Aventuras brillantes en el comienzo y el fin del futuro
Too fast to take that
test. No se trató del
primer álbum de David Bowie que escuché en su tiempo, apenas llegado a las
disquerías (ese fue Earthling), pero ..hours, de 1999, fue mi primer cambio. Podemos imaginar ahora –y esto es parte clave de la
narrativa Bowie– la reacción emocional y afectiva de aquellos fans nacidos a
fines de los cincuenta o principios de los sesenta, los teens enamorados de los esplendores glam y glitter de Ziggy
Stardust y Aladdin Sane, cuando Bowie convirtió a la gira promocional de Diamond Dogs en una parafernalia
soul/R&B/Las Vegas, ya sin brillo, ya sin jumpsuits de glamazona ni guiños de cadete espacial cachondo. Un
gran momento WTF. Además, para mayor sorpresa, el siguiente álbum, Young Americans, abrazaba plenamente esa
estética soul y pasaba de “soy un cocodrilo / soy tu papimami que viene a
buscarte / soy un invasor del espacio / soy una perra rocanrrolera para ti” a
la road movie plena de americana que hace a la letra de “Young
Americans”, mientras Luther Vandross le sincopaba los coros a un Bowie que
cantaba con (aparente) sinceridad sobre sus emociones más, sí, digámoslo de una
vez, como quien escupe un pedazo de carne con nervios o cartílagos, humanas. Admitido, no fue exactamente lo
mismo en 1999, pero quienes nos habíamos deslumbrado con Earthling y su jungle pintado
con los colores de The Prodigy y Underworld, con sus capas y más capas de
anarquía noise y su rizoma
sampleadélico, descubrimos en …hours un
disco distinto, al principio
desilusionante. “Ahora hace melódico internacional”, sentenció mi gran amigo de
entonces, ofendido con su antiguo ídolo. Yo, más uruguayo, menos capaz de locas
pasiones, no me deshice de mis discos. Por suerte.
But the room is just
an empty space. Ahora es
sospechosamente fácil pensar que el de 1999 es el disco más flojo de los
noventa de Bowie: se lo puede sentir descafeinado, soso, blando o poco
interesante, sin dudas, pero lo importante aquí es que al año siguiente de lanzarlo Bowie culminó su lenta escalada hacia
el prestigio y estalló como la supernova oscura que damos por sentada. Así, el lugar común señala que tras la
catástrofe de los discos Tonight (1984)
y Never Let Me Down (1987), y del
proyecto de demolición que significó la banda Tin Machine, fue necesario pasar
por los cinco discos noventeros (Black
Tie, White Noise, The Buddha of Suburbia, 1.Outside, Earthling y …hours) para restaurar el brillo en la
imagen de Bowie, y que el momento en que ese proceso alcanzó su objetivo fue el
recital del 25 de junio de 2000 en el festival Glastonbury, aunque un buen
precedente fueron los dos conciertos en el Roseland Ballroom de New York, el 16
y el 19 de junio y una confirmación de esas glorias renovadas fue el
maravilloso recital del 27 de junio en el BBC Radio Theatre de Londres (que
tiene, permítaseme añadir, la mejor versión en vivo de “Ashes to ashes”).
Después vendría la última tétrada de álbumes: Heathen (2002), Reality (2003) –seguidos por otra gira épica y diez
años de silencio–, The Next Day (2013)
y, finalmente, Blackstar (2016).
You promised me the
ending would be clear. Hay,
sin embargo, una gran diferencia entre los trabajos de Bowie de 2013 y 2016 y
los de 2002 y 2003, y una clave posible de esa distancia que los demarca podría
esconderse en los noventa. La primera gira de esa década había sido The Sound and Vision Tour, pensado como
una “despedida” (en efecto Bowie declaró no tener planes de volver a tocarlos)
del catálogo de hits propuestos desde un enfoque minimalista de dos guitarras,
bajo, batería y teclados, con los músicos (menos el guitarrista Adrian Belew)
literalmente escondidos detrás de una pantalla en la que se proyectaban
imágenes emblemáticas de la carrera de Bowie. Así, la gira siguiente, la del
disco 1.Outside, o bien descartó los
hits más obvios (nada de “Modern Love”) o bien los reescribió de acuerdo a la
estética industrial/metal/noise del
álbum en cuestión. Menos de dos años después, la gira de Earthling repitió el gesto: prescindiendo de los hits más obvios se
procedió a reformar otras tantas canciones del repertorio de acuerdo al modelo jungle o bass & drums del disco, y en ese sentido las giras centrales de
Bowie en los noventa significaron dar la
espalda –en más de un sentido– al pasado: una época de reescrituras, riesgos y
experimentación, una época desbordante de futuro. Y el final fue, por supuesto,
…hours. Ya en su gira habían empezado
a sonar canciones como “Life on Mars?”, “Rebel Rebel” y “China Girl”, apenas
reformadas o, mejor dicho, restauradas,
porque Bowie, explícitamente, volvía a sonar como había sonado (o debido sonar) antes de sus años al borde:
había definido retrospectivamente (es decir produciendo
un nuevo pasado) el sonido que hacía (que habría de haber hecho siempre) a
su esencia y se apoderaba de él. Bowie sonaba a Bowie, por fin: ese Bowie que
siempre había sido, disfrazado por los cambios (y por eso no es extraño que los
relatos de Earl Slick y Gail Ann Dorsey sobre la gira de Reality insistan en su sensación de haber accedido al “verdadero
Bowie”; cosa que, por supuesto, se calcinó en el aire con la salida de “Sue” y,
después, Blackstar) y los esfuerzos
experimentales. Después, el paso logístico definitivo consistió en desplazar
del centro las canciones de …hours
(los shows del Hours Tour incluían siempre “Thursday’s Child”, “Something in
the Air”, “Survive”, “If I’m Dreaming My Life”, “Seven” y “The Pretty Things
Are Going to Hell”) y llenar los largos sets con hits. Para muchos, Bowie había
vuelto por fin. El hecho de que Reeves Gabrels, el guitarrista y co-compositor
que lo había acompañado a lo largo de los noventa, fuera desvinculado de la
banda en vivo sólo parecía hablar de que esa era de experimentación había
terminado y Bowie, como lo confirmó la igualmente hitera gira A Reality
Tour, tras haber domesticado por fin un campo de autenticidad capaz de
producir ese sonido de siempre, se había convertido en un cantante ejemplar, un
entertainer consumado, un realista
musical capaz de dar a cada canción su tratamiento justo, su mejor versión. En
contraste con los noventas, el riesgo se había replegado: no desaparecido del
todo, pero sí disimulado, escondido en las performances de guitarra ambient de
Gerry Leonard, por ejemplo, en las que eran clonados e hibridados Robert Fripp,
Adrian Belew y el propio Reeves Gabrels (mientras, en el otro rincón del
escenario, Earl Slick hacía el papel de guitar
hero rockero para distraer la atención). Así, Heathen y Reality fueron
álbumes que reclamaban ser valorados ante todo como música: no operaciones
conceptuales (como The Rise and Fall…)
ni maximalismo ocultural hipersticional (como Station to Station) ni sonología orientada a paisajes y objetos
(como Low), solo el buen hacer
musical de un musico, cantante y letrista descollante. Bowie había sido
reducido a una de sus facetas, y aunque esa faceta reflejaba galaxias enteras,
lo que faltaba lo haunteaba todo: el
Duque Blanco escondido en la oscuridad, como veríamos años después en el video
de “Love is lost”, que inaugura otra época,
la tardía, la del weird de Blackstar.
Los noventas habrán de haber sido siempre el
futuro. Pero ¿qué (no) pasó con el cambio del
milenio? Esta es la pregunta ocultural por excelencia, como bien señaló en su
momento la CCRU. Hipótesis: Bowie dio su respuesta, anticipada y ansiosa como
siempre, con …hours.
Maybe I’m born right
out of my time. En los
países del Cono Sur, o todavía más específicamente, del Río de la Plata, la
idea de equiparar los noventa con el futuro es incómoda, en tanto parece
sugerir, a primera vista al menos, un retorno a aquella era de neoliberalismo
que los posteriores gobiernos progresistas/populistas/de izquierdas resignificaron
como una época oscura de nuestra historia reciente. De hecho, las izquierdas
que gobernaron Uruguay y Argentina durante los dosmiles fueron izquierdas humanistas-folk, alimentadas por los últimos
remanentes energéticos del Mayo Francés –con el presidente uruguayo José Mujica
como gran tótem-zombi terminal de una época– , y por ello las temporalidades en
juego fueron las del realismo capitalista denunciado por Mark Fisher no del
todo bien entendido y complementado por un refuerzo ideológico-hipersticional
que pretendía no tanto demostrar la falsedad de la “no alternativa” sino más
bien disimularla con una retórica de sabiduría triunfalista y apelaciones a una
tecnología humanista, un desarrollo sustentable y un capitalismo con rostro
humano. Pero ya para 2016 esas producciones de temporalidades empezaron a dar
paso a la época weird en la que nos
encontramos; la muerte de Bowie pareció coincidir (modo hipersticional ON) con
un reboot de la historia que
resignificaba el lugar de las izquierdas y las reducía a una adusta Resistencia
frente al avance de la derecha alienante y, sí, digámoslo de nuevo, inhumana; pero ante la parálisis ocular
del ciervo deslumbrado por los faros del coche proverbial en medio de la noche
rutera, los flujos no se detuvieron y las cosas siguieron con su costumbre de
cambiar. Es cierto: no supimos donde mirar y buscamos confort en la retromania
que nos había acunado desde 1999 o 2000 o 2001 vaciando de significado toda
producción de futuro, pero en las sombras ya se habían levantado los edificios
más extraños, de modo que esa arquitectura pronto nos fagocitaría, procesaría y
regurgitaría en un futuro que ya no sería nuestro o que, simplemente, dejaba
claro haber comprendido que el futuro en realidad nunca hubo de ser nuestro (porque no podía ser de nadie: es sabido
que la gran hiperstición del progresismo prometeísta, sea el de la izquierda
folk, el del cosmismo ruso o el del transhumanismo, es creer que tenemos algún
tipo de derecho al futuro inajenable de nuestra agencia humana). De hecho
dejaríamos de existir pronto, salvo que –se nos decía desde la cámara de ecos
de la Seguridad Humana– siguiéramos resistiendo.
Y a resistir nos dedicamos, bajo las máscaras de Occupy, bajo los códigos
del hacktivismo más ramplón, bajo las banderas de los indignados. Pero, por
supuesto, la pandemia fue/es el tiro de gracia a esa ilusión de una resistencia
posible. No es que el COVID terminara de matar al humanismo del siglo XX: a
todos los efectos ese humanismo ya estaba muerto y el virus, apenas, ayudó a
despejar los cadáveres. Lo cual no quiere decir que demasiados zombis no asomen
por ahí su carota carcomida.
Those darkest of
years that had no sound. El
término “ochentero” (variante: “ochentoso”) fue anatema en Montevideo a lo
largo de los noventa. Señal de una vanidad ridícula, de una moda trivial, de un
camp quebrado en términos de capital
simbólico y un culto superficial al artificio narcisista, el ethos estético ochentero fue confrontado
por lo extremo, lo anticonformista, lo visceral, lo desnudo. Muchos habíamos
pasado los primeros años de la década vistiendo camisas de franela, llevando el
pelo lo más descuidado posible y suspirando por la muerte de Cobain o, si no
nos conformábamos con esta suerte de nueva sinceridad mainstream, invertíamos en oddities
alternativas como The Smashing Pumpkins, –si queríamos apelar a lo cute–, o Tool si planeábamos ir más a
fondo con nuestros piercings, tatuajes y tendencia a hablar de sexo anal y fisting ante gente pacata y seria. Otra opción era escuchar
“electrónica”, sobre todo si nos gustaban las drogas (en Montevideo no es que
se consiguieran muchas ni muy interesantes: hubo que esperar hasta 2002 para
que cristalizara una escena orientada hacia la ketamina, por ejemplo) y
apostábamos más seriamente por el futuro. Porque en términos de producción de
temporalidades, esos fueron los últimos años del futuro (y la música llamada
electrónica era el futuro, como
dejaron claro todos los viejos roqueros, desde los Rolling Stones hasta Soda
Stereo), mientras los ochenta se convertían en el pasado a sepultar para
siempre. ¿Y qué pasó después? Tras la cancelación del futuro, el horizonte
hauntológico alcanzó la década de los ochenta y de pronto todo aquello que
habíamos querido evitar allá por 1995 comenzó a producir más y más capital
simbólico. Ya años antes de Stranger
Things, es decir, muchos habíamos empezado a escuchar synthpop y buscarle la vuelta snob a andar con un vinilo de los
primeros The Human League bajo el brazo; otros habíamos recién descubierto el krautrock, que era el lado B de aquella
década de los setenta explorada con veneración en los noventa, y lo unimos de
inmediato con Bowie en Berlín, con el postpunk, con los primeros ochenta. Otros
redescubrimos el ciberpunk, otros descubrimos cómo volver a ser camp bajo una cómoda vía de
recirculación queer que adoraba las divas de los ochenta resignificándolas con
los esteroides estéticos de hermosas Drag Queens retro como Sharon Needles o
Jynx Monsoon. Y, bajo los carteles de neón del club Technoir, jugábamos mucho,
muchísimo al Super Mario Bros. Mientras sucedía todo esto los noventa se
volvieron un poco ridículos: nos ruborizaba recordar su momento temprano, con
aquellos colores flúo, con el Show de Bill Cosby y las primeras dos o tres
temporadas no-clásicas de Los Simpson, con
el rapeo de MC Hammer y sus seguidores (incluyendo su maravilloso clon
uruguayo, JazzyMel), con los horribles efectos especiales de El hombre en el jardín y la berreteada
de Johnny Mnemonic y Días extraños, con el candor ya
percibido como algo esquemático de Quentin Tarantino, y sentimos así una
incomodidad difícil de disimular. Sí, habíamos estado ahí, revolcados en el
lodo de nuestro propio Woodstock.
Down in space it’s always
1982. Por “horizonte hauntológico”
entendemos ese umbral en la historia reciente que separa de lo contemporáneo la
última época pensable como tal, diferenciable y diferenciada del presente en su
cultura pop, sus estéticas hegemónicas, su archivo inmediato y, además, capaz de generar espectralidad. Los
ochenta, en 2008, nos asediaban como el fantasma que recorría la playa terminal
de nuestro presente: esas promesas fisherianas de futuros que no llegaron a ser:
¿qué había sido de aquellos sonidos, dónde estaba el futuro que habían
prometido, por qué no vivíamos allí?. El horizonte hauntológico de los noventa
estaba en los setenta; entre el milenio y 2016, en la década siguiente. En
estos últimos años, son/serán los noventa. Y con ellos, el futuro.
Something is going to
happen this year. En otras
palabras: de pronto, y hace no tanto, entendimos que el futuro quedará en los
noventa. La hauntología fisheriana/ochentera se ha agotado: la producción de
temporalidad es ahora weird y
retrocausal: los noventas habrán de haber
sido siempre el futuro, y allí está Bowie como el minotauro de este
laberinto particular (así lo vinos, después de todo, en el video de “The
Heart’s Filthy Lesson”). El Bowie de Earthling,
1.Outside y, también, …hours. ¿Cómo
no ver ahora que el disco de 1999, con su sonido de parque temático de lo
digital, con su exacerbación de todas las connotaciones –el sonido frío,
aséptico, limpio por demás, inhumano– de
lo digital después anatemizadas por la línea del fundamentalismo analógico
dosmilero, con su nostalgia, con su retorno en Bowie al músico de catálogo,
decía el potencial latente de su tiempo para engendrar, en cuestión de un par
de años, la época ballardiana que ahora agoniza? Esa época que vería el declive
de la producción de significados a través de la noción de futuro, el declive
del concepto de álbum, el declive (al menos en el mainstream) de la pretensión moderna de ser capaces de cifrar una
época en sonido y visión. El capital fluiría entonces entre las canciones, no
entre los discos, o entre las giras, no entre los soportes materiales y la
calidad hi-fi del sonido, que de pronto perdió su cosidad y se volvió una mera
instrumentalidad para bailar o emocionarse o lo que fuese, como en una
intensidad teleopléxica negativa.
Bring me the disco
King. A fines de los
setenta los discos de Bowie se vendían bajo la etiqueta hipermoderna de lo
nuevo inmediato: el futuro, se decía, pertenecía a aquellos que podían oírlo
llegar. La temporalidad replanteada en términos de sonido, o sea ya no música (hacía demasiado tiempo que se
repetía aquello de que la canción sigue siendo la misma) sino sonido. Y a eso –porque poco había para
decir desde la música que no fuera lo ya dicho– apuntó …hours con sus
habitaciones blancas revestidas de plástico, sus perspectivas de laboratorio
sovietpunk y estudios mutantelepáticos, esos pasillos de arquitectura terminal
o ciudad al borde del fin del mundo, cuando todo había terminado ya o nada
había llegado a ocurrir. ¿Una canción emblemática? Es fácil: “Something In The
Air”, el rostro del álbum, antepasado directo de la más siniestra aún “Love is
Lost” y de todo Blackstar. En estos
términos, si el disco de 2016 se instala en un loop retrocausal y weird que redefine la historia de Bowie
como un mundo paralelo que nunca llegamos a atisbar del todo (véase, por
ejemplo, la trama de conexión entre dos planos de la realidad o “dimensiones”
que hace al video), en cuanto al vector temporal de los noventas, que apuntaba irrevocablemente
al futuro, el último disco de Bowie habrá siempre de haber sido …hours. Lo que siguió, en términos de
Philip Dick –y no estoy hablando de calidad en la música, insisto, no me
importa la música, ¿a quién le importa en
verdad aquello por lo que hemos tomado la música o que nos han dicho que es
la música?–, fue tiempo ersatz, tiempo
simulacro, tiempo holográfico: el elegante paréntesis de Heathen y Reality. Y lo
que vino todavía después, Blackstar,
pertenece a otra temporalidad, a un mundo weird,
de tiempo inhumano.
Waiting for the gift
of sound and vision. Nos
hace el sonido, el timbre, la textura; allí se abre, extiende y proyecta la
temporalidad, allí se produce el futuro y se organiza el pasado, allí emerge la
memoria y la identidad, allí pautamos la hiperstición del sujeto y el mito
gnóstico de la persona en tanto
unidad narrativa de la historia de sí narrada desde el punto más lejano a la
materia y por tanto más espectral: allí somos
ambient, ese espacio fundado por el recorrido de los fantasmas.
Brilliant Adventure. Pero si hay un corazón de tinieblas
en los noventa de Bowie, ese es Earthling.
No se puede pensar en otro disco capaz de desbordar con mayor intensidad el
futuro, no hay otro disco en la discografía de Bowie que haga de la producción
(visionaria) del futuro su tema de manera más explícita, tan felizmente poco sutil,
tan sobreexplicada, como si fuera el primer
que nos enseña a leer los signos del futuro: tanto es así que en el fondo
no importan los sonidos más o menos random de Reeves Gabrels ni los tracks
vocales grabados como guía y convertidos finalmente en la voz principal, ni la selva selvaggia del jungle ni los polirritmos, aunque sea todo eso el vehículo o quizá
el canal por el que Earthling dice
venir del futuro para tomar nuestra época y llevarla hacia donde finalmente
nada la llevó, porque allí estuvo, por última vez –y allí quedó abandonada,
acaso el relato último del disco–, la idea de que íbamos hacia un lugar del que
podríamos dar cuenta, un futuro nuestro,
que sostenía una relación posible con un nosotros
cómodo y dado por sentado, un lugar –el futuro– preparado para nosotros. Extirpar
esta idea vacío la temporalidad, y sólo en los últimos años la marea volvió a
llenarla, aunque ya no en relación al sujeto (el terrícola, es decir el earthling) que creímos ser (para eso
está la distopía, un mal simulacro hiperhumanista del futuro) sino hacia una
alteridad que nos oblitera y nos exhibe como su propia sustancia, desde siempre.
Earthling deja atrás el humanismo
tanto como los discos más especulativos de la obra previa de Bowie, sí, pero en
dirección a un transhumanismo, no necesariamente a un posthumanismo
especulativo (territorio que Bowie reconquistaría en Blackstar y que había atisbado en 1.Outside); en el mundo de Earthling,
es decir, nosotros en tanto sujeto colectivo somos aquellos que podremos llegar a un concebible más allá
tecnológico capaz de fundar futuro desde nuestra agencia técnica. Si al final
del proceso hay una alteridad alien, el devenir es más bien un vector, una
continuidad sin fisuras; así, en el video de “Little Wonder” el tecnoalien
neoziggy recorre el metro y se mueve por el laberinto de una filmación time-lapse de las calles de la gran
ciudad humana de fines del siglo XX, el pináculo de la civilización, al decir
del agente Smith en Matrix; es un
recién llegado, pero las marcas de su camino, del camino que lo trae de vuelta
desde el futuro, están a la vista; complementariamente,
el otro gran video dirigido en esos tiempos por Floria Sigismondi –el de “The
Beautiful People”, de Marilyn Manson– apuntaba al reverso weird de una República de Saló, un fascismo retrofuturista en el
que el tiempo todavía por venir estaría hecho de grandes ruinas y edificios y
espacios que exhiben su propia e inexorable antigüedad (¿y no es eso lo que
diseñó Villeneuve para su Dune, esas
construcciones liminales, esas ciudades antiquísimas del futuro remoto?) mientras
el alien se revela como aquello que siempre estuvo allí, en nosotros. Los
noventa, entonces, alcanzaron su punto más alto, o el final de su descenso
conradiano, con esa coincidentia
oppositorum. …hours, entonces, se convierte en la visión de un no-futuro retromaníaco
que lo tomaría todo por al menos dieciséis años. ¿Cómo no iba a desilusionar,
entonces, arrebatándonos el futuro cuando todavía nos deslumbraba su disfrute?
¿Cómo no sería tan marcado el contraste con su predecesor Earthling, si producía precisamente la temporalidad opuesta? Quizá
nos llevó demasiado tiempo comprenderlo.
Publicado en Killed by Trend el 20 de diciembre de 2021
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