más se habla en los pasajes en que se analizan discos y canciones),
desplazando de ese lugar central a los aportes de otros integrantes o a las
diferencias de sonido, y aquí y allá Solari da un buen argumento a favor de
esta centralidad: ¿por qué será que él llena estadios con decenas de miles de
personas mientras que Skay apenas convoca a un par de miles en sus shows? Creo,
por cierto, que la pregunta es legítima y perspicaz.
No
faltará quien critique la “megalomanía” o los excesos del personaje que se ha
montado Solari en las últimas décadas, pero se piense lo que se piense al
respecto en términos de un deber ser (o un no
deber ser) y, por tanto una ética, es fácil convenir que el valor de su libro
de memorias ha de pensarse independientemente de esas cualidades de su
personaje o su persona; en ese sentido, las críticas más a mano señalan la aparente poca edición de la
que ha sido objeto el libro, que quizá podría haberse beneficiado de una serie
de recortes. Solari, es decir, repite anécdotas y símiles, no siempre de manera
constructiva, y no es difícil ver que su colaborador podría haber hecho un
mejor trabajo de poda o recorte, bajo la idea de afinar la propuesta y volverla
más intensa en tanto relato. Por otro lado, no se trata de que estas
repeticiones entorpezcan marcadamente la lectura o condicionen el disfrute:
antes de abrir el libro cualquier lector puede esperar que Solari abunde en
anécdotas fascinantes, y basta con pasar unas cuantas páginas para
encontrarlas, junto a no pocos aportes sobre las canciones y los álbumes, tanto
de la etapa solista como de la discografía de los Redondos. Es, posiblemente,
allí donde opera el goce de lector ante las memorias de Solari: nos sentimos
transportados a buena parte de la historia reciente de Argentina y el Río de la
Plata, al proceso de su música, su pensamiento y su política. O quizá más: Patricio
Rey y sus Redonditos de Ricota son el misterio más vibrante del rock
rioplatense, y el desplegar de ese misterio comporta una épica. El libro de
Solari, a pesar de sus pequeños defectos y sus quién sabe cuántas mentiras (o,
mejor dicho, a causa de sus quién
sabe cuántas mentiras) es la mejor aproximación en carne viva a esa épica. Y al
corazón de las tinieblas de ese misterio.
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