Sobre Dune, de Frank Herbert

 

 

A diferencia de sus compañeros de generación Isaac Asimov, Ray Bradbury y Theodore Sturgeon, Frank Herbert (1920-1986) empezó a escribir ciencia ficción tardíamente. Si bien publicó una novela (The Dragon in the sea) en 1955, es recién en la década siguiente, cuando ya se había vuelto hegemónica en el campo de la ciencia ficción una generación más joven (la de Philip K. Dick, Ursula K. LeGuin y Robert Silverberg), que empezó a publicar los libros que lo convertirían en un referente obligado del género.

El punto de inflexión en su carrera, por llamarlo de alguna manera, se dio en 1959, e involucró el proyecto de escribir un artículo sobre las dunas de Oregon, un ecosistema único en Estados Unidos, y los esfuerzos llevados a cabo para controlar los procesos de desertificación. Sin embargo, además de ecología y biología, Herbert se dejó atrapar por temas como la psilocibina, los hongos alucinógenos, el estudio comparado de las religiones y la historia de las figuras mesiánicas; así, lo que comenzó con contornos relativamente modestos terminó desbordando límites y convirtiéndose en un proyecto a largo plazo sin una orientación práctica específica y dado ante todo al devenir y la mutación. Tras casi cuatro años de idas, vueltas, arena y lecturas, entonces, lo que quedó en las manos de Herbert ya no fue crónica o divulgación científica, sino narrativa. Y de ciencia ficción. Así, entre diciembre de 1963 y febrero de 1964 publicó serializada en tres partes la nouvelle Dune World (“Mundo de dunas”), seguida por The Prophet of Dune (“El profeta de Duna”) en la misma revista entre enero y mayo de 1965. Tras algunos esfuerzos infructuosos a la hora de encontrar un editor para su publicación conjunta, las nouvelles fueron corregidas, podadas, reescritas y convertidas en la primera y la segunda y tercera parte, respectivamente, de Duna, publicada finalmente en agosto de 1965.

El éxito de crítica y público fue casi inmediato: en 1966, sin ir más lejos, la novela obtuvo (junto a Tú, el inmortal, de Roger Zelazny) el premio Hugo, otorgado por el voto de los fans reunidos en una convención, y además el Nebula, otorgado por el gremio de escritores del género.

 

 

Cibernetica feudal y posthumana

Hay que decir que la novela, leída cincuenta y seis años después de su primera publicación, resiste. Décadas de crítica especializada han señalizado las principales avenidas de lectura: el mesianismo (buena parte de la trama involucra a un muchacho, Paul Atreides, que desembarca en Arrakis, un planeta desértico, envuelto en los ecos de demasiadas profecías, destinado a convertirse en un salvador del pueblo fremen, habitantes del desierto, pero también a integrarse a sus costumbres, a fundirse con ellos y asolar el universo en una guerra santa o Jihad), las sustancias psicotrópicas (otro elemento clave en la trama es la “especia”, que permite “expandir la consciencia” a lo largo del espaciotiempo y los mundos paralelos) y, en líneas más generales, la ecología entendida desde la entonces incipiente ciencia de los sistemas complejos, o cibernética. Y ese es el lugar desde el que Duna mantiene y renueva su interés: si pensamos en los nuevos materialismos y realismos especulativos (Graham Harman, Quentin Meillassoux), y su vínculo con la especulación ecológica más reciente (Donna Haraway, Timothy Morton, Benjamin Bratton), la producción de relaciones entre humanos y ecosistemas en la novela de Herbert se vuelve especialmente interesante, tanto como los diferentes vectores o devenires hacia algo trans/posthumano. La política, en términos de intervención sobre sistemas complejos de los que emergen pautas culturales más o menos estables tanto como revoluciones, es otro de los puntos centrales: en el universo ficcional de Duna, por ejemplo, el desarrollo potencialmente desenfrenado de la Inteligencia Artificial (tema acuciante para nuestro tiempo donde los haya) fue reprimido por una cruzada o “jihad”, tras la cual son algunos seres humanos (los “mentat”) quienes adoptan la función de computadoras orgánicas, por llamarlas de alguna manera.

El propio Herbert siguió reflexionando sobre estos temas en los libros posteriores de la saga: la breve El mesías de Dune (1969), seguida por Hijos de Dune (1976), Dios emperador de Dune (1981), Herejes de Dune (1984) y Casa Capitular: Dune (1985); así, los “poderes” (por llamarlos de alguna manera) de Paul Atreides en el primer libro llegan a parecer poca cosa en relación a las habilidades de algunas de las entidades posthumanas que encontramos en los últimos; la constante, en cualquier caso, está en la política y la economía: la administración de recursos, los movimientos del poder, la producción de subjetividades, la relación entre los géneros.

Tras la muerte de Herbert, su hijo y el escritor Kevin J. Anderson (especializado en la novelización de videojuegos como StarCraft, películas de la saga de Star Wars y series como Los Archivos X), continuaron –y continúan– la saga, que ya lleva catorce libros añadidos a los seis de Frank Herbert, con uno más publicado este año y otro pendiente de publicación en 2022. Estos libros se subdividen a su vez en trilogías y sub-series, que remiten a eventos del universo ficcional (o “Dunaverso”) como la “Jihad Butleriana” (prohibición de las Inteligencias Artificiales), el establecimiento del imperio galáctico, la historia de la familia Atreides, etc.

El impacto de Duna sobre el mundo de la ciencia ficción no es fácil de precisar, sin embargo; quizá haya que empezar por leer la novela en relación a sus precedentes, en particular la saga de Fundación, de Isaac Asimov, en la que también hay rebeldes, imperios galácticos y poderes psíquicos; en cierto modo, la serie de novelas de Herbert podría pensarse como una suerte de reverso no tan humanista (ni tan volcado a las ciencias “duras”) de la de Asimov, a la vez que más sofisticada, más compleja a nivel conceptual y literario. En cierto sentido, Duna toma el modelo de “space opera” (o narraciones de escala interestelar con énfasis en lo bélico) de Fundación y lo expande hacia la construcción detallada de mundos ficcionales; no en vano la novela de 1965 incluía un glosario y varios apéndices que detallaban la compleja cibernética ecológica del planeta desierto. En esa línea, Duna guarda un parecido más cercano con una de las cimas de la alta fantasía, El señor de los anillos, libro abundante en mapas, mitologías, glosarios, apéndices, genealogías e historia bélica (se dice, sin embargo, que a J.R.R. Tolkien se le encargó una reseña de la novela de Herbert pero prefirió no escribirla después de que la lectura le resultara “desagradable”), a la vez que prolonga su estela en diversas tradiciones de sagas largas y detalladas, desde la hermosa Terramar de Ursula K. LeGuin hasta las más recientes The Wheel Of Time, de Robert Jordan, o Canción de Fuego y Hielo, de George R. R. Martin, pasando por las no tan conocidas pero acaso más fascinantes Majipur, de Robert Silverberg, y El libro del sol nuevo, de Gene Wolfe.

 

 

Sonido, visión y arena

Pero buena parte de la influencia de Duna se ejerció ante todo a través del cine (basta con pensar en la saga de Star Wars y su religión mística de la “fuerza” y sus guerreros de la Resistencia), y por ello vale la pena rastrear los proyectos que pretendieron adaptarla.

Un primer intento se remonta a 1971, cuando el productor Arthur P. Jacobs (El planeta de los simios) procuró los derechos de la novela y pretendió interesar al director David Lean (El puente sobre el Río Kwai, Lawrence de Arabia), quien rechazó la oferta. Mientras seguía la búsqueda de director se avanzó en la escritura del guion, pero la muerte de Jacobs en 1973 fue fatal para el proyecto.

El siguiente en interesarse fue el chileno Alejandro Jodorowsky (El topo, La montaña sagrada), quien hacia 1974 vio en la novela de Herbert una gran oportunidad de desarrollar su peculiar cosmovisión  en lenguaje cinematográfico. El proyecto tampoco prosperaría, pero sí logró convertirse en leyenda: se manejó un reparto que incluiría a Orson Welles, Salvador Dalí, Amanda Lear, David Carradine y Alain Delon, una banda sonora a cargo de Stockhausen, el grupo progresivo francés Magma y también Pink Floyd, más diseños de producción de Jean “Moebius” Giraud, Chris Foss y H. R. Giger. Las ideas/visiones de Jodorowsky pueden apreciarse ahora en el fascinante documental Jodorosky’s Dune (Frank Pavich, 2013), y es una opinión bastante generalizada que lo mejor que pudo pasarle a este proyecto fue no ser llevado a cabo jamás y por tanto permanecer como un sueño (o pesadilla) de la historia del cine; sin embargo, los diseños no utilizados de Moebius, Foss y Giger atravesarían la historia de la ciencia ficción audiovisual, retomados, reciclados o simplemente copiados por películas como Alien (cuya estética extraterrestre quedó a cargo de Giger y el diseño de sus naves a cargo de Foss), Blade Runner, la ya mencionada saga de Star Wars, Flash Gordon, y no pocas más.

Dejando de lado un plan de involucrar a Ridley Scott en 1979, el tercer intento sí logró concretarse, de la mano de Dino y Rafaella de Laurentiis como productores y de David Lynch como director. La película estrenada en 1986, que si en algo brilla es en los hermosos decorados de interiores y en las estéticas asociadas a las diversas “casas” o familias feudales de la novela, fue sin embargo considerada un fracaso por demasiados espectadores y por el propio Lynch, quien sólo hablaría francamente de este aparente tropezón de su carrera en su autobiografía Espacio para soñar, de 2018, escrita junto a la periodista Kristine McKenna.

Hay una cuarta versión, producida por el canal de cable Sci-Fi Channel en 2000 y dirigida por John Harrison, pero más allá de su alcance (llega a adaptar el tercer libro de la saga) no merece mayor atención. Es mucho más interesante considerar los videojuegos Dune y Dune II, ambos de 1992; el primero retoma elementos visuales de la película de Lynch en una curiosa mezcla de aventura de exploración de mazmorras y estrategia por turnos, y el segundo –mucho más memorable– inventa el subgénero de estrategia en tiempo real, que luego encontraría sus ejemplos paradigmáticos en clásicos inagotables como Warcraft, Command & Conquer y Starcraft. A la vez, quienes busquen rastrear el impacto de Duna en la música pop/rock/experimental, pueden comenzar por el álbum homónimo lanzado por Klaus Schulze en 1979 y seguir por “To tame a land”, canción de Iron Maiden incluida en el disco de 1983 Piece of Mind (nota al margen: Frank Herbert detestaba el rock, y más aun el metal, y más todavía a Maiden, y no permitió a la banda titular “Dune” a la composición, como había sido planeado originalmente); una opción un poco más reciente y no menos fascinante es el álbum debut (2010) de la canadiense Grimes, que se tituló Geidi Primes y buscó adaptar musicalmente la novela de Frank Herbert (y la película de Lynch).

La película de Denis Villeneuve, finalmente, llega en un buen momento para el género a todos los niveles, y parece sugerir un regreso de los relatos de futuros lejanos e hiperdetallados a escala galáctica (después de las no tan bien recibidas partes siete, ocho y nueve de Star Wars y después también de una mayor atención ofrecida a nivel audiovisual a subgéneros como el weird y el ciberpunk). Es interesante notar que más o menos simultáneamente con Duna se estrenó en Apple TV+ Fundación, serie basada (muy libremente por cierto) en los libros de Asimov, al tiempo que Amazon Prime Series anunció para este mes de noviembre 2021 los primeros tres episodios de su adaptación de The Wheel of Time, la ya mencionada saga de Robert Jordan, asi como también –para septiembre de 2022– una serie basada en el universo ficcional de J.R.R. Tolkien, que pretende narrar eventos anteriores a los de El Señor de los Anillos.  


Publicada en El País Cultural el 26 de diciembre de 2021


 

 

Primer intento. En 1971 el productor Arthur P. Jacobs se interesa en adquirir los derechos de producción de una adaptación cinematográfica de Duna, la novela publicada por Frank Herbert en 1965. Se manejan varios nombres de directores, se empieza a escribir un tratamiento, pero no pasa nada.

Segundo intento. 1974: Alejandro Jodorowsky planea su propia Duna, con un equipo de producción que incluiría a los artistas H. R. Giger, Jean “Moebius” Giraud y Chris Foss, la música de Stockhausen, Magma y Pink Floyd y, más espectacularmente todavía, las actuaciones de Salvador Dalí, Geraldine Chaplin, Orson Welles, Gloria Swanson y Alain Delon. Una vez más no pasa nada, pero el proyecto se vuelve una leyenda, Giger diseña el xenomorfo de Alien, Moebius y Jodorowsky publican su obra maestra El incal y, más o menos, todo el cine posterior de ciencia ficción aprende algo de interés de esta producción fallida.

Tercer intento. En 1976 Dino De Laurentiis compra los derechos y le encarga al propio Frank Herbert el guion, a Ridley Scott la dirección y a Giger para los diseños de arte. Scott propone dividir la larga novela en dos películas, pero finalmente se desvincula del proyecto y dirige Blade Runner. Otra vez, nada.

Cuarto intento. 1981. De Laurentiis y su hija Raffaella renuevan su propiedad de los derechos de la novela y, después de ver El hombre elefante, se entusiasman con la idea de contratar a David Lynch como director. Tres años después se estrena la película: Lynch prepara un corte de tres horas, que es masacrado por los Laurentiis. El resultado, para el director, es la peor película de su carrera, pero con el tiempo esta Duna se vuelve un placer culposo y una suerte de clásico de culto.

Quinto intento. Saltamos al año 2000. El director John Harrison prepara una miniserie en tres episodios para el canal de cable Sci-Fi Channel, y además una secuela, Children of Dune, basada en un libro posterior de Frank Herbert. Hay cierto éxito de crítica y dos Emmys, pero vista hoy la producción se parece más a una convención provincial de cosplayers que a lo mejor de las visiones de Lynch junto a los Laurentiis.

Sexto intento. En 2017 Denis Villeneuve (Blade Runer 2049, La llegada) es confirmado como el director de una nueva Duna, que –como aquella idea de Ridley Scott– quedará dividida en dos películas. La producción comienza a trabajar en 2019 y la pandemia por COVID-19 retrasa el estreno hasta la segunda mitad de 2021.

¿Se trata de la adaptación definitiva? Es difícil de responder, al menos hasta que no se materialice la segunda parte. En cualquier caso, la película de Villeneuve, en relación a la novela original de Frank Herbert (que en los años que van entre su publicación original y la muerte del autor se expandió a seis libros más, a los que a su vez se les sumaron, desde 1999 hasta el presente, quince novelas escritas por Brian Herbert y Kevin J. Anderson), es más exhaustiva y respetuosa que cualquiera de las otras adaptaciones. Está claro que un universo ficcional de la complejidad del imaginado por Herbert y los autores que abordaron esta saga posteriormente no es tarea fácil para quien acometa la tarea de llevarlo al cine: resulta tan tentador encontrar métodos simples y directos, a la vez que poco elegantes, para ofrecer al espectador la información que necesita como difícil evitar la toma de malas decisiones acerca de qué explicar y qué no; en ese sentido Villeneuve hace una tarea magnífica, evitando salidas fáciles (en la película de Lynch se hacía cierto abuso del recurso de permitirnos escuchar qué están pensando los personajes) y logrando que quien no haya leído la(s) novela(s) de Herbert se abra camino por la trama. De hecho, incluso aquello que no queda realmente explicado opera a nivel de sugerencia, incluso de misterio, en secuencias de esplendor visual y sonoro casi abstracto.

A nivel de producción, otro punto a favor de Villeneuve es haber tomado como inspiración las hermosas ilustraciones de Moebius para la versión de Jodorowsky, en particular en cuanto al vestuario, las armaduras y trajes de combate. A la vez, es en la arquitectura y el diseño de las grandes naves espaciales donde Villeneuve deja entrever un estilo que podemos pensar como suyo propio, o al menos una conexión con los paisajes posturbanos de Blade Runner 2049 y la presencia ominosa de la nave extraterrestre en La Llegada.

Completan la propuesta, como cabía esperar, un par de homenajes a la versión de Lynch –específicamente aquellas escenas cuya coreografía y diálogo se vuelven una versión ligeramente acelerada de sus equivalentes en la película de 1986– y no pocas referencias a clásicos del cine, como por ejemplo Apocalypse Now, con un gran antagonista que se nos presenta por primera vez de una manera que remite a la aparición del personaje interpretado por Marlon Brando en la película de Coppola.

Dune, un disfrute visual de principio a fin, propone ciencia ficción del futuro remoto, de una humanidad que se ha diversificado entre poderes psíquicos, computadoras biológicas y ecologías radicales, llevada a la gran pantalla sin concesiones, sin insultar la inteligencia de los espectadores ni dejando de rendir tributo al lenguaje cinematográfico en su especificidad más sobrecogedora de sonido y visión.  Repitamos la pregunta: ¿se trata de la adaptación definitiva de uno de los más grandes clásicos de la ciencia ficción? Digamos que sería una verdadera lástima que no viniera la tan esperada segunda parte para confirmarnos un rotundo .

 

Publicada en La razón de México el 26 de noviembre de 2021



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