Un caracol al filo de la navaja: notas sobre horror y abstracción (parte 2)


[parte 1]

[11] El monstruo abstraído hasta la potencialidad morfológica ilimitada no es exclusivo de la saga de Alien, por supuesto. Un ejemplo ilustre puede rastrearse hasta The Thing (1982) y todavía (como veremos) más allá. En la película de John Carpenter encontramos una criatura extraterrestre capaz de asimilar y replicar organismos vivos. En las escenas más efectivas desde cierta idea de horror biológico, vemos a esta criatura colapsar en formas diversas y evanescentes, en un proceso de mutación desenfrenado. ¿Cuál es la forma “real” del monstruo? No lo sabemos: sólo que es capaz de adoptar la de su presa. Del mismo modo operan las criaturas de la saga de Alien, como hemos visto; y si se dijera que, en última instancia, todos los xenomorfos y neomorfos que vemos comparten ciertos rasgos (la ausencia de ojos, por ejemplo, excepto en el caso del mamarracho final de Alien Resurrection), cabe responder que la forma basal de la criatura, el limo negro, carece de características visuales más allá de su color (o no-color, o saturación del color, o residuo del color, o potencialidad del color, como en la nigredo alquímica), del mismo modo que no tiene otra forma que la de su presa o, mejor dicho, la del sustrato sobre el que se replicará. Estos “monstruos sin forma” no necesariamente repiten al “monstruo amorfo”,  como podría ser la criatura de The Blob (1958) o el petróleo de Cyclonopedia (2008) y “The black gondolier” (1964), sino que hacen de su forma última una abstracción, casi una desmaterialización (si bien el sustrato es siempre  material). Si pensamos a Skynet como el verdadero “monstruo” en la saga Terminator, o a las “máquinas” en la saga de Matrix estamos ante un caso similar; de hecho, cuando el T1000 de Terminator 2 (1992) es averiado, su matriz morfológica recapitula las formas tomadas a lo largo de su incursión por el pasado. ¿Cuál es la forma “real” del T1000, en último caso?

[12] La idea de fines y medios, la idea de herramienta, la idea de máquina, la idea de huésped, la idea de ser vivo: todas están en juego en la abstracción del horror que venimos rastreando a un puñado de películas y literatura. La criatura de la saga de Alien, después de todo, no tenía otro fin que su proliferación; en Prometheus, sin embargo, la sospechamos diseñada (aunque la hipótesis de que fue creada por los ingenieros no pasa de eso: una hipótesis propuesta por uno de los protagonistas) para servir un propósito, del mismo modo que David interviene a la criatura en Alien: Covenant para destruir a la humanidad. Sin embargo, en el caso de los ingenieros, la máquina/herramienta se rebeló contra sus creadores y los convirtió en huéspedes potenciales de su expansión autotélica. Se trata de la vieja noción de la “sublevación de la herramienta”, replicada en tantos relatos de robots (en última instancia las sagas de Terminator y Matrix son un buen ejemplo: la intervención política sobre la narrativa para evitar que redunde en este tipo de ficciones es la creación, por parte de Asimov, de las leyes securocráticas de la robótica, que preservan siempre lo humano y mantienen al robot anclado en la herramienta) y que puede rastrearse también a relatos más vagos o míticos como el del Aprendiz de Brujo (un circuito de retroalimentación positiva en desenfreno corregido finalmente por una intervención política).

[12] Cabe argumentar que si la dicotomía uno/muchos deja de aplicable cuando remontamos el río del horror abstracto, también debería serlo, un poco más río arriba, la de lo mismo/lo otro, y a cierto nivel, por tanto, dejaría de tener sentido distinguir entre “un” monstruo específico (es decir, fuera de las condiciones específicas en que es construido: tal o cual película, comic, novela, etc) y “otro”. Esta disolución o colapso de la diferencia (y de la semejanza) equivale también a un colapso de la narrativa, en tanto lo que distingue a un monstruo específico hasta cierto grado de abstracción es precisamente su historia, su origen. En este sentido, si lo que entidades como el limo negro de Prometheus nos ofrecen es un comienzo narrativo y una razón por la que fueron creadas, pronto su propia ontología peculiar alcanza (si se las lleva más allá de su concreción residual) a abolir ese relato: un grado ulterior de abstracción en el horror será la de criaturas que han transcendido su origen y que son ya más (o menos) que lo que han devenido en ser, jamás idénticas a sí mismas, jamás diferentes. A estas alturas del río, entonces, el aumento de la abstracción trae aparejado un equivalente aumento de la disonancia cognitiva: hemos pasado del horror materialista de ciencia ficción al weird.

[13] Esto acaso pueda dar cuenta (además de la filogenia literaria, que no nos importa demasiado aquí) de los parecidos o las equivalencias entre buena parte de los monstruos cuya abstracción rebasa la del o que podríamos llamar el umbral enjambre. El mito del Aprendiz de Brujo y por extensión el de la sublevación de las herramientas, entonces, encuentra una expresión especialmente exitosa (en términos de viralización memética) en la novela En las montañas de la locura (1936), con su esquema básico reiterado en The Thing y Prometheus. En el relato de H.P. Lovecraft, una especie alienígena que reside en la tierra primitiva crea a modo de herramienta multipropósito a los “shoggoths” (o al shoggoth, si empujamos a la entidad un poco más allá en dirección a la abstracción), que a la hora de “materializarlos” podríamos imaginar (a cada uno de ellos/a todos ellos/al shoggoth en sí) como un enjambre de nanoentidades cuyo comportamiento emergente es manipulable mediante una forma de programación. Otra propiedad emergente del enjambre es su plasticidad morfológica y télica, producto del diseño original, y en la novela se nos cuenta explícitamente que los antiguos ingenieros del shoggoth usaban a éste/estos para cualquier propósito, desde la construcción de estructuras (ciudad shoggóthica) hasta la guerra (de hecho, la vida terrestre aparece como una especie de subproducto de la actividad shoggóthica sobre los antiguos continentes). Sin embargo, la herramienta se subleva: su condición de medio para el mantenimiento y la expansión de la civilización de sus creadores es subvertida a un fin en sí mismo, y el shoggoth se viraliza como una plaga en un circuito de retroalimentación positiva que sólo puede ser detenido mediante la intervención política de sus creadores, que guerrean contra el shoggoth y eventualmente lo mantienen al margen, como una enfermedad viral que no podemos erradicar del todo pero que al final nos dejará vivir. Serán otras guerras, en última instancia, lo que debilitará a los antiguos ingenieros y ocasionará que su sistema de inmunoseguridad se deteriore lo suficiente como para volverse incapaz de contener la (cibernéticamente inevitable) expansión del shoggoth: la novela de Lovecraft nos otorga la imagen final de “un” (“él”) shoggoth persiguiendo a un par de humanos, y se las arregla para sugerir que acaso la plaga shoggóthica fue contenida por un “mal” (el “mal”, por supuesto, es la visibilización de la intervención política, en tanto el shoggoth, en tanto cibernética pura, es el neutro de la política) que reside más allá de las montañas y que los exégetas de Lovecraft han identificado con alguna de las entidades más insondables de la mitología, probablemente Yog-Sothoth.

[14] La complicidad de The Thing (que reitera hasta el escenario antártico) y Prometheus (que cuenta esencialmente la misma historia) con la novela de Lovecraft es evidente, de modo que tiene tan poco sentido distinguir al limo negro de los shoggoths como a estos del monstruo de la película de Carpenter (tan poco sentido como decir que son “la misma” entidad). Pero cabría detectar, en todo caso, un residuo último de concreción o materialidad: terminemos imaginando al shoggoth como un enjambre de nanoentidades y/o al limo negro como una alguna forma de fluido, ambas opciones dan por sentada una materialidad y, por consiguiente, un emplazamiento concreto en el espacio: el shoggoth, al final de En las montañas de la locura, literalmente persigue a los hombres, e incluso si lo imaginamos más “proliferando” que desplazándose, de todas formas la entidad ocupa un lugar en el espacio: está ahí y no está allá.

[15] No debería sorprendernos que basta con recurrir a Lovecraft para encontrar un ejemplo de horror todavía más abstracto que el enjambre shoggóthico. En “El color que cayó del cielo” (1927) la entidad monstruosa es un objeto no-local, que no está específica, concretamente emplazada en lugar alguno aunque su “influencia” tenga un efecto sobre la vida vegetal y animal (y sobre la radiación electromagnética, de ahí el extraño color “imposible” percibido por los personajes) en el interior de un contorno más o menos dado, aunque no con verdadera precisión. De hecho, la entidad y su influencia son indistinguibles; del mismo modo, tampoco somos capaces de señalar una entidad física concreta en Annihilation (2014, 2018) y sí una suerte de “espacio modificado” (similar a los “efectos” de la zona en Stalker [1979]) que sólo podemos percibir en su efecto sobre la vida con la que comparte cierto lugar o lugares o extensiones o zonas en el espacio. Una vez más, la única diferencia posible entre la entidad de “El color que cayó del cielo” y la de Annihilation es la construida por sus narrativas de origen; una vez más, el despliegue de la entidad erosiona el origen y lo vuelve irrelevante, por lo que, de hecho, ambas narraciones tienden (no tanto la película basada en la novela de VanderMeer) a cierta ambigüedad en cuanto a ese origen; se sugiere siempre una irrupción extraterrestre, bajo la forma de un meteorito, pero opera también un quiebre entre ese momento concreto en el espacio y el tiempo (el impacto) y el despliegue de la entidad y sus efectos. Si el meteorito fuese un contenedor, una vez abierto toda materialidad o especificidad desaparecen.

[16] En su ensayo sobre “El color que cayó del cielo”, Anthony Sciscione acuña el término “horror sintomático” para referirse a esta zona altamente abstracta del horror, “habitada” por entidades inaprehensibles bajo las categorías kantianas de tiempo y espacio. De hecho, incluso si se estipulara que no hay un juego con el tiempo en las ficciones de Lovecraft y VanderMeer recién mencionadas, y únicamente uno con el espacio, una extrapolación ulterior de la matriz conceptual de ambas (no importa que cronológicamente se encuentre entre las dos) apunta a El resplandor (1980, 1977) como un ejemplo de horror abstracto o sintomático en el que la entidad no sólo ha dejado atrás lo concreto y lo específicamente espacial sino que, además, como queda expuesto en la escena final de la película, con Jack Torrence retratado en una foto tomada décadas atrás del presente de la narración, parece haber proliferado también en el tiempo, contaminándolo o invadiéndolo en una suerte de acción retrospectiva. El tiempo de El resplandor, según lo evidencia su escena final, es una suerte de immer schon heideggeriano en el que todo habrá ya de haber pasado siempre, igual que las “presencias” alienígenas en “El color que cayó del cielo” y Aniquilación están en todas partes dentro de los contornos difusos de su área de influencia (que, por otra parte, es presentada siempre como pasible de crecer, en un remedo abstracto del tópico de la invasión alienígena o la terraformación alien) y no ocupan por tanto un lugar definido en el espacio sino, más bien, todos los lugares posibles

[17] También este tipo de entidades de horror instalan la demanda de una narrativa en términos de origen. Es fácil pensar, por ejemplo que la fuente del mal en el Overlook de El resplandor está en algún cementerio indio profanado o similar; de hecho, cuando la narración vuelve al origen en una pauta circular o una suerte de ciclo conceptual cerrado, se suele apelar a la resolución y la closure de la tensión narrativa con una maniobra que, a la vez, concretiza el origen: en otras palabras, si no fuese efectivamente cierto que el “mal” que permeaba tal o cual casa embrujada tenía su origen, su causa y su explicación en, pongamos, un cadáver amurado en el sótano, aquel final que no muestre el apaciguamiento del espíritu o la deposición de su influencia perniciosa no sería conclusivo y estaríamos ante una narración del tipo “derrota de los protagonistas”, lo cual no es cierto para buena parte del género de casas embrujadas y posesiones. Incluso si se presenta una suerte de residuo irreductible en esa efectividad de la explicación y el saneamiento de la casa embrujada, por el que “algo” permanece activo más allá de la liberación de la tensión narrativa, ese “algo” podría de todas formas ser explicado con una ligera expansión de las condiciones del origen que apele a algo aún más abstracto: por ejemplo, si se propusiera que los espíritus no quedaron del todo apaciguados porque en todo el tiempo que se mantuvieron “en actividad” fueron contaminados por un “mal” más general. En cualquier caso, la presencia de una explicación fuerte en términos de origen o causa termina por hacer el efecto contrario a la erosión de la causa concreta que operaba en las ficciones de entidades enjambre: saber que estamos ante la maldición de un chamán o una bruja no hace al horror más abstracto sino, por el contrario, lo pliega en un espacio más reducido y concreto, a la vez que lo diluye en una tradición literaria (la de las ficciones de casas embrujadas o posesiones o venganzas sobrenaturales) y lo inserta en una economía del lugar común y el clisé (que es lo que pasa, en última instancia, con Hereditary).

[18] En rigor, las narraciones más interesantes de este subgénero han de prescindir de una explicación clara en el sentido señalado en el párrafo anterior. Una vez más, El resplandor es el ejemplo paradigmático, por más que sea relativamente tardío en la tradición del horror sintomático, que ha de incluir a la novela gótica al menos en tanto potencialidad no explicitada dadas ciertas condiciones históricas de posibilidad. La tendencia a la no-explicación, por llamarla de alguna manera, trama una solidaridad esencial con el weird en tanto literatura de la disonancia cognitiva, lo cual podría postular de paso el establecimiento de una suerte de nueva legibilidad (o éxito en términos de viralización memética) de las ficciones en el extremo ultravioleta del horror abstracto.

[19[01]] Por ejemplo, la reciente Bird Box (2018). El punto de partida de nuestra lectura es, por supuesto, que en ningún momento de la película vemos a las criaturas en cuestión. De hecho, ya decir “criaturas” es dar demasiado por sentado: residuo de la tendencia concretizante (hacia lo monstruoso) del cine y la literatura de horror, razón por la cual Bird Box, con todos sus defectos, es superior a A Quiet Place (2018), donde las criaturas no sólo eran monstruos concretos sino que también eran inanes o incluso problemáticos desde un punto de vista de ciencia ficción: una buena regla del horror abstracto debería ser siempre no colapsarás tu argumento en ciencia ficción berreta.

[19[02]] Digamos que son criaturas. O digamos que no son criaturas. El primer acierto de Bird Box es que en efecto no importa. Los personajes ven “algo” que les hackea la emotividad de manera tan terrible que la única salida, como ante una depresión extrema instantánea, es el suicidio. Es tentador leer ese elemento de la trama desde la idea de que no se trata de que los personajes “vean” algo concreto, material, físico, sino de que una suerte de “virus” está abriéndose camino por las mentes humanas. Esto, el contagio, puede acontecer a través de actos verbales, de comportamientos, de lenguaje gestual, de la manera en que operan los suicidios espontáneos: lo que sabemos es que opera una situación de plaga o pandemia. Quizá se trate de una suerte de invasión o contaminación que opera por encima del nivel individual, en una suerte de “mente colmena” supraindividual humana. Las entidades divinas o demoníacas que propone uno de los personajes a manera de explicación pueden entenderse en esta línea, aunque en ningún momento la película sugiere que debamos prestar más atención a esta hipótesis específica que a otras posibles; incluso cuando entre los dibujos de uno de los que ha “visto” a las entidades y sobrevivido en términos ya inhumanos encontramos una criatura similar a Cthulhu, la explicación lovecraftiana se trata de los Grandes Antiguos que han regresado y empiezan a aniquilar a la humanidad es tan eficiente como problemática y tan problemática como innecesaria; por tanto, se disuelve en el efecto weird de la película. Compárese esto con un final que nos revele que “todo había sido producto de una maldición ancestral maya”, o chapucerías por el estilo.

[19[03]] El segundo acierto de Bird Box es, precisamente, la manera en que trabaja por la complejización de explicaciones como las recién esbozadas. Los personajes de la película, de hecho, saben que no deben mirar incluso en entornos donde no hay humanos que puedan transmitir el virus por actos de lenguaje, comportamientos, gestos o sus suicidios: la influencia perniciosa, en otras palabras, está en cualquier lugar imaginable, incluso en los bosques remotos, lejos de la civilización. Como en “El color que cayó del cielo”, una vez abierto el posible meteorito (que en el caso de Bird Box no parece una explicación especialmente plausible, deseable o necesaria), todo está potencialmente permeado por el horror. Si se trata de los Grandes Antiguos, entonces, o de alguna deidad primigenia y demoníaca, o de un virus que se propaga por la red de la programación mental de la humanidad (es decir, más o menos lo mismo en las tres opciones), la entidad o entidades en cuestión debe desmaterializarse lo suficiente como para poder estar en todo el mundo a la vez.

[19[04]] En cierto modo, el “monstruo” de Bird Box es la naturaleza en tanto weird. Lo único que vemos consistentemente en la película en tanto signo de las posibles entidades es, en efecto, el movimiento de los árboles o las hojas en el suelo de los bosques: movimientos repentinos, agitaciones, remolinos, ramas que se mecen violentamente. A manera de indicio, asegura a los protagonistas humanos que no deben mirar, que han hecho bien en no estar mirando. En última instancia nada físico persigue al personaje de Sandra Bullock cerca del final: a lo sumo, el peligro era el deseo de mirar, incluso cuando sospechamos que si ella lo hiciera se volvería uno de los inhumanos o posthumanos vagamente malignos de la trama. En última instancia, eso que ha ocupado a la naturaleza hackea a los seres humanos para volverlos otra cosa (que los humanos sobrevivientes no-hacekados han de entender como maligna) o exterminarlos; el que la película insista sobre los grandes espacios fuera de la civilización como locus de su peculiar horror parece a la vez insistir sobre lo terreno de la amenaza, en oposición a algo surgido del espacio que invade la biósfera y subvierte el orden del mundo. Si esas agitaciones de hojas y ramas son signos de otra cosa (entidades, criaturas, virus mental, lo que sea), el significado en cuestión es tan vago o abstracto que la única cosa material y concreta a la que aferrarse termina ejerciendo en el lugar del significado erosionado: al final quizá el mal sea la naturaleza misma, que ha vuelto. El mundo se ha vuelto weird y nada de lo humano sale con vida de su ámbito.

[19[05]] El residuo humanista de la película es la sociedad de ciegos del final, que permite la recuperación de la humanidad de la protagonista mediante el acto de dar nombre (individualidad, identidad) a los niños y continuidad a su línea de replicación (en tanto confirmarlos sus hijos); esta continuidad refuerza la de la especie humana por sinécdoque (en tanto la parte por el todo) y a la vez por metáfora (en tanto la aceptación de uno mismo en los hijos, en tanto imagen, concretiza la apertura del circuito productor del individuo al del colectivo que lo integrará y sobrevivirá). Una vez más, hay un nosotros (la comunidad de ciegos, reorganización no-visual de la cultura y la civilización) y un ellos (los posthumanos, que la película no presenta explícitamente en términos de viabilidad o sustentabilidad, a diferencia de lo que queda sugerido en cuanto a la comunidad de ciegos), contra un “fondo” o ámbito agreste, la naturaleza weird.  En última instancia, la idea de un “retorno” de la naturaleza (previamente reducida a la insignificancia por la civilización) produce a su vez una recuperación o retorno de lo humano, una reproducción de la humanidad en un contexto weird. La película no lo dice explícitamente, pero leída desde el humanismo que le parece fundamental, habría una “esencia” de lo humano incambiada tras el rebooteo o replicación. ¿Cómo podríamos imaginar Bird Box sin esta tara humanista? El futuro de la (post)humanidad como una historia de horror abstracto.

[20] El tema subyacente del retorno de la naturaleza reclama un contexto; la noción de antropoceno podría servirnos a modo de punto de partida, y de esa manera pensar los procesos de desenfreno vinculados al capitalismo. En The Matrix (1999) el agente Smith comparaba a la humanidad con un virus (para después, en The Matrix Reloaded [2003] y The Matrix Revolutions [2003] comportarse él mismo como tal), en términos de esparcimiento, multiplicación, agotamiento de recursos y, en suma, nula planeación a largo plazo en términos de sustentabilidad; el proceso de la civilización y el capitalismo parecen fácilmente pensables en estos términos virales, y de hecho el esquema de “revolución shuggóthica” encaja de la misma manera, en tanto el capitalismo (y la civilización que construye como vector y soporte) no esconde su potencial de inversión télica desde los medios (de producción) a los fines (la multiplicación misma del capital). En el corto “The Second Reinassance”, de The Animatrix (2003), la emergencia de la IA (“las máquinas”, en las películas; Skynet, en la saga Terminator) es presentada en estos términos, pero además es incorporado el tema humanista subyacente a la producción de un sujeto: los seres humanos (como en Blade Runner [1982] y Blade Runner 2049 [2017]) tratan a las máquinas como objetos (una vez más: ¿son una consciencia, una IA única, o son muchas? El ojo maquínico final de Matrix Revolutions es lo más cercano a la concretización de una consciencia única) y otorgan a estas una razón para la guerra, que sólo sería restaurada con el nivelamiento de la relación (o desentierro del cadáver en el sótano) propulsado por el enemigo común, es decir Smith. La saga Matrix es notoriamente humanista: si bien en el mejor momento de The Matrix Reloaded, y quizá de la trilogía completa, las palabras del Arquitecto (nota al margen: es un lugar común señalar que no se entiende absolutamente nada de ese parlamento, pero en realidad es asombrosamente claro en su precisión) ponen en evidencia la producción de la “humanidad” en términos de un circuito que incluye a las máquinas (éstas como un parásito que hackea al huésped y lo produce en términos de realidad e identidad virtuales, procesando el componente de inevitabilidad del colapso del simulacro y la subsiguiente revolución dentro de un circuito todavía mayor, que produce a su vez la entidad, en tanto función, del “elegido”) y es a su vez diseñado por estas, la rebelión de Neo (o residuo último de lo inevitable), al no tomar por la puerta que le reserva el Arquitecto para dar comienzo al rebooteo de la matriz, termina por producir una nueva humanidad realmente empancipada, capaz de restaurar la empatía y colaborar con las máquinas, que a su vez restituyen el libre albedrío al permitir la desconexión de la matriz de quienes prefieran el “mundo real”. En última instancia, la posibilidad de un tercer plano de la realidad (el código dorado que percibe Neo al final de The Matrix Revolutions) esboza sin explicitar un circuito de producción de significados todavía más amplio, pero la idea del arco narrativo que parte de la humanidad, sigue en el capitalismo, produce la IA, enfrenta a humanos y máquinas por la imposibilidad de que aquellos empaticen con estas (las vean como sujetos, es decir, y no como objetos: persistan en tratarlas como las herramientas que alguna vez fueron), subyuga a los humanos a la IA y, finalmente, restaura, mediante Neo y una nueva empatía, a la humanidad en tanto libertad fundamental, insiste en mantener ciertas esencias de lo humano como en última instancia irreductibles, así sea bajo la forma de ese componente residual de libertad que permite a Neo dar la espalda al plan del arquitecto. Es interesante que el proceso de emancipación final haya sido acelerado (además de por el componente de libertad en Neo) por la presencia de un segundo virus replicador, ya no tanto el capitalismo y la civilización sino el agente Smith. La oposición entre la empatía y la libertad en tanto productoras de sentido (Neo) y la replicación ciega en tanto cibernética pura (Smith) es el campo de batalla último (en más de un sentido) de la película, y la explicitación de su residuo humanista.

[21] La visión de la replicación ciega en tanto monstruo, instanciada en la oposición (“resistencia” es el término resignado e inevitable en estos días) al capitalismo, produce la idea contrapuesta de la respuesta igualmente monstruosa de la naturaleza vulnerada, equivalente a la oposición, que atraviesa la populosa saga de Godzilla, entre un “monstruo bueno” y una serie de “monstruos malos”. En Godzilla (2014) y su secuela planificada para 2019, de hecho, se hace explícita la noción de un equilibrio entre monstruos ancestrales que “retornan” debido a la depredación humana de la biósfera. Si el proceso del capitalismo es la conversión de la biósfera en la tecnósfera, la tierra, nos dicen ficciones como Godzilla, tiene sus maneras de defenderse; pero para hacerlo debe instaurar un nuevo conflicto, y a la hora de alinearse por un nuevo bando u otro la humanidad es vuelta a producir en términos de renovado respeto por el ecosistema y etcétera.

[22[01]] La idea de respuesta monstruosa de la naturaleza puede propiciar una lectura desde el horror abstracto de Distancia de rescate (2014). Si pasamos más allá de los hábitos fantasticofóbicos alegorizantes de quienes prefieren leer esta nouvelle exclusivamente en términos de la maternidad y sus miedos, la narración parece fácilmente incorporable al subgénero del horror abstracto/sintomático, en tanto el “mal” que aqueja a los niños va más allá de la hipótesis de lectura preliminar que lo atribuye a los agrotóxicos, en particular al quedar sugerido que ese “mal” lleva allí más tiempo que la agricultura: “Siempre estuvo el veneno”, leemos en la página 116, como un eco de El Resplandor, y este “siempre” cancela la posibilidad de asignar a la agencia humana (y al capitalismo) un papel preponderante. Así, en ausencia de una materialidad específica (así fuesen las moléculas de los agrotóxicos), el enjambre queda diluido en una presencia que deforma las cosas, como en “El color que cayó del cielo”.

[22[02]] Esa deformación permite además un segundo pliegue de la nouvelle en tanto horror, ya que entre los efectos que propicia está el que desemboca en los niños intercambiados (el tópico del changeling como punto de partida) que desaparecen/aparecen y ya son otros (como en ficciones breves de Mariana Enríquez y Luciano Lamberti). De hecho, desde la noción de intercambio de “mentes” o “almas” de los niños hasta la imprecisión en términos de su número y posible agencia colectiva, Distancia de rescate habilita lecturas desde la idea de la posesión y las entidades no numerables (“mi nombre es legión”), o incluso desde la noción de mente-colmena. Dada la intervención de una suerte de sabiduría primitiva o brujería a la hora de propiciar este despliegue de entidades o posesiones, la oposición a la civilización en términos de capitalismo y modernidad queda subrayada.

[22[03]] De hecho, el final de Distancia de rescate no ofrece una verdadera reafirmación de lo humano en términos de voluntad ordenadora de las cosas; por el contrario, diluye a la intervención humana en los caminos complejos de esa antigua brujería que propicia la emergencia de la entidad colectiva de los niños intercambiados. Quizá esa brujería, como los virus, bacterias y parásitos que llevó Colón al Nuevo Mundo, finalmente hackearon a la humanidad.

[23] Tanto Distancia de rescate como Bird Cage permanecen en la abstracción del horror en términos del espacio, a diferencia de El resplandor (mejor dicho, del final de El resplandor), que insinúa además una suerte de contaminación o contagio del tiempo. Si se tratara de seguir adelante río arriba, hacia la abstracción máxima, sería esa cancelación de tiempo y espacio lo que habríamos de rastrear; del mismo modo, ciertas tendencias humanistas (o simplemente de práctica consabida de la narrativa, en términos de resolver las tramas con la debida closure) parecen ejercer persistentemente de agente de concretización: o, lo que es en principio lo mismo, todos los recursos narrativos que empujan en dirección a lo concreto terminan por alinearse con el humanismo. Estas apelaciones a la resolución y al restablecimiento de lo humano (en términos de la finitud, la individualidad, el libre albedrío y el sujeto) de alguna manera podrían pensarse como movimientos que intentan diluir el horror o, al menos, reducirlo a una versión más manejable, más concreta. Los monstruos de carne y hueso, cabría señalar, asustan menos, inquietan menos que los abstractos. El humanismo, entonces, como la tendencia de la cultura a minimizar los horrores.

[24] Después de todo, y en términos posthumanistas o antihumanistas, ¿no es el horror último reducirlo todo –immer schon, always already, desde siempre– al espacio de los circuitos y los loops productores, el espacio de la cibernética, de la presión del entorno en la selección natural de Darwin, de las leyes de la termodinámica? ¿Esa visión que “nos” presenta como algoritmos complejos, loops autorreferenciales, circuitos de producción culturales? ¿Que hace de la vida un evento a lo sumo peculiar en la dispersión del calor por el universo? ¿Qué destierra del universo a todo fantasma en toda máquina, que borra la distinción entre autómata y humano, que anula el significado en términos de producción? Si ese es el monstruo, entonces, y el monstruo definitivo, entonces el monstruo, esta vez (como le dice Ripley a Newt en Aliens), es real. O, mejor dicho, es lo único real, y todo lo demás cuentos de hadas.

[25] El río serpentea hacia Camboya, hacia Kurtz. El horror es tu amigo, dice el monstruo. Debes hacerte amigo del horror; de otro modo es un enemigo a temer.

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