Anástrofe, Sandino Núñez

La catástrofe es el pasado haciéndose pedazos. La anástrofe es el futuro que se aglomera […] Los medios se atragantan con las historias del calentamiento global y la destrucción de la capa de ozono, el VIH, el sida, las plagas de drogas y virus informáticos, la proliferación nuclear, la desintegración planetaria de la administración económica […] el hundimiento del Estado Nación en su demencia terminal […] fisión, esquizofrenia, pérdida de control
Así comienza “Ciberpositivo” (“Cyberpositive”), ensayo escrito por Nick Land y Sadie Plant en 1992 y publicado en su versión final en 1995. Una parte especialmente significativa del texto caracteriza el término elegido para el título (que, en rigor, remite a una figura retórica difícilmente distinguible del hipérbaton) en relación a los procesos de retroalimentación positiva, no compensados, regulados o frenados y por tanto tendientes a la obliteración del sistema. En el contexto más amplio de la filosofía de Land, el capitalismo es pensado como un proceso de desenfreno ciberpositivo y lo obliterado es el “hombre”, ese sujeto fantasmático del saber de la ilustración y la modernidad. Desde su matriz deleuzo-guattariana (con Nietzsche, Bataille y Lyotard también cayendo en la performance sampleadora, hackeadora y remixadora), la modulación impuesta por Land a la cibernética de los flujos es ante todo antihumanista, como si hubiese pretendido depurar a El Anti-Edipo de todo rastro vitalista, bergsoniano, humanista. Sandino Núñez también habla del capital globalizado y globalizador como contagio, como propagación no subjetiva y maquínica; de ahí que la elección del término Anástrofe (Montevideo: HUM, 2020) como título de su reciente libro “sobre juegos, virus y locura” resulte al menos llamativa en relación a la obra (no citada en momento alguno) de Land. Por supuesto, no obstante, los parecidos terminan ahí. No es cuestión por eso de preguntarse si Núñez leyó efectivamente a Land y prefirió disimular esta lectura (es sabido que Land no goza de buena reputación entre los vectores del meme politizador de la vieja izquierda) amparándose en su conocido hábito de rehuir los buenos modales académicos, y no solo porque es a todas luces posible que jamás haya abierto el oriental los libros de Land sino porque, finalmente, es poco lo que une a Núñez con el británico exiliado en Shanghai más allá de las inevitables lecturas en común —de hecho, ambos emplean luminosamente el immer schon heideggeriano; en el texto de Núñez, incluso, la traducción siempre todavía (p. 90) parece denunciar la versión inglesa always already, tan usada por Land. En Anástrofe el humanismo es el carcelero inevitable del pensamiento: el capital siempre es el otro y toda propagación viral, maquínica, autorreplicante y asubjetiva queda por fuera de las fronteras tácitas de lo humano. Esto es abordado más cabalmente al final del ensayo (los énfasis en negrita son míos, tanto como la lectura que los vuelve sospechosos o sintomáticos):
Hoy, parece, comienza a notarse que lo que hace la fantasía ideológica es algo muy básico: huir de la sospecha aterrorizante de que en lo real, en el mundo y en nuestras vidas no hay sino funcionamiento. El funcionamiento, sabido es, es insensato, es decir, no narrativo: y si obedece a alguna forma de razón, esa forma traspuesta no es histórica, no es humana. Funcionamiento es el ruido insoportable de la evolución y el desarrollo, inexorables, incapaces de novedad alguna, guiados por una ley no histórica sino metabólica. Es el barullo del cuerpo que vive, el pulso o la pulsión de la vida misma […] Y ese ruido interminable y siempre idéntico a sí mismo, esa obstinación cíclica y eterna, es el ruido inhumano incomprensible que oímos al perder la razón (p. 142)
Convengamos que si bien “básico” admite la lectura de “simple, elemental” aquí es la primera acepción del término en la DRAE la que reclama atención: aquello que está en el fundamento, eso que nos constituye, por decirlo así. La oposición humano/inhumano desplegada en el texto citado subraya esto último: estamos ante lo fundamentalmente humano, en presencia de un refugio último contra esa “sospecha aterrorizante”. Núñez, acaso inadvertidamente, se pone más interesante (o desborda ligeramente los límites de su pensamiento) cuando roza lo lovecraftiano: la sospecha de que no hay a fin de cuentas otra cosa que “funcionamiento” es el horror de la filosofía (por usar la expresión de Eugene Thacker), y equivale a acercar nuestros oídos al pulso de la otredad más “inhumana”. Entonces, como en Lovecraft y sus lectores enloquecidos del Necronomicon, el contacto con ese otro-inhumano destruye la razón humana: somos abiertos por el afuera al momento preciso de comprender que no somos otra cosa que, precisamente, afuera. Cabe sospechar del texto de Núñez, sin embargo, un acercamiento a la cultura de la resistencia y su tic securocrático (estos invasores se llevarán todo lo que es nuestro; vigilemos sobre las murallas para repelerlos): todo el libro, de hecho, escrito en el semitono cínico-canchero que hace a buena parte de su obra, propone una quiet desperation floydiana, una resignada combatividad. Como Boecio ante la destrucción patente del orden que eventualmente fue llamado “antigüedad”, la consolación de la filosofía (“yo no hago caso”, como dice el narrador de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” recluido en tareas de traducción) al menos nos vuelve parte de ese happy few pretendidamente lúcido. La historia reciente de esa hiperstición llamada Occidente, convenido, es la de la pérdida de la posibilidad de dar significado al futuro, y el futuro por tanto pertenece a los otros, a los bárbaros: a Putin, a Trump, a Elon Musk, a “los chinos, que no son occidentales” (p. 13). Si Nick Land se abocó a la perspectiva “outside-in” como oposición a la correlacionista kantiana “inside-out” (es decir, en palabras de Land, a evitar el recurso de la ilustración y la modernidad por el que el afuera ha de pasar por los caminos del adentro y toda realidad queda conformada por las categorías del entendimiento), Sandino Núñez se instala cómodamente en el inside del humanismo occidental; sabe, por supuesto, que esa batalla está perdida, pero la filosofía, como a Boecio, podrá quizá si no consolarlo al menos hacerlo quedar bien. Evitar esta trampa es, por supuesto, el mayor desafío que debe enfrentar la izquierda si pretende dejar de ser vieja izquierda. Núñez planea sobre ese territorio consabido de la cancelación ballardiana del futuro, cuyo último avatar, hace ya once años, fue el (mencionado por Núñez, p. 43) Realismo capitalista de Mark Fisher, y por eso Anástrofe se limita a decir con pretendida elegancia lo ya sabido. Es cierto que buena parte del público de Núñez no tiene por qué saber que las reflexiones sobre el juego desplegadas en este libro ya habían sido propuestas por J. G. Ballard en Vermilion Sands (1971), tanto en los cuentos como en el prólogo (“no solo que nadie tiene que trabajar sino que el trabajo es el juego último, y el juego, el trabajo último”, tradujo algo toscamente Marcial Souto para la edición de Minotauro, 1993, p. 8) ni tampoco es necesario pensar que, una vez más, Sandino Núñez disimula la cita; de hecho, parece claro que dado lo ballardiano de los tiempos que vivimos o vivíamos (hasta la quema de la Amazonia o, de paso, a la pandemia por Covid-19) y su marca fisheriana de última entonación del meme del agotamiento del futuro (sobre este punto es imprescindible la teoría-ficción novelada Ballardianismo aplicado, de Simon Sellars), Núñez no hace otra cosa que retransmitir la sensación ambiente (es decir, a operar hipersticionalmente retroalimentando el proceso por el cual una ficción se vuelve “realidad”), mientras que un más sólido “diagnóstico” del presente requiere una reflexión más exhaustiva o la determinación de hacer algo más que predicar para los conversos. Es curioso, de todas formas, que la dispositio y la argumentación (es decir, los fuertes de Núñez) se ordenen en una lingo filosófica no exenta de snobismo: ni enteramente radical (como los textos de Land en los años noventa, los de Negarestani en los dosmiles o los de Thomas Moynihan o Amy Ireland en los últimos años) por su vértigo neologista y su prosa performática contra-académica, ni tampoco transparente (y por tanto poco apta para el snobismo) al lector no iniciado. La dedicatoria del libro a “mis alumnos”, por otra parte seguramente sincera o sentida, es una buena pista de esto: Sandino Núñez escribe para los que ya han transitado sus palabras y sus libros —no dice nada que éstos no esperen, o dice algo apenas un poquito más allá de lo ya reiterado para que sus lectores experimenten un ersatz o fake de la indagación filosófica. Es cierto, por supuesto, que toda filosofía es un fake o una modulación de un discurso (la teoría-ficción lleva esto a sus últimas consecuencias y lo expone de manera explícita; de ahí que la reciente deriva neohegeliana de Reza Negarestani pueda leerse como un pasaje de la teoría-ficción de Ciclonopedia a la filosofía “pura y dura” de Intelligence and Spirit, es decir el proceso de un pensador que de pronto deviene filósofo y reclama la sanción institucional a través de una modulación de su dialecto), una máquina lulliana de “pensar” o un algoritmo complejo no ajeno al del conocido experimento mental de John Searle sobre la “habitación china”, y por eso la escritura de Núñez es ante todo eso, escritura, un estilo bello, un guiño cómplice, una comodidad sancionada por el buen gusto: un mobiliario cargado de esos bibelots de inanidad sonora en una habitación cuyas vistas al afuera están cubiertas por cortinas rara vez accionadas por algo distinto al disgust xenofóbico (en sentido etimológico, por supuesto). Núñez, en última instancia, finge ser tan elegante como didáctico a la hora de referir a conceptos o temas consabidos para que sus lectores comprendan más rápido y con más placer lo que ya sabían. Soma Sandino, pero nada más. Mejor dicho, hay mucho más. Lo que está ahí es el cuerpo obeso del humanismo irreductible: la confianza gnóstica (y es interesante que Núñez comience su libro rimando en sordina las palabras de Amir Hamed en los hipergnóstizantes ensayos de Mal y neomal) en que, a pesar de todo, hay una resistencia posible (“alguien que cuida esa luz al final del túnel”, en las conmovedoras palabras de Hunter S. Thompson) porque, según se dice, el capital es eso que nos aliena de lo que somos en esencia. Admitido: Núñez no es un humanista ingenuo y su propuesta es más sofisticada (en al menos dos sentidos del término) que esta reducción algo brutal, pero el humanismo de la resistencia se apoya en una resignación cínica que, cuando es bien articulada en palabras, resulta ante todo cool. Núñez sabe que hay más de una vuelta que darle a ese asunto de “lo humano” y la alienación, pero su corazoncito está con “la querida revolución socialista de 1917” (p. 111) y, por tanto, no sólo siempre será político (en el sentido de creer que en efecto hay un sujeto capaz de intervenir en un proceso) sino que, además, cuando parece irónico en el fondo es sincero y cuando parece entusiasmarse con el impulso landiano (con referencias a lo undead incluidas) es todo lo contrario. Es curioso, en esta línea, que Núñez se permita bromear (pareciera que no sin cierto cariño, o con un cariño impostado) con los diarios o testimonios de la cuarentena escritos por pensadores como Bifo Berardi, ya que en el fondo no otra cosa es Anástrofe. No me refiero a la apelación a una suerte de oportunismo editorial (como si tuviera valor pensar que hay cosas más “profundas” o “íntimas” o “auténticas” u “honestas” sobre las que escribir) sino, simplemente, a que el ensayo de Núñez no es, en el fondo, otra cosa que una suerte de filosofía periodística propuesta desde cierto lugar común concebible de la opinión pública en el entorno generacional de los boomers o los más viejos y “endurecidos sin perder la ternura jamás” de los Gen X formados en las humanidades: pero, en rigor, sobre Covid-19 no dice absolutamente nada que no esté ya agotado en la repetición mediática en loop denunciada (cínicamente, ya que atribuirle ingenuidad a Núñez es insultarlo y no es ese el objetivo de estas líneas) más o menos passim. El virus, después de todo, no puede ser otra cosa que un agente del afuera (no es vida, no es un organismo, no es tecnología en un sentido humanista, no es un sujeto, no es otra cosa que replicación, no es una agencia), pero el discurso nuñeciano —eminentemente correlacionista— es incapaz de referir a otra cosa que al adentro de su institución, su disciplina, su lingo y su horizonte humanista: el virus es invisible para Núñez, del mismo modo que queda expuesta su incapacidad para comprender los reality shows en general y Master Chef en particular (de hecho parece creer que este programa guarda algún tipo de relación con la gastronomía, lo que equivale a pensar que El precio de la historia tiene también algún tipo de relación con la historia) por fuera de la reacción refleja letrada. En rigor nunca fuimos humanos, y por eso describir al viejo humanismo en términos de autómatas absurdos y no-muertos parece tan fácil como imputarle tentáculos cthúlhianos a esa nostalgia algo cínica, algo dandiesca, quizá inocua pero a la vez también perniciosa (en el sentido de que en efecto aleja todavía más a “las izquierdas” de un pensamiento del futuro que se vuelve indispensable, incluso si esto implica prestar atención a esos “bárbaros” como Elon Musk y su reboot en curso de la Era Espacial clausurada hace unos cuantos años por el ya aludido Ballard) que retiene a Núñez en el lado de acá de nuestro tiempo. “Rasca y encontrarás pornografía”, dicen que decía Mallarmé de sus sonetos; en Anástrofe es acaso “rasca y encontrarás parálisis” (en el sentido joyceano del término) o “rasca y encontrarás amarga nostalgia”. El humanismo, como la Coca Cola ochentera, es así.

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