The haunting of Bly Manor, casas embrujadas

  

Todos recordamos el comienzo del Manifiesto Comunista y su fantasma que recorre Europa, pero vamos a empezar ahora por la traducción al inglés, en la que aparece el verbo haunt: a spectre is haunting Europe. Haunt, como en una haunted house, o “casa embrujada”, incluso “casa encantada”. El haunteo es, entonces, cosa de fantasmas, la casa del fantasma y, vuelto relato, la caza del fantasma; si superponemos las traducciones al inglés y al castellano, entonces, lo que emerge es la idea de una traslación.

Porque el fantasma se mueve, recorre Europa, arrastra cadenas, deja huellas de barro, hace caer los floreros de la casa y al hacerlo la encanta, la embruja (es cierto que, en español, la intromisión de las brujas proyecta una suerte de agencia específica: la perturbación delata la presencia anterior de esa mujer mala que embrujó).

Buena parte de las ficciones de casas embrujadas presentan al fantasma como una perturbación del espacio doméstico, una propiedad de ese locus específico, y así la casa embrujada aparece como el lugar donde se manifiestan (y trazan su recorrido) las entidades entendidas como fantasmagóricas, demoníacas o inhumanas. En su grado mínimo de weird o abstracción, el fantasma ejerce su influencia sobre la casa y sus habitantes como parte de un proceso de retribución o incluso venganza. Lo primero, aquí, es la historia del fantasma, eventualmente sacada a la luz. Además, el esquema clásico de las ficciones de casas embrujadas suele proponer una solución que salvaguarda al menos a uno de los sujetos humanos implicados; para sobrevivir, para salir más o menos inerme de la casa embrujada, hay que sacar la historia a la luz, dar con el “origen del mal” y por tanto liberar al fantasma de su compulsión al haunteo. Expuesta la verdad, casi siempre un acto de violencia esencialmente injusto, el fantasma es aplacado (como Atenea cuando depone las armas, como las Erinias cuando devienen Euménides al final de la tragedia de Esquilo) y la casa es saneada. Este esquema de “final feliz”, sin embargo, se volvió rápidamente un mecanismo productor de horror deficiente, y si bien todavía es empleado –generalmente por ficciones de corte humanista o humano-securocráticas que intentan presentar la noción de una “fuerza” o una “voluntad” humana capaz de medirse y salir airosa contra todos los males–, su modulación más exitosa es la del final abierto/sorpresa que nos confronta con un residuo, con algo en la casa que persiste, a veces bajo la forma de un mal nuevo, localizado por ejemplo en el proverbial sótano/ático o en el no menos proverbial fondo de los espejos.

En última instancia, la casa siempre pudo haber albergado más fantasmas, llegado el momento no aplacados, o quizás el fantasma original sólo fue aplacado en apariencia. Esta última posibilidad es especialmente productiva a la hora de generar horror (y remontar la escala weird/abstracción), ya que erosiona la equivalencia entre el haunteo y la puesta en evidencia de la historia de violencia pasada. Quizá esto último no es suficiente, podemos pensar; quizá la exhumación de los restos o el saneamiento del cementerio indio han llegado demasiado tarde. Por supuesto, no son pocas las ficciones de casas embrujadas en las que la exposición de la historia o el saneamiento en cuestión no son posibles: en el caso del Overlook de The Shining uno no sabría por dónde empezar, del mismo modo que en The House of Leaves, simplemente, no emerge con claridad relato alguno. Quizá podamos pensar en un gradiente de emergencia de relatos, o de configuración de relatos posibles. ¿Dónde pensar, por ejemplo, “La casa de Adela”, de Mariana Enríquez?

Es cierto que en algunos casos la influencia viene de un afuera concebible. En “Casa tomada”, por ejemplo, habría un estado pre-encantamiento de la casa y una irrupción marcada como un evento singular en el espaciotiempo. Esa presencia que “toma” la casa, sin embargo, ¿de dónde viene? ¿De alguna parte distinta a la casa, un afuera? ¿O es de adentro? El cuento, que persigue la apertura de significados típica del relato fantástico, deviene una matriz de lecturas posibles, de la que no es posible extirpar la idea de que las presencias provienen de la misma casa, como si hubiesen sido de alguna manera exhumados o desenterrados. En Defacing the Ancient Persia, Hamid Parsani introduce el concepto de “artefacto xenolítico” para referirse a máquinas de guerra y agencias inhumanas tanatotrópicas que son en efecto desenterradas: el ídolo de Pazuzu de The Exorcist es un ejemplo tan evidente como el monolito lunar de 2001: una vez entran en contacto con el aire de la superficie o la luz del sol, los artefactos xenolíticos proceden a hacer guerra a los límites de los sujetos humanos, para así abrirlos (en canal) al afuera. Esto, por supuesto, parece el reverso exacto del saneamiento de los restos problemáticos y, por tanto, de la llevada a la luz del relato del fantasma; si en las ficciones más “clásicas” de casas embrujadas desenterrar el cuerpo del delito apacigua al fantasma (o lo dispersa), en los relatos de artefactos xenolíticos sucede lo contrario: la exhumación es el origen del mal.

Entonces, ¿y si fuera la casa la que produce el fantasma, y no el fantasma el que hauntea la casa? ¿O si se tratara de una suerte de circuito de retroalimentación positiva? Esta posibilidad nos permite de alguna manera explicar el residuo, ya que incluso si el fantasma es presentado en términos de un origen (el cuerpo amurado, la profanación de reliquias, etc), y si esa violencia originaria es saneada, la casa sigue ejerciendo su influencia (porque en última instancia la casa devino esa influencia) y, por tanto, el fantasma en tanto perturbación abstracta (en oposición a ese fantasma concreto con una historia específica) no desaparece. Estos fantasmas residuales o sedimentados, es decir, no equivalen a su propio relato, pero pueden ser incorporados a un devenir o proceso. La casa ejerce una influencia pareja al tiempo: produce fantasmas en sucesión o superposición, y dar cuenta de uno de ellos simplemente deja paso a otros. Es más: como los disintegration loops de Basinksi (¿y no hay algo ambulatorio en un loop, un sonido que recorre un bucle de tiempo?), el tiempo los borronea, desgasta y finalmente aniquila.

Quizá esto último requiera una exposición más detallada. En Ubik (Philip K. Dick, 1968) los muertos persisten en una semivida producida tecnológicamente, pero en ese territorio postmortem sus energías merman en la medida en que son convocados, en que son llevados a hablar. El acto del lenguaje los erosiona y debilita: concebiblemente, llegará el tiempo en que puestos a hablar sólo produzcan ruido. Este equivale a un momento de muerte definitiva: como en el proceso de la demencia senil, al final ya no queda indicio alguno de quien se fue en la entidad espectral que se llegó a ser. El fantasma, así, es más un proceso que un estado específico: se es el dejar de ser lo que se fue, como una fotografía que se desgasta por el contacto con la luz y el aire, perdiendo los colores, confundiéndose las formas, borroneándose las imágenes. ¿Quién es esa persona en el segundo plano? Quizá lo recordábamos, hasta hace no tanto, pero ahora tenemos la foto en nuestras manos y no podemos identificarlo. Un primo, una tía, quién sabe quién. Un fantasma. Pero en última instancia, ¿por qué prescindir de la analogía con las fotos para pensar los recuerdos? No sólo porque buena parte de los recuerdos de quienes nacimos avanzado el siglo veinte son en rigor recuerdos de fotos, sino porque es concebible el desgaste, el borroneo de la imagen original. La mezcla del deseo y la memoria engendra fantasmas. ¿Esto equivale a decir que toda memoria es una memoria haunted, encantada, embrujada? ¿A postular en nosotros el recorrido de esos fantasmas? En el ciclo Everywhere at the End of Time, de The Caretaker, los recuerdos sonoros de una persona con demencia senil se derriten, se confunden y colapsan: pasamos de destellos de música de ballroom (como en An Empty Bliss Beyond this World) a noise, pasando por ambient y dark ambient, en el proceso de una conciencia que deviene fantasmal: si nos hacemos desde la memoria, cuando nuestros fantasmas ya se han borrado no hay quien podamos ser.

 Pero volvamos a Ubik: la semivida es una ecología en sí misma, con entidades que compiten por el sustento o la energía. Así, las entidades debilitadas son fácilmente presa de fantasmas más persistentes y “fuertes” que los fagocitan. En tanto sistema, la semivida de Ubik es un proceso cuya configuración emergente es una estructura piramidal, con un predador ápex en su cima y los despojos de entidades menores por debajo, todavía en vías de asimilación, deformadas, mutadas, vueltas fantasmas que van despojándose de todo contacto con la entidad humana “real” que les dio origen. Así, la semivida de Ubik es una casa embrujada que tiende a identificarse con un fantasma en particular: nunca alcanzará la identificación total, pero ese es el atractor del sistema. Si se dispusiera de medios para “vencer” al predador ápex (“Jory” en la novela de Dick) serían los despojos los que persistirían (más las nuevas adiciones, por supuesto), y una vez más comenzaría ese proceso que tiende a la hegemonía de una entidad predatoria. Los administradores de la semivida pueden intervenir políticamente y evitar la inequidad en la distribución de recursos: asegurarse de alguna manera de que todos los semivivos/fantasmas sean iguales, sujetos nada más que a la ley del desgaste por la palabra. Sin embargo esto no sucede en la novela, como en una analogía de una economía de mercado desregulada (¿no se ha dicho ya que el capitalismo es una historia de horror? ¿Cuál era, al final, el fantasma que recorría o recorre Europa?).

En cualquier caso, si pensamos en la casa como primera instancia productora de fantasmas, esta desterritorialización obra en una reterritorialización compensatoria si se nos ofrece un relato de cómo llegó a ser así la casa. ¿Qué fue primero, la casa o el fantasma? Quizá esos fantasmas, como teratomas levrerianos o parásitos de consciencia, fueron llevados por los habitantes, o quizá la casa fue construida de tal manera que la producción de fantasmas resultó ser un comportamiento emergente de su devenir. Quizá la casa, como el Overlook (“usted siempre fue el conserje”), habrá de haber sido así siempre. ¿Y no hay algo especialmente espectral en estos loops retrocausales? Edipo, John Connor, fantasmas de sí mismos.

No es necesario insistir sobre el hecho de que el horror se vuelve más weird/abstracto en la medida en que las explicaciones y los relatos son evitados, no solo porque esto último equivale a esquematizar el proyecto narrativo/conceptual del weird en términos epistemológicos sino porque, a la vez, el gradiente de abstracción (como lo estratificó Nick Land en su seminal “Horror abstracto”) es equivalente a una línea de fuga desde el antropocentrismo. En cualquier caso, habría que distinguir las explicaciones que no nos son ofrecidas en el relato (pero sobre las que podemos teorizar fácil, satisfactoriamente) de las concebibles explicaciones en el fondo imposibles (como el caso del doble haunteo/posesión de Lost Highway). Así, en The Haunting of Hill House (1959), de Shirley Jackson, por no solo no hay una explicación final ni un relato que permita sanear el horror y restaurar el orden humano del mundo (por el contrario, hay sugerencias diversas y no jerarquizadas) sino que la novela sistemáticamente evita ofrecer tanto la información requerida como un contexto que permita establecer la superioridad de una hipótesis posible frente a otra –o incluso el concebible descarte de una explicación cualquiera por absurda o radical. Esto, por supuesto, no cancela la posibilidad (la necesidad) de teorizar: es posible, digamos, que el “mal” de la casa Hill (eso que al principio es conejos fugaces y golpes en los pasillos pero que al final termina por poseer a una de las protagonistas) equivalga a una perturbación del espacio, de la sustancia misma de la casa (con la que está hecha la casa, sobre la que está hecha la casa, etc): si lo abordamos desde las sugerencias presentes en el discurso temprano de uno de los personajes (el doctor Montague), el horror estaría vinculado a la posibilidad de existencia de arquitecturas atroces en sí mismas, casas erróneas, malignas desde su construcción.

En “The Dreams in the Witch House”, de H.P. Lovecraft, el tema de la casa anómala/encantada queda resuelto de manera más explícita gracias a la apelación a “geometrías no euclidianas” y “ángulos” aberrantes, tan perturbados como perturbadores, que alteran la forma espaciotemporal de la casa y permiten el pasaje de entidades de una “dimensión” a otra; pero el horror, en última instancia, es –como siempre en Lovecraft– el de los límites de lo humano (de la cognición humana, de la seguridad humana) vulnerados, postulados como esencialmente frágiles. Los personajes de Lovecraft, de hecho, rara vez son ultimados físicamente por los horrores que pueblan esos espacios interdimensionales: es su cordura (su conexión al aparato productor de lo humano) la que se derrumba por el contacto con esa inhumanidad que “acecha en el umbral”, salvo en el punto extremo representado por “The Shadow Over Innsmouth”, en la que el devenir-inhumano (o devenir-alien) del protagonista es resuelto, finalmente, en términos de gozo (y por eso “Innsmouth” es la verdadera playa terminal del corpus lovecraftiano, y no “The Shadow Out of Time” o At The Mountains of Madness).

Hemos de pensar, entonces, en las casas embrujadas como espacios perturbados, aberrantes: escenas de un contagio o posesión que compromete al espaciotiempo mismo: debería haber, es decir, una realidad objetiva de la casa invadida, tomada o encantada, que no depende de la percepción o la cognición del humano que atraviesa sus límites sino que, por el contrario, atenta precisamente contra estas del mismo modo que el archifósil (evidencia de entidades anteriores a la cognición humana, sean dinosaurios o la luz residual del Big Bang en el fondo de microondas), en la filosofía de Quentin Meillassoux, atenta contra el correlacionismo kantiano (o la idea de que sólo tiene sentido hablar de mundo desde que hay sujeto humano para experimentarlo). En este sentido, las ficciones de casas embrujadas se acercan al tópico de la zona, central al lado weird de la ciencia ficción (Solaris, Stalker, “The Colour Out of Space”, Annihilation, etc), en el que la cognición humana se hace añicos ante una realidad tan incomprensible como indudable.

En síntesis: si las ficciones de casas embrujadas postulan un residuo de la explicación, un sedimento inexplicable/insalvable/irredimible que sigue engendrando perturbaciones, entonces esas casas embrujadas se convierten en un caso particular de “zona”. Por supuesto, ficciones como Annihilation o Stalker explotan muy bien la oposición entre el espacio abierto y natural, de “exteriores” (el paisaje natural como lo weird, a la manera de “The Willows”, de Algernon Blackwood) y el espacio cerrado, doméstico, de “interiores”, y en ellas los personajes generalmente ingresan a casas abandonadas o incluso en ruinas, para subrayar la oposición exterior/interior mediante la imagen de la casa invadida por el afuera, de paredes derruidas y techos colapsados; las casas embrujadas, en cambio, suelen ser ofrecidas en términos de una integridad manifiesta, como si de alguna manera la casa se cuidara a sí misma y ella misma administrase la economía de sus límites con el afuera. Dado esto por sentado, es concebible un lugar de intersección, en el que la casa –el espacio de lo familiar humano, lo doméstico– se comporta como una zona –el espacio de lo extraño inhumano, lo ajeno–; esto comporta una subversión del lugar conceptual de la casa, y si lo extendemos, llegamos a la idea de que el hogar es allí donde está el fantasma. O, en otras palabras, que lo inhumano/alien está en el corazón mismo de lo humano, porque en última instancia eso “inhumano” no es otra cosa que la visibilización de que no hay tal cosa como lo humano –fuera de su hiperstición o del deseo de ser humano (la “humanización” a cargo de ciertos aparatos de la cultura, verdaderas máquinas de guerra xenofóbicas asimiladas tempranamente por el Estado y su espacio securocrático). En este sentido, una ficción ejemplar de la contaminación del adentro humano por un afuera inhumano (que es, a su vez, un adentro: el de la casa/zona) es The House of Leaves[1], de Mark Danielewski, así como también la presentación del ámbito inhumano (un paisaje de pradera o de bosque) o divino en Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez, como una “boca” (es decir un recinto cerrado, interno al cráneo humano).

En la reciente The Haunting of Bly Manor, que reordena y reescribe elementos del clásico The Turn of the Screw, de Henry James, hay un esquema clásico de relato explicativo o exposición narrativa de los antecedentes: la casa (según descubrimos en el penúltimo episodio) está embrujada porque allí habita una entidad que persiste, que hauntea. Se sugiere incluso que esto está vinculado a la “voluntad” [will] del personaje en cuestión: una mujer, Viola, que debió hacerse cargo de la casa paterna, engendró una hija con un hombre sin importancia, enfermó gravemente y, en su agonía, fue muerta por su propia hermana en un acto marcado por la piedad y el egoísmo. Con el tiempo, el fantasma de Viola persistió, generando otros tantos fantasmas menores; la ecología sugerida, de hecho, es similar a la planteada en Ubik: el “fantasma principal” (Viola) asesina y puebla la casa de fantasmas menores (su hermana, el médico, una niña), loops desintegrados que ya han perdido la palabra, la memoria y el rostro, esa marca fundante (junto a la voz y al grano de la voz) de la persona humana individual.

Sin embargo, si bien hay explicación e intento de saneamiento, no hay una resolución verdadera, en tanto Viola no es aplacada sino meramente transferida. En efecto, la serie presenta al tema de la casa embrujada en términos de un relato de posesión, en el que la mansión Bly está “poseída” por el fantasma de Viola y, de hecho, deformada topológicamente (pensemos que la serie se encarga de mostrarnos que los terrenos adyacentes a la mansión parecen más amplios por la noche, a la vez que todas las escenas de exteriores están presentadas con efectos de posproducción que generan una sensación de irrealidad, de estereoscopia o incluso de diorama) y convertida en “un pozo de gravedad”, para usar la expresión de uno de los personajes[2].

Habría que hacer una digresión que indague más en el término haunt y su conexión con los recorridos y los loops. Una etimología posible de “ambient” (como en ambient music) propone el verbo latino ambire, presente activo infinitivo de ambio o ambeo, “andar en círculos”, “circular” (incluso “orbitar”). Desde esta idea no es difícil pensar a la música ambient como aquella que recorre circularmente y encanta un espacio: “a surrounding influence” (“una influencia en torno”) dice Brian Eno a la hora de describir su proyecto de música Ambient (en las liner notes de Music for Airports), capaz de generar “a wide variety of moods and atmospheres” (“una amplia variedad de humores y atmósferas”). Asimismo, la conexión entre música ambient y hauntología, entendida esta como la presencia (el recorrido insistente, loopeado, inextinguible) de los futuros que no fueron, no solo está dada de antemano y programáticamente por músicos que como Burial, The Caretaker, Barn’s Owl, Johann Johannsson y Belbury Poly –así como también por teóricos como Mark Fisher–, producen en una intersección del modernismo, el pop, el ambient y el minimalismo, sino que se apoya además (tantas veces incluso temáticamente) en la noción del fantasma y lo espectral, capaz de “embrujar” o “encantar” un espacio o una arquitectura: música de fantasmas, fantasmas de lo que no fue, fantasmas que persisten, que nos atraviesan y recorren.

En cualquier caso, haunting remite también (desde traducciones consagradas, por ejemplo) a “posesión” y “maldición”; ciertos fantasmas (como Viola) poseen/maldicen espacios y los perturban, del mismo modo que esos espacios pueden acaso poseer/maldecir a ciertas personas para hacerlas devenir fantasmas. Más allá de invocar el dilema del huevo y la gallina, lo que aparece aquí una vez más es un circuito de retroalimentación por el cual el relato de Viola no queda del todo resuelto sin una explicación (¿por qué devino fantasma y de dónde extrajo la “fuerza de voluntad” necesaria para convertirse en el centro de gravedad del sistema de perturbaciones de la mansión?) que remita a la casa misma, como si dijéramos que Viola tuvo que morir en Bly para poder volverse fantasma y así ocasionar que todo aquel que muera en Bly devenga fantasma también, dando por sentada así una perturbación original, presente en la casa misma; después, por supuesto, la presencia de Viola refuerza esa agencia perturbadora de la casa, hasta el punto que ambas, Viola y la mansión, terminan por confundirse. Viola “maldice” la casa, la casa “posee” a Viola, Viola “posee” la casa.

Por cierto, los casos de posesión y maldición en esta serie no son pocos, y parecen de hecho centrales a los protagonistas. La segunda institutriz, Danielle, ingresa a la casa con un fantasma a cuestas o, también, con la maldición de esa presencia que la ha seguido desde hace tiempo (y nunca, bajo ningún concepto, se debe ingresar a una casa embrujada si ya se posee un fantasma), del mismo modo que el factótum Peter está “maldito” por los abusos a los que fue sometido por su padre y su madre en la infancia, y como tal, y en los contornos de un personaje gótico-romántico, obra siempre entre lo criminal, el egoísmo, la pasión y el amor. Del mismo modo, el cocinero Owen carga con el fantasma de su madre, que padece de Alzheimer (y por tanto va viendo erosionada su identidad, del mismo modo que los fantasmas de la mansión, del mismo modo que en el ambient hauntológico de The Caretaker), y sospechamos historias similares en el ama de llaves Hannah y la jardinera Jamie: la mansión, diríase, “atrae” ciertas personas especiales junto con sus fantasmas o maldiciones, y se nutre de todo esto.

A la vez, el modelo de posesión está apuntalado por las instancias de posesión “literal” que nos son narradas (Peter y Rebecca, la primera institutriz, poseen a los niños Flora y Miles) y también por la alusión al exorcismo de Gádara, pasaje de los evangelios sinópticos en que Jesucristo expulsa al demonio “Legión” de un hombre y lo dirige hacia una piara. Los cerdos, como es sabido, saltan por un precipicio y así, con su muerte, ponen (en principio) fin a la amenaza, de manera similar a lo que ocurre al final del clásico The Exorcist y, por supuesto, a lo que sucede en el capítulo nueve de The Haunting of Bly Manor, donde Danielle “exorciza” a Viola expulsándola de la mansión Bly e incorporándola ella misma, lo que la llevará finalmente al suicidio. El fantasma, es decir, deja en paz a la casa (la “desembruja”, abandona su recorrido) y se adhiere a una mujer, que, como los cerdos de los evangelios, no puede sino poner fin a su vida. En cierto sentido, The Haunting of Bly Manor es la historia de cómo Danielle ingresa a un espacio arquitectónico y paisajístico en el que cambia un fantasma por otro. En última instancia, ella siempre habrá de haber tenido un fantasma: siempre será la poseída, la haunteada.

Quizá el término “encantar” venga al caso ahora. En la primera entrega de su Trilogía del Relato, Amir Hamed habla de la relación entre lo humano y lo inhumano desde el tropo del contacto con las hadas y moviliza el término “encantado” para referirse a esa presencia enquistada de lo otro en lo humano. Lo humano, es decir, no permanece incambiado tras el contacto con esa otredad inhumana, sino que deviene otra cosa, una vez más un devenir-inhumano, en este caso devenir-hada, devenir-elfo o incluso devenir-vampiro. Encantar y lo encantado, en última instancia, es la provincia de los parásitos, de la acción del parásito en su huésped[3]. Cuando Levrero (en la teoría-ficción “Precaución”) habla del “teratoma”, o doble psíquico, más allá del residuo humanista/espiritualista que le impone el léxico, está previendo la posibilidad de ser encantado por ese otro-inhumano fantasmal: “antes de emprender cualquier empresa de cierta importancia, uno debería asegurarse de que no posee teratomas de ninguna clase, pues nada hay más desagradable que esa especie de corriente de infortunio de la que muy pocos somos conscientes de que tiene su origen en nuestro propio ser y se suele atribuir a factores externos”. Llama la atención la idea de corriente de infortunio, intercambiable en última instancia con la de “maldición”, y también la progresiva exfoliación (a lo largo de esta teoría-ficción, presentada como un rizoma de notas a pie de página) de la idea del origen [del mal/perturbación/parásito] en nuestro propio ser. El teratoma es parte de nosotros: como las criaturas de la saga Alien, el parásito ha fundido su información genética con la del huesped (es, por así decirlo, un software capaz de devenir-compatible con todo sistema operativo concebible) para gestar un híbrido, que si bien presenta la morfología específica “biomecánica” por la que reconocemos al xenomorfo y sus secreciones, también incluye (como ruido en la señal) elementos propios de la especie del huesped (el xenomorfo de Alien es, en este sentido, un híbrido humano/alien, mientras el de Alien 3, en cambio, es un híbrido alien/buey, si vemos la versión extendida, o alien/perro si vemos el inferior corte theatrical); esta criatura (en rigor una suerte de pos-especie) toma la forma de su presa y se confunde con ella: la habita, la posee en términos genéticos. Pero hay más, en una línea de fuga hacia la fusión vida/paisaje, genoma/territorio, puesto que  ¿qué “hacen” los xenomorfos sino crear (segregar) un “ambiente”? El recorrido de la criatura por la nave de Alien y las trayectorias de los múltiples xenomorfos en la base de terraformación de Aliens obran la modificación del ambiente/paisaje mediante una influencia alien: un ruido en la señal humana (o en la señal de los “ingenieros”, si vemos Alien desde Prometheus y Covenant) que percibimos como la estética “biomecanoide” de H.R. Giger literalmente infestando las paredes, creando una caverna biomecánica o recinto alien, en tanto la criatura parece ser capaz de segregar esa sustancia con la que crearse su propia caverna, su propio nido, “alienizando” los entornos previamente “humanos”. La Nostromo: una casa embrujada en el espacio; la post-especia xenomórfica: la vida, la replicación genética, como una zona haunteada. ¿Cuál es la forma “real” de la criatura, si sólo la conocemos por su hackeo de la forma de su huésped/su presa? No hay tal forma: lo alien espectral.

Es interesante que el “encantamiento”, el “parasitismo” y la “posesión” terminan socavando lo humano en The Haunting of Bly Manor.  En el devenir-espectro, los viejos fantasmas han perdido sus rostros y sus recuerdos (también pierden Flora y Miles, o sus equivalentes “reales”, la memoria del horror: no así Owen y Jamie, que persisten) y se confunden con muebles o con muñecos: el autómata, la marioneta, los amigos/juguetes de J.F. Sebastian en Blade Runner, los arlequines en las ficciones de Thomas Ligotti, y el Duque Blanco como fantasma que hauntea la discografía de David Bowie[4], son una instancia del devenir-inhumano en términos de retroceso hacia lo mecánico/inanimado, pero también lo caricaturesco, lo simplificado o erosionado. El horror final de The Haunting of Bly Manor, que lleva a Danielle al suicidio, es saber que la expansión progresiva de su parásito (Viola) la reducirá a una sombra de sí, como obró el Alzheimer con la madre de Owen. Los fantasmas, entonces, se nutren de memoria; trivialmente, viven de memoria, que no es muy diferente a decir que viven en la memoria, pero su metabolización del recuerdo de sí deja sólo una cáscara vacía. Y aquí es donde emerge el corazón de tinieblas de The Haunting of Bly Manor, que prescinde (salvo en el primer episodio) del sobresalto y de profundizar lo creepy y lentamente va convirtiéndose en una historia de amor. Aunque, como ya se ha dicho (y la serie lo repite), toda historia de amor es una historia de fantasmas. El amor, es decir, como persistencia: el amor enfrentado al devenir, al cambio; la imagen del amado o la amada perdiéndose en el pasado, deviniendo fantasma, sea “por la muerte o por un cambio en las costumbres”. El amor, el relato del amor: amar a esa persona, amar su relato, su historia, el relato “feliz” de devenir con el otro en persistencia del amor. La literatura cuenta historias de amor, en última instancia, y en esas historias hay individuos únicos, irrepetibles. No hay un “equivalente” posible del amado, ni siquiera un doble válido más allá del relato del engaño, porque el amor se construye sobre la idea de lo único-individual y así se ama a esa persona, hasta incluso el momento en que se llega a amar lo que esa persona fue (o se creyó que era) y ya no es. La literatura dice que hay individuos, que somos individuos, y lo dice, en esencia, con historias de amor. El horror, en cambio, dice otra cosa. El horror dice que somos fantasmas. En The Haunting of Bly Manor sospechamos desde el principio que hay algo extraño con Hannah, y entendemos pronto que no está viva, que es un fantasma: ignorante de su propia muerte (podemos tomarlo como un guiño a las ideas de Emmanuel Swedemborg que tanto le gustaban a Borges) persiste en sus loops, limpiando la casa, borrando las pisadas, vigilando la economía de las zonas y territorios: dónde se puede ir y dónde no, como una segunda autoridad de la mansión, una segunda “alma” de la casa junto a Viola, quizá también capaz (en una secuela concebible) de poseer la mansión Bly, seguramente de manera más benigna. Si Borges propuso que una de las “magias parciales” del Quijote (y de Hamlet) era producir ese pozo de gravedad conceptual que nos atrae hacia la posibilidad de pensarnos como personajes de un libro mayor, ¿cómo no preguntarnos, después de The Haunting of Bly Manor y de todas las ficciones de las que se nutre, si nosotros mismos no estaremos muertos, como Hannah, sin saberlo? La respuesta del horror es por supuesto que estás muerto; de hecho, ni siquiera es real la “vida”. Y esta respuesta no puede ser otra: no puede haber un final feliz salvo en la literatura, o, dicho de otro modo, el mundo será quizá no tanto lo peor imaginable sino más bien lo más mediocre, como en los tantos episodios de En busca del tiempo perdido en que el narrador no puede sino desilusionarse ante lo real en oposición a lo proyectado por la imaginación, y allí aparece la literatura para colorear el vacío y hacernos soñar un mundo mejor: un mundo en el que no estamos muertos, un mundo en el que somos personas, individuos, únicos, irrepetibles, “milagros termodinámicos” (como dice el doctor Manhattan en Watchmen). El horror, entonces, se nos aparece como el mecanismo compensador de este circuito productor de ficciones: el horror nos dice que somos fantasmas, que no podemos ser otra cosa, que la realidad está hecha de cosas, de objetos, que la vida no es más que un nivel más de comportamiento de la materia, un epifenómeno de la termodinámica, tanto como la consciencia no es otra cosa que un espejismo que parece configurarse (para sí mismo, en un loop de retroalimentación) sobre el tejido de las neuronas, a su vez moléculas, reacciones químicas, átomos, fuerza electromagnética, quarks, fotones, gluones y quién sabe qué más (o qué menos).

En última instancia todos sabemos que somos fantasmas. Que no podemos ser otra cosa o, mejor dicho, que no hay otra cosa que podamos ser. Poseídos, parasitados por la idea de lo humano, por la idea del yo, por la ilusión de ser personas, individuos, encantados, habitados, recorridos por relatos de nosotros mismos,

gravitamos hacia casas embrujadas

con nuestros fantasmas a cuestas.

 



[1] Podría pensarse en la casa/zona/espacio de The House of Leaves como el recorrido en expansión permanente de un fantasma (el “minotauro”) que, así como el xenomorfo de Alien segrega su espacio, deviene el principio generador del laberinto en el que se pierde el protagonista.

[2] La gravedad, recordemos, es entendida en la relatividad general de Einstein como una deformación del espaciotiempo que deforma las trayectorias de los objetos: del mismo modo las trayectorias de los personajes en The Haunting of Bly Manor terminan deformadas por el fantasma de Viola, arrastradas hacia ella, que se erige en centro de gravedad de la casa embrujada: ella o, quizá, su propia trayectoria, el camino que traza la misma Viola entre la casa y el lago, recorriendo el territorio, haunteando el paisaje.

 

[3] Dado que buena parte del genoma “humano” proviene de entidades no-humanas, incluyendo virus diversos, y dado que las células eucariotas que nos conforman tienen en su origen una endosimbiosis entre bacterias (las mitocondrias) y arqueas (el núcleo y su información genética), es evidente que “nosotros” estamos hechos de una multitud de entidades no sólo inhumanas sino también no-animales y no-eucariotas.

[4] Como queda tematizado en el video de “Love is Lost”, en el que un maniquí del Duque Blanco asoma desde la oscuridad de pasillos que parecen insondables.

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