Un caracol al filo de la navaja: notas sobre horror y abstracción (parte 2)
[parte 1]
[11] El monstruo abstraído hasta la potencialidad
morfológica ilimitada no es exclusivo de la saga de Alien, por supuesto. Un ejemplo ilustre puede rastrearse hasta The Thing (1982) y todavía (como
veremos) más allá. En la película de John Carpenter encontramos una criatura
extraterrestre capaz de asimilar y replicar organismos vivos. En las escenas
más efectivas desde cierta idea de horror biológico, vemos a esta criatura
colapsar en formas diversas y evanescentes, en un proceso de mutación
desenfrenado. ¿Cuál es la forma “real” del monstruo? No lo sabemos: sólo que es
capaz de adoptar la de su presa. Del mismo modo operan las criaturas de la saga
de Alien, como hemos visto; y si se
dijera que, en última instancia, todos los xenomorfos y neomorfos que vemos
comparten ciertos rasgos (la ausencia de ojos, por ejemplo, excepto en el caso
del mamarracho final de Alien
Resurrection), cabe responder que la forma basal de la criatura, el limo
negro, carece de características visuales más allá de su color (o no-color, o
saturación del color, o residuo del color, o potencialidad del color, como en
la nigredo alquímica), del mismo modo
que no tiene otra forma que la de su presa o, mejor dicho, la del sustrato
sobre el que se replicará. Estos “monstruos sin forma” no necesariamente
repiten al “monstruo amorfo”, como
podría ser la criatura de The Blob (1958)
o el petróleo de Cyclonopedia (2008)
y “The black gondolier” (1964), sino que hacen de su forma última una
abstracción, casi una desmaterialización (si bien el sustrato es siempre material). Si pensamos a Skynet como el
verdadero “monstruo” en la saga Terminator,
o a las “máquinas” en la saga de Matrix
estamos ante un caso similar; de hecho, cuando el T1000 de Terminator 2 (1992) es averiado, su matriz morfológica recapitula las formas tomadas a
lo largo de su incursión por el pasado. ¿Cuál es la forma “real” del T1000, en
último caso?
[12] La idea de fines y medios, la idea de
herramienta, la idea de máquina, la idea de huésped, la idea de ser vivo: todas
están en juego en la abstracción del horror que venimos rastreando a un puñado
de películas y literatura. La criatura de la saga de Alien, después de todo, no tenía otro fin que su proliferación; en Prometheus, sin embargo, la sospechamos diseñada (aunque la
hipótesis de que fue creada por los ingenieros no pasa de eso: una hipótesis
propuesta por uno de los protagonistas) para servir un propósito, del mismo
modo que David interviene a la criatura en Alien:
Covenant para destruir a la humanidad. Sin embargo, en el caso de los
ingenieros, la máquina/herramienta se rebeló contra sus creadores y los
convirtió en huéspedes potenciales de su expansión autotélica. Se trata de la
vieja noción de la “sublevación de la herramienta”, replicada en tantos relatos
de robots (en última instancia las sagas de Terminator
y Matrix son un buen ejemplo: la
intervención política sobre la narrativa para evitar que redunde en este tipo
de ficciones es la creación, por parte de Asimov, de las leyes securocráticas
de la robótica, que preservan siempre lo humano y mantienen al robot anclado en
la herramienta) y que puede rastrearse también a relatos más vagos o míticos
como el del Aprendiz de Brujo (un circuito de retroalimentación positiva en
desenfreno corregido finalmente por una intervención política).
[12] Cabe argumentar que si la dicotomía
uno/muchos deja de aplicable cuando remontamos el río del horror abstracto,
también debería serlo, un poco más río arriba, la de lo mismo/lo otro, y a
cierto nivel, por tanto, dejaría de tener sentido distinguir entre “un”
monstruo específico (es decir, fuera de las condiciones específicas en que es
construido: tal o cual película, comic, novela, etc) y “otro”. Esta disolución
o colapso de la diferencia (y de la semejanza) equivale también a un colapso de
la narrativa, en tanto lo que distingue a un monstruo específico hasta cierto
grado de abstracción es precisamente su historia, su origen. En este sentido,
si lo que entidades como el limo negro de Prometheus
nos ofrecen es un comienzo narrativo y una razón por la que fueron creadas,
pronto su propia ontología peculiar alcanza (si se las lleva más allá de su
concreción residual) a abolir ese relato: un grado ulterior de abstracción en
el horror será la de criaturas que han transcendido su origen y que son ya más
(o menos) que lo que han devenido en ser, jamás idénticas a sí mismas, jamás
diferentes. A estas alturas del río, entonces, el aumento de la abstracción
trae aparejado un equivalente aumento de la disonancia cognitiva: hemos pasado
del horror materialista de ciencia ficción al weird.
[13] Esto acaso pueda dar cuenta (además de la
filogenia literaria, que no nos importa demasiado aquí) de los parecidos o las equivalencias entre buena parte de los monstruos cuya abstracción
rebasa la del o que podríamos llamar el umbral
enjambre. El mito del Aprendiz de Brujo y por extensión el de la
sublevación de las herramientas, entonces, encuentra una expresión
especialmente exitosa (en términos de viralización memética) en la novela En las montañas de la locura (1936), con su esquema básico reiterado en The Thing y Prometheus. En el relato de H.P. Lovecraft, una especie alienígena
que reside en la tierra primitiva crea a modo de herramienta multipropósito a
los “shoggoths” (o al shoggoth, si
empujamos a la entidad un poco más allá en dirección a la abstracción), que a
la hora de “materializarlos” podríamos imaginar (a cada uno de ellos/a todos
ellos/al shoggoth en sí) como un enjambre de nanoentidades cuyo comportamiento
emergente es manipulable mediante una forma de programación. Otra propiedad
emergente del enjambre es su plasticidad morfológica y télica, producto del
diseño original, y en la novela se nos cuenta explícitamente que los antiguos
ingenieros del shoggoth usaban a éste/estos para cualquier propósito, desde la
construcción de estructuras (ciudad shoggóthica) hasta la guerra (de hecho, la
vida terrestre aparece como una especie de subproducto de la actividad
shoggóthica sobre los antiguos continentes). Sin embargo, la herramienta se
subleva: su condición de medio para el mantenimiento y la expansión de la
civilización de sus creadores es subvertida a un fin en sí mismo, y el shoggoth
se viraliza como una plaga en un circuito de retroalimentación positiva que
sólo puede ser detenido mediante la intervención política de sus creadores, que
guerrean contra el shoggoth y eventualmente lo mantienen al margen, como una
enfermedad viral que no podemos erradicar del todo pero que al final nos dejará
vivir. Serán otras guerras, en última instancia, lo que debilitará a los
antiguos ingenieros y ocasionará que su sistema de inmunoseguridad se deteriore
lo suficiente como para volverse incapaz de contener la (cibernéticamente
inevitable) expansión del shoggoth: la novela de Lovecraft nos otorga la imagen
final de “un” (“él”) shoggoth persiguiendo a un par de humanos, y se las
arregla para sugerir que acaso la plaga shoggóthica fue contenida por un “mal”
(el “mal”, por supuesto, es la visibilización de la intervención política, en
tanto el shoggoth, en tanto cibernética pura, es el neutro de la política) que
reside más allá de las montañas y que los exégetas de Lovecraft han
identificado con alguna de las entidades más insondables de la mitología,
probablemente Yog-Sothoth.
[14] La complicidad de The Thing (que reitera hasta el escenario antártico) y Prometheus (que cuenta esencialmente la
misma historia) con la novela de Lovecraft es evidente, de modo que tiene tan
poco sentido distinguir al limo negro de los shoggoths como a estos del
monstruo de la película de Carpenter (tan poco sentido como decir que son “la
misma” entidad). Pero cabría detectar, en todo caso, un residuo último de
concreción o materialidad: terminemos imaginando al shoggoth como un enjambre
de nanoentidades y/o al limo negro como una alguna forma de fluido, ambas
opciones dan por sentada una materialidad y, por consiguiente, un emplazamiento
concreto en el espacio: el shoggoth, al final de En las montañas de la locura, literalmente persigue a los hombres, e incluso si lo imaginamos más
“proliferando” que desplazándose, de todas formas la entidad ocupa un lugar en
el espacio: está ahí y no está allá.
[15] No debería sorprendernos que basta con
recurrir a Lovecraft para encontrar un ejemplo de horror todavía más abstracto
que el enjambre shoggóthico. En “El color que cayó del cielo” (1927) la entidad
monstruosa es un objeto no-local, que no está específica, concretamente
emplazada en lugar alguno aunque su “influencia” tenga un efecto sobre la vida
vegetal y animal (y sobre la radiación electromagnética, de ahí el extraño
color “imposible” percibido por los personajes) en el interior de un contorno
más o menos dado, aunque no con verdadera precisión. De hecho, la entidad y su
influencia son indistinguibles; del mismo modo, tampoco somos capaces de
señalar una entidad física concreta en Annihilation
(2014, 2018) y sí una suerte de “espacio modificado” (similar a los “efectos”
de la zona en Stalker [1979]) que
sólo podemos percibir en su efecto sobre la vida con la que comparte cierto
lugar o lugares o extensiones o zonas en el espacio. Una vez más, la única
diferencia posible entre la entidad de “El color que cayó del cielo” y la de Annihilation es la construida por sus
narrativas de origen; una vez más, el despliegue de la entidad erosiona el
origen y lo vuelve irrelevante, por lo que, de hecho, ambas narraciones tienden
(no tanto la película basada en la novela de VanderMeer) a cierta ambigüedad en
cuanto a ese origen; se sugiere siempre una irrupción extraterrestre, bajo la
forma de un meteorito, pero opera también un quiebre entre ese momento concreto
en el espacio y el tiempo (el impacto) y el despliegue de la entidad y sus
efectos. Si el meteorito fuese un contenedor, una vez abierto toda materialidad
o especificidad desaparecen.
[16] En su ensayo sobre “El color que cayó del
cielo”, Anthony Sciscione acuña el término “horror sintomático” para referirse
a esta zona altamente abstracta del horror, “habitada” por entidades
inaprehensibles bajo las categorías kantianas de tiempo y espacio. De hecho,
incluso si se estipulara que no hay un juego con el tiempo en las ficciones de
Lovecraft y VanderMeer recién mencionadas, y únicamente uno con el espacio, una
extrapolación ulterior de la matriz conceptual de ambas (no importa que
cronológicamente se encuentre entre las dos) apunta a El resplandor (1980, 1977) como un ejemplo de horror abstracto o
sintomático en el que la entidad no sólo ha dejado atrás lo concreto y lo
específicamente espacial sino que, además, como queda expuesto en la escena
final de la película, con Jack Torrence retratado en una foto tomada décadas
atrás del presente de la narración, parece haber proliferado también en el
tiempo, contaminándolo o invadiéndolo en una suerte de acción retrospectiva. El
tiempo de El resplandor, según lo
evidencia su escena final, es una suerte de immer
schon heideggeriano en el que todo habrá ya de haber pasado siempre, igual
que las “presencias” alienígenas en “El color que cayó del cielo” y Aniquilación están en todas partes dentro de los contornos difusos de su área de
influencia (que, por otra parte, es presentada siempre como pasible de crecer,
en un remedo abstracto del tópico de la invasión alienígena o la terraformación
alien) y no ocupan por tanto un lugar definido en el espacio sino, más bien, todos los lugares posibles
[17] También este tipo de entidades de horror
instalan la demanda de una narrativa en términos de origen. Es fácil pensar,
por ejemplo que la fuente del mal en el Overlook de El resplandor está en algún cementerio indio profanado o similar;
de hecho, cuando la narración vuelve al origen en una pauta circular o una
suerte de ciclo conceptual cerrado, se suele apelar a la resolución y la closure de la tensión narrativa con una
maniobra que, a la vez, concretiza el origen: en otras palabras, si no fuese
efectivamente cierto que el “mal” que permeaba tal o cual casa embrujada tenía
su origen, su causa y su explicación en, pongamos, un cadáver amurado en el
sótano, aquel final que no muestre el apaciguamiento del espíritu o la
deposición de su influencia perniciosa no sería conclusivo y estaríamos ante
una narración del tipo “derrota de los protagonistas”, lo cual no es cierto
para buena parte del género de casas embrujadas y posesiones. Incluso si se
presenta una suerte de residuo irreductible en esa efectividad de la explicación
y el saneamiento de la casa embrujada, por el que “algo” permanece activo más
allá de la liberación de la tensión narrativa, ese “algo” podría de todas
formas ser explicado con una ligera expansión de las condiciones del origen que
apele a algo aún más abstracto: por ejemplo, si se propusiera que los espíritus
no quedaron del todo apaciguados porque en todo el tiempo que se mantuvieron
“en actividad” fueron contaminados por un “mal” más general. En cualquier caso,
la presencia de una explicación fuerte en términos de origen o causa termina
por hacer el efecto contrario a la erosión de la causa concreta que operaba en
las ficciones de entidades enjambre: saber que estamos ante la maldición de un
chamán o una bruja no hace al horror más abstracto sino, por el contrario, lo
pliega en un espacio más reducido y concreto, a la vez que lo diluye en una
tradición literaria (la de las ficciones de casas embrujadas o posesiones o
venganzas sobrenaturales) y lo inserta en una economía del lugar común y el
clisé (que es lo que pasa, en última instancia, con Hereditary).
[18] En rigor, las narraciones más interesantes de
este subgénero han de prescindir de una explicación clara en el sentido
señalado en el párrafo anterior. Una vez más, El resplandor es el ejemplo paradigmático, por más que sea
relativamente tardío en la tradición del horror sintomático, que ha de incluir a
la novela gótica al menos en tanto potencialidad no explicitada dadas ciertas
condiciones históricas de posibilidad. La tendencia a la no-explicación, por
llamarla de alguna manera, trama una solidaridad esencial con el weird en tanto literatura de la
disonancia cognitiva, lo cual podría postular de paso el establecimiento de una
suerte de nueva legibilidad (o éxito en términos de viralización memética) de
las ficciones en el extremo ultravioleta del horror abstracto.
[19[01]] Por ejemplo, la reciente Bird Box (2018). El punto de partida de nuestra lectura es, por
supuesto, que en ningún momento de la
película vemos a las criaturas en cuestión. De hecho, ya decir “criaturas”
es dar demasiado por sentado: residuo de la tendencia concretizante (hacia lo
monstruoso) del cine y la literatura de horror, razón por la cual Bird Box, con todos sus defectos, es
superior a A Quiet Place (2018),
donde las criaturas no sólo eran monstruos concretos sino que también eran
inanes o incluso problemáticos desde un punto de vista de ciencia ficción: una
buena regla del horror abstracto debería ser siempre no colapsarás tu argumento en ciencia ficción berreta.
[19[02]] Digamos que son criaturas. O digamos que no son
criaturas. El primer acierto de Bird Box es
que en efecto no importa. Los
personajes ven “algo” que les hackea la emotividad de manera tan terrible que
la única salida, como ante una depresión extrema instantánea, es el suicidio.
Es tentador leer ese elemento de la trama desde la idea de que no se trata de
que los personajes “vean” algo concreto, material, físico, sino de que una
suerte de “virus” está abriéndose camino por las mentes humanas. Esto, el
contagio, puede acontecer a través de actos verbales, de comportamientos, de
lenguaje gestual, de la manera en que operan los suicidios espontáneos: lo que
sabemos es que opera una situación de plaga o pandemia. Quizá se trate de una
suerte de invasión o contaminación que opera por encima del nivel individual,
en una suerte de “mente colmena” supraindividual humana. Las entidades divinas
o demoníacas que propone uno de los personajes a manera de explicación pueden
entenderse en esta línea, aunque en ningún momento la película sugiere que
debamos prestar más atención a esta hipótesis específica que a otras posibles;
incluso cuando entre los dibujos de uno de los que ha “visto” a las entidades y
sobrevivido en términos ya inhumanos encontramos una criatura similar a
Cthulhu, la explicación lovecraftiana se
trata de los Grandes Antiguos que han regresado y empiezan a aniquilar a la
humanidad es tan eficiente como problemática y tan problemática como
innecesaria; por tanto, se disuelve en el efecto weird de la película. Compárese esto con un final que nos revele
que “todo había sido producto de una maldición ancestral maya”, o chapucerías
por el estilo.
[19[03]] El segundo acierto de Bird Box es, precisamente, la manera en que trabaja por la complejización
de explicaciones como las recién esbozadas. Los personajes de la película, de
hecho, saben que no deben mirar incluso
en entornos donde no hay humanos que puedan transmitir el virus por actos de
lenguaje, comportamientos, gestos o sus suicidios: la influencia perniciosa, en
otras palabras, está en cualquier lugar
imaginable, incluso en los bosques remotos, lejos de la civilización. Como
en “El color que cayó del cielo”, una vez abierto el posible meteorito (que en
el caso de Bird Box no parece una
explicación especialmente plausible, deseable o necesaria), todo está potencialmente permeado por el
horror. Si se trata de los Grandes Antiguos, entonces, o de alguna deidad
primigenia y demoníaca, o de un virus que se propaga por la red de la
programación mental de la humanidad (es decir, más o menos lo mismo en las tres
opciones), la entidad o entidades en cuestión debe desmaterializarse lo
suficiente como para poder estar en todo
el mundo a la vez.
[19[04]] En cierto modo, el “monstruo” de Bird Box es la naturaleza en tanto weird. Lo único que vemos
consistentemente en la película en tanto signo de las posibles entidades es, en
efecto, el movimiento de los árboles o las hojas en el suelo de los bosques:
movimientos repentinos, agitaciones, remolinos, ramas que se mecen
violentamente. A manera de indicio, asegura a los protagonistas humanos que no deben mirar, que han hecho bien en no estar mirando. En última instancia nada físico persigue al personaje de
Sandra Bullock cerca del final: a lo sumo, el peligro era el deseo de mirar,
incluso cuando sospechamos que si ella lo hiciera se volvería uno de los
inhumanos o posthumanos vagamente malignos de la trama. En última instancia, eso que ha ocupado a la naturaleza
hackea a los seres humanos para volverlos otra cosa (que los humanos
sobrevivientes no-hacekados han de entender como maligna) o exterminarlos; el
que la película insista sobre los grandes espacios fuera de la civilización
como locus de su peculiar horror
parece a la vez insistir sobre lo terreno de la amenaza, en oposición a algo
surgido del espacio que invade la biósfera y subvierte el orden del mundo. Si
esas agitaciones de hojas y ramas son signos de otra cosa (entidades,
criaturas, virus mental, lo que sea), el significado en cuestión es tan vago o
abstracto que la única cosa material y concreta a la que aferrarse termina
ejerciendo en el lugar del significado erosionado: al final quizá el mal sea la
naturaleza misma, que ha vuelto. El
mundo se ha vuelto weird y nada de lo
humano sale con vida de su ámbito.
[19[05]] El residuo humanista de la película es la
sociedad de ciegos del final, que permite la recuperación de la humanidad de la
protagonista mediante el acto de dar nombre (individualidad, identidad) a los
niños y continuidad a su línea de replicación (en tanto confirmarlos sus
hijos); esta continuidad refuerza la de la especie humana por sinécdoque (en
tanto la parte por el todo) y a la vez por metáfora (en tanto la aceptación de
uno mismo en los hijos, en tanto imagen, concretiza la apertura del circuito
productor del individuo al del colectivo que lo integrará y sobrevivirá). Una
vez más, hay un nosotros (la comunidad de ciegos, reorganización no-visual de
la cultura y la civilización) y un ellos (los posthumanos, que la película no
presenta explícitamente en términos de viabilidad o sustentabilidad, a
diferencia de lo que queda sugerido en cuanto a la comunidad de ciegos), contra
un “fondo” o ámbito agreste, la naturaleza weird.
En última instancia, la idea de un
“retorno” de la naturaleza (previamente reducida a la insignificancia por la
civilización) produce a su vez una recuperación o retorno de lo humano, una
reproducción de la humanidad en un contexto weird.
La película no lo dice explícitamente, pero leída desde el humanismo que le
parece fundamental, habría una “esencia” de lo humano incambiada tras el
rebooteo o replicación. ¿Cómo podríamos imaginar Bird Box sin esta tara humanista? El futuro de la (post)humanidad
como una historia de horror abstracto.
[20] El tema subyacente del retorno de la
naturaleza reclama un contexto; la noción de antropoceno podría servirnos a
modo de punto de partida, y de esa manera pensar los procesos de desenfreno
vinculados al capitalismo. En The Matrix (1999) el agente Smith comparaba a la humanidad con
un virus (para después, en The Matrix
Reloaded [2003] y The Matrix Revolutions [2003] comportarse él mismo como tal), en
términos de esparcimiento, multiplicación, agotamiento de recursos y, en suma,
nula planeación a largo plazo en términos de sustentabilidad; el proceso de la
civilización y el capitalismo parecen fácilmente pensables en estos términos
virales, y de hecho el esquema de “revolución shuggóthica” encaja de la misma
manera, en tanto el capitalismo (y la civilización que construye como vector y
soporte) no esconde su potencial de inversión télica desde los medios (de
producción) a los fines (la multiplicación misma del capital). En el corto “The
Second Reinassance”, de The Animatrix (2003), la emergencia de la IA (“las máquinas”, en las películas; Skynet,
en la saga Terminator) es presentada
en estos términos, pero además es incorporado el tema humanista subyacente a la
producción de un sujeto: los seres humanos (como en Blade Runner [1982] y Blade
Runner 2049 [2017]) tratan a las máquinas como objetos (una vez más: ¿son una consciencia, una IA única, o son muchas? El ojo maquínico final de Matrix Revolutions es lo más cercano a
la concretización de una consciencia única) y otorgan a estas una razón para la
guerra, que sólo sería restaurada con el nivelamiento de la relación (o
desentierro del cadáver en el sótano) propulsado por el enemigo común, es decir
Smith. La saga Matrix es notoriamente
humanista: si bien en el mejor momento de The
Matrix Reloaded, y quizá de la trilogía completa, las palabras del
Arquitecto (nota al margen: es un lugar común señalar que no se entiende
absolutamente nada de ese parlamento, pero en realidad es asombrosamente claro
en su precisión) ponen en evidencia la producción de la “humanidad” en términos
de un circuito que incluye a las máquinas (éstas como un parásito que hackea al huésped y lo produce en
términos de realidad e identidad virtuales, procesando el componente de
inevitabilidad del colapso del simulacro y la subsiguiente revolución dentro de
un circuito todavía mayor, que produce a su vez la entidad, en tanto función,
del “elegido”) y es a su vez diseñado por estas, la rebelión de Neo (o residuo
último de lo inevitable), al no tomar por la puerta que le reserva el Arquitecto
para dar comienzo al rebooteo de la matriz, termina por producir una nueva
humanidad realmente empancipada,
capaz de restaurar la empatía y colaborar con las máquinas, que a su vez
restituyen el libre albedrío al permitir la desconexión de la matriz de quienes
prefieran el “mundo real”. En última instancia, la posibilidad de un tercer
plano de la realidad (el código dorado que percibe Neo al final de The Matrix Revolutions) esboza sin
explicitar un circuito de producción de significados todavía más amplio, pero
la idea del arco narrativo que parte de la humanidad, sigue en el capitalismo,
produce la IA, enfrenta a humanos y máquinas por la imposibilidad de que
aquellos empaticen con estas (las vean como sujetos, es decir, y no como
objetos: persistan en tratarlas como las herramientas que alguna vez fueron),
subyuga a los humanos a la IA y, finalmente, restaura, mediante Neo y una nueva
empatía, a la humanidad en tanto libertad fundamental, insiste en mantener
ciertas esencias de lo humano como en última instancia irreductibles, así sea
bajo la forma de ese componente residual de libertad que permite a Neo dar la
espalda al plan del arquitecto. Es interesante que el proceso de emancipación
final haya sido acelerado (además de por el componente de libertad en Neo) por
la presencia de un segundo virus replicador, ya no tanto el capitalismo y la
civilización sino el agente Smith. La oposición entre la empatía y la libertad
en tanto productoras de sentido (Neo) y la replicación ciega en tanto
cibernética pura (Smith) es el campo de batalla último (en más de un sentido)
de la película, y la explicitación de su residuo humanista.
[21] La visión de la replicación ciega en tanto
monstruo, instanciada en la oposición (“resistencia” es el término resignado e
inevitable en estos días) al capitalismo, produce la idea contrapuesta de la
respuesta igualmente monstruosa de la naturaleza vulnerada, equivalente a la
oposición, que atraviesa la populosa saga de Godzilla, entre un “monstruo bueno” y una serie de “monstruos malos”.
En Godzilla (2014) y su secuela
planificada para 2019, de hecho, se hace explícita la noción de un equilibrio
entre monstruos ancestrales que “retornan” debido a la depredación humana de la
biósfera. Si el proceso del capitalismo es la conversión de la biósfera en la
tecnósfera, la tierra, nos dicen ficciones como Godzilla, tiene sus maneras de defenderse; pero para hacerlo debe
instaurar un nuevo conflicto, y a la hora de alinearse por un nuevo bando u
otro la humanidad es vuelta a producir en términos de renovado respeto por el
ecosistema y etcétera.
[22[01]] La idea de respuesta monstruosa de la
naturaleza puede propiciar una lectura desde el horror abstracto de Distancia de rescate (2014). Si pasamos más allá de los hábitos
fantasticofóbicos alegorizantes de quienes prefieren leer esta nouvelle exclusivamente en términos de
la maternidad y sus miedos, la narración parece fácilmente incorporable al
subgénero del horror abstracto/sintomático, en tanto el “mal” que aqueja a los
niños va más allá de la hipótesis de lectura preliminar que lo atribuye a los
agrotóxicos, en particular al quedar sugerido que ese “mal” lleva allí más
tiempo que la agricultura: “Siempre estuvo el veneno”, leemos en la página 116,
como un eco de El Resplandor, y este
“siempre” cancela la posibilidad de asignar a la agencia humana (y al
capitalismo) un papel preponderante. Así, en ausencia de una materialidad
específica (así fuesen las moléculas de los agrotóxicos), el enjambre queda
diluido en una presencia que deforma las cosas, como en “El color que cayó del
cielo”.
[22[02]] Esa deformación permite además un segundo
pliegue de la nouvelle en tanto
horror, ya que entre los efectos que propicia está el que desemboca en los
niños intercambiados (el tópico del changeling
como punto de partida) que desaparecen/aparecen y ya son otros (como en
ficciones breves de Mariana Enríquez y Luciano Lamberti). De hecho, desde la
noción de intercambio de “mentes” o “almas” de los niños hasta la imprecisión
en términos de su número y posible agencia colectiva, Distancia de rescate habilita lecturas desde la idea de la posesión
y las entidades no numerables (“mi nombre es legión”), o incluso desde la
noción de mente-colmena. Dada la intervención de una suerte de sabiduría
primitiva o brujería a la hora de propiciar este despliegue de entidades o
posesiones, la oposición a la civilización en términos de capitalismo y
modernidad queda subrayada.
[22[03]] De hecho, el final de Distancia de rescate no ofrece una verdadera reafirmación de lo
humano en términos de voluntad ordenadora de las cosas; por el contrario,
diluye a la intervención humana en los caminos complejos de esa antigua
brujería que propicia la emergencia de la entidad colectiva de los niños
intercambiados. Quizá esa brujería, como los virus, bacterias y parásitos que
llevó Colón al Nuevo Mundo, finalmente hackearon a la humanidad.
[23] Tanto Distancia
de rescate como Bird Cage permanecen
en la abstracción del horror en términos del espacio, a diferencia de El resplandor (mejor dicho, del final de
El resplandor), que insinúa además
una suerte de contaminación o contagio del tiempo. Si se tratara de seguir
adelante río arriba, hacia la abstracción máxima, sería esa cancelación de
tiempo y espacio lo que habríamos de rastrear; del mismo modo, ciertas
tendencias humanistas (o simplemente de práctica consabida de la narrativa, en
términos de resolver las tramas con la debida closure) parecen ejercer persistentemente de agente de
concretización: o, lo que es en principio lo mismo, todos los recursos
narrativos que empujan en dirección a lo concreto terminan por alinearse con el
humanismo. Estas apelaciones a la resolución y al restablecimiento de lo humano
(en términos de la finitud, la individualidad, el libre albedrío y el sujeto) de
alguna manera podrían pensarse como movimientos que intentan diluir el horror
o, al menos, reducirlo a una versión más manejable, más concreta. Los monstruos
de carne y hueso, cabría señalar, asustan
menos, inquietan menos que los abstractos. El humanismo, entonces, como la
tendencia de la cultura a minimizar los horrores.
[24] Después de todo, y en términos posthumanistas
o antihumanistas, ¿no es el horror último reducirlo todo –immer schon, always already, desde siempre– al espacio de los
circuitos y los loops productores, el
espacio de la cibernética, de la presión del entorno en la selección natural de
Darwin, de las leyes de la termodinámica? ¿Esa visión que “nos” presenta como
algoritmos complejos, loops autorreferenciales,
circuitos de producción culturales? ¿Que hace de la vida un evento a lo sumo
peculiar en la dispersión del calor por el universo? ¿Qué destierra del
universo a todo fantasma en toda máquina, que borra la distinción entre
autómata y humano, que anula el significado en términos de producción? Si ese es el monstruo, entonces, y el
monstruo definitivo, entonces el monstruo, esta vez (como le dice Ripley a Newt
en Aliens), es real. O, mejor dicho,
es lo único real, y todo lo demás cuentos de hadas.
[25] El río serpentea hacia Camboya, hacia Kurtz.
El horror es tu amigo, dice el monstruo. Debes hacerte amigo del horror; de
otro modo es un enemigo a temer.
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