El pudor del pornógrafo, Alan Pauls
El otro, el mismo
Alan Pauls publicó en 1984 su primera novela,
El pudor del pornógrafo. Ahora, treinta
años después, ha sido reeditada por Anagrama, acompañada por un posfacio
escrito para la ocasión por el autor.
Una primera hipótesis: la novela envejeció
mal y lo más interesante del libro es su posfacio, que, de alguna manera, da
cuenta (y se hace cargo) de ese envejecimiento.
Una segunda hipótesis: la novela sigue
interesando hoy, precisamente por todo eso que envejeció mal, pero lo más
interesante del libro es su posfacio que, de alguna manera, se asegura de que
la novela siga interesando aún hoy.
Veamos.
La premisa del libro es más o menos
sencilla: un hombre se dedica a responder cartas de lectores en una revista
porno y, cabe pensar que asqueado (eso es muy novelístico) por el material con
el que debe lidiar, escribe cartas a su novia en una variante remilgada y
afectada del castellano. También hay un misterioso mensajero que lleva y trae
las cartas y también hay (al menos) una intriga. La novela, con contadas
excepciones, está montada con las cartas escritas por el “pornógrafo” (de un
modo un poco similar a lo que N.N.Argañaraz haría unos años después en nuestro
país, con su novela No dejes de
escribirme… amor) y, por lo tanto, explora extensivamente la escritura del
personaje.
Así, el gesto básico de impostura, es decir
alguien que no sólo escribe de tal o cual manera porque eso se vuelve o puede
ser leído como un signo de su individualidad –un poco el recurso para variar
narradores en, por ejemplo, Los
detectives salvajes– sino que además tiene algo así como una razón para escribir así, y el que
esa razón se vincule claramente a la narrativa propuesta por el libro y a su
condición de novela, se vuelve una suerte de afirmación metaliteraria o al
menos metanarrativa (hay momentos en que el narrador sale de su “estilo”, por
llamarlo de alguna manera, y le inflige a su amada palabras como “concha” y
“pija”). La maquinaria del libro, entonces, va en esa dirección: la impostura y
la impostación como elementos de “lo literario” o de “lo novelístico”.
En el posfacio dice Pauls: “algo en El pudor traducía ya las misiones de una
época canalla y vulgar, que sin embargo fue la mía y la de muchos que sigo
admirando y fue la época en que “me hice” escritor, según esa media voz
tramposa en la que ahora leo menos la épica de un aprendizaje que el indicio de
una impostura de la que nunca me libré, fundada como está en la convicción de
que, comparado con escribir, ser escritor no es sino una veleidad canalla y
vulgar, que se puede sostener –como cualquier veleidad- pero con la que
conviene no coincidir nunca del todo. Había entonces algo más que una prudencia
en no coincidir del todo: había un núcleo de vehemencia, una cierta pasión que
la época –ya en tránsito de lo artístico a “lo cultural” bautizó con un nombre
eficaz: parodia. Se hablaba mucho de parodia en esos días” (p.139).
Ahí hay otra idea interesante: ¿qué lee un
escritor en su novela treinta años después? ¿En qué se reconoce y en qué se
extraña? Pauls señala que en esa voz hay una marca que resultó hasta la
fecha cercana (“nunca me libré”), acaso
esencial, a la figura de escritor que ha sido, que es, que ha venido siendo,
una marca de “impostura”, es decir, de des-sinceridad, de distancia. El gesto,
en realidad, está en la historia completa de la literatura: el yo-escritor, los
múltiples yos, Rimbaud, Pessoa, Borges, etc. Frente a la postura más bien
“sincerista” (de la que Levrero, en nuestro país, fue un gran promotor,
especialmente cuando resemantizaba el término “inventar”), lo que señala Pauls
como un cruce entre lo que fue parte de su vida como escritor y lo que remite a
una época (incluso podría pensarse en un grupo concreto de esa época, aquel en
que militaba el joven Pauls, porque las coordenadas de “parodia” e insinceridad
poco tienen que ver con la contracultura rioplatense más basada en géneros como
la ciencia ficción o la escritura en fanzines punk, por poner otro ejemplo) le
permite hacer de la impostura, del artificio, un elemento fundante de su (de
la) literatura. Y, al encontrarlo en su primera novela, la continuidad queda
afirmada. Se está ante el proceso de un
escritor, narrado, explicitado, y en esa “impostura” está toda la “épica”
del aprendizaje. Ambas cosas terminan confrontadas, si bien el prefacio las
distingue: el aprendizaje de una impostura –como manera de resolver el problema
entre esa tendencia a la parodia– y la “sinceridad” de un escritor en su
primera novela, en lo inevitable de declarar(se) obsesiones y proyectos. Eso es
parte de lo que lee Pauls en su primer libro, pese a que señala que no le
interesa releerlo ni transitarlo una vez más. Y, ya en el comienzo del posfacio,
Pauls señala la posible coexistencia del gesto documental (republicar la
primera novela de Alan Pauls) y de un borgesismo (republicarla bajo otro
nombre, que mejor se avenga al “adolescente trasnochado” que posó para la
fotografía de esa primera edición); trivialmente, literariamente, se es otro y
se es el mismo, y más treinta años después.
Entonces, leída la novela desde esas notas
del posfacio podemos arribar a otro borgesismo, que renueva el interés por El pudor del pornógrafo. Pensada como
una novela publicada ahora, en 2014, el artificio que ya intentara Pauls en la
primera mitad de la década de 1980 se ve potenciado: el género epistolar, la
atribución de época y su ausencia de
correo electrónico y redes sociales, la presencia del género revista porno, con su correo de lectores, todo eso modifica
esencialmente la lectura del libro. Así, como con el Quijote de Pierre Menard, el texto no cambia pero la novela es
otra. Y esa novela vale la pena, independientemente del interés que podamos
tener en la carrera de Alan Pauls (el mejor prosista vivo de la literatura
argentina y rioplatense) y en el “mapa en clave, y no siempre en clave, de la
prosa y los temas que su literatura ha
expandido” que cabe encontrar, según la contraportada, en su primera novela.
Leída, entonces, desde el posfacio, la novela expande su artificio y se vuelve
más fiel a sí misma, si cabe la expresión, acaso no muy cercana a Alan Pauls.
Publicada en La Diaria el 11 de septiembre de 2014
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