La galaxia Góngora, Gustavo Espinosa / Ganar y perder, Jorge Alfonso / El oso, Diego Recoba

 uizás las opciones más fácilmente configurables como atractores de lecturas en La galaxia Góngora, última novela de Gustavo Espinosa, sean, por un lado, la que privilegia el gesto autoficcional y, por otro, la que aproxima genéricamente el libro a Pálido fuego. Esto, por supuesto, no procede de manera mutuamente excluyente; así, una buena fantasmagoría de lectura total o suficiente de la novela de Espinosa queda ensamblada sin mayores fisuras, incomodidades u oscuridades en torno a la combinación de ambas: una novela, es decir, donde la metaescritura queda escenificada en una autoficción, y los sujetos productores de textos ficticios y los sujetos lectores de textos ficticios articulan un discurso de sí que remite al autor real y su circunstancia histórica inmediata. 

[1.1.1] Las otras novelas de Espinosa, en particular la trilogía formada por Carlota podrida, Las arañas de Marte Todo termina aquí, escenifican un desplazamiento de la escritura hacia lo autobiográfico, desde el que los lectores enfrentados a La galaxia Góngora han de reconocer (han de sentirse atraídos a ese reconocimiento, es decir) diversos gestos familiares y emblemas de la obra anterior, por ejemplo una oposición entre un interior del país pauperizado —y su representación miserabilista— y una Montevideo presentada por contraste, o el intelectual preso en un ambiente donde la distancia con lo que daríamos en llamar “civilización” queda resuelta en términos de pintoresquismo, miseria y bizarro, y que encuentra/proyecta/fantasea en la capital del país una cámara de ecos sentida como más adecuada o a tono con lo que se cree merecer. 

[1.1.2]

Hacer de “Gustavo Espinosa” —y de otras personas históricamente reales presentadas en su órbita (como Amir Hamed, Sandino Núñez, Gustavo Verdesio o Gustavo Alzugaray)— uno de los personajes clave de La galaxia Góngora, entonces, no solo ensaya el modo autoficcional (en el que, digámoslo rápido, el “autor real” es remixado como una entidad ficticia) sino que subraya al mismo tiempo su conexión evidente con discursos exteriores al texto, sean ficticios (las otras novelas de Espinosa, que riman temática y conceptualmente o las novelas autoficcionales de Hamed y Alzugaray) o (auto)biográficos, para construir un discurso (auto)biográfico: un relato del autor real. La novela de Espinosa, por tanto, no solo propone un autor ficticio y su poema pretendidamente portentoso (Evergisto Richar Cuenca y su “Soledad N”) y abunda en un relato y una personalidad a partir de la lectura de este poema llevada a cabo por uno o varios personajes de ese mundo ficcionalsino que ese relato y esa personalidad quedan presentados en relación a “Gustavo Espinosa”, lo que pauta una sugerencia de autobiografía para jugar a la autoficción, o de autoficción mientras se sobreentiende la autobiografía. Esto, entonces, parece cerrar un loop de retroalimentación positiva por el que la novela, hipersticionalmente, produce su propia realidad o impresión de realidad, sin aventurarse más allá del contorno de una presunta “literatura del yo”; el hecho de que el autor del poema sea un intelectual promisorio atrapado en un espacio semiurbano, miserable, pintoresco y bizarro (pijas gigantes incluidas), debe entenderse como un énfasis tan innecesario como inevitable y decorativo: parte de la elegancia de un estilo, por decirlo de alguna manera.

[1.2]

¿Sin aventurarse más allá del contorno de una presunta literatura del yo? Quizás no sea así, puesto que el circuito de producción recién esbozado produce, a su vez, un residuo que ha de entenderse tanto como un lugar de otredad a la lectura autoficcional, autobiográfica, miserabilista, realista, pintoresquista y bizarra (con su épica degradada y tragicómica) como su reserva de energía. Así, la lectura “otra” de Galaxia Góngora —y esto no debería sorprender dado el primer término privilegiado a nivel de título, “galaxia”, ni un antecedente tan notorio como “las arañas de Marte” y su alusión no del todo productiva en términos de su relación con la novela a la ciencia ficción sónica de David Bowie y su Ziggy Stardust— construye a la novela de Espinoza como una de ciencia ficción. Después de todo, el poema de Cuenca es presentado en términos de un vínculo con la ciencia ficción, en tanto moviliza tópicos consabidos y evidentes del género (viajes en el tiempo, cíborgs, temporalidades alternativas, paradojas retrocausales).

[1.2.1]

Por supuesto, la opción más económica para el lector es encerrar la ciencia ficción dentro de la ficción-dentro-de-la-ficción o el texto dentro del texto: la novela La galaxia Góngora no es de ciencia ficción, pero de alguna manera trata de (entre otras cosas) o se sirve de un poema que sostiene alguna relación con el género, parodiando tanto el paroxismo barroco como la truculencia pulp en un juego de interpenetración de la llamada “alta cultura” o la serie canónica en la “baja” o paraliteratura, y viceversaLos lectores de Espinosa, por supuesto, reconocerán el recurso a la mezcla de registros de novelas anteriores y establecerán así una conexión y una continuidad: la ciencia ficción de La galaxia Góngora —o más específicamente de la “Soledad N”— es un guiño literario/conceptual que pertenece al profuso arsenal retórico de su autor. Al menos eso.

[1.2.2]

La novela, sin embargo, tanto potencia esta lectura como exhibe sus fisuras. De hecho, en la “Soledad N” encontramos tantos términos anacrónicos a su tiempo de escritura (y el hecho de que sus textos más tardíos debieron ser escritos no antes de 1986 y no después de 1988 es un dato de importancia en el relato, discutido por el exégeta/narrador, por ejemplo en la página 155) que este énfasis parece volverse significativo. De hecho, el aparato de notas al pie que escenifica la lectura del poema por parte del personaje Graciela Gancio Mandián (la única caída de la novela en un humorismo burdo de chiste tonto y obvio repetido demasiadas veces, y posiblemente su único defecto concebible) sirve para destacar algunas, para volverlas aún más visibles con el subrayado. 

[1.2.2.1]

En la página 187 encontramos el heptasílabo “la estantigua steam punk” y la llamada a pie de página en la que Gancio Mandián declara no haber comprendido el término (“no hemos podido establecer el significado preciso de esta expresión”); ahora bien, es sabido que el subgénero de la ciencia ficción que extrapola a un retrofuturo la tecnología y la estética victorianas, si bien declara antecedentes en novelas de Mervyn Peake y Michael Moorcock para fechas tan tempranas como 1959 y 1971 respectivamente, no daría con el nombre por el que lo conocemos desde hace bastante tiempo ya —steampunk, por supuesto— sino hasta 1987, en una ahora célebre carta del escritor K. W. Jeter al correo de lectores de la revista Locus, donde proponía llamar “steam-punks” a obras como su novela Morlock Night (1979) y al clásico Las puertas de Anubis (1983) de Tim Powers. Por supuesto, si bien es posible que un ejemplar de Locus cayera en las manos de E. R. Cuenca a tiempo para que el término le llamara la atención lo suficiente como para incluirlo en su poema, esto parece en extremo inverosímil (o al menos tan extraordinario como para demandar una economía de circulación de información que lo explicite); en rigor, hubo que esperar hasta 1995 (y la llamada “trilogía Steampunk” de Paul Di Filippo) para que el término y el subgénero alcanzaran cierta notoriedad, y todavía más para que se abriera camino hasta el Río de la Plata y sus escritores de ciencia ficción. Por supuesto, es posible que esto simplemente ponga en tela de juicio la afirmación —reiterada en el libro— de que la “Soledad N” fue escrita no después de 1988, pero más que generar certezas, el aparato de inserción de anacronías funciona potenciando ambigüedades, sospechas, lecturas paranoicas. ¿Cómo pudo Cuenca, fuese cuando fuese, dar con el término steampunk desde su sepulcro en Vergara? El esquema de lectura de las novelas anteriores de Espinosa —intelectual sensible atrapado en un entorno miserable— propone otro énfasis aquí: ¿steampunk, en Treinta y Tres, y en los ochenta, o incluso en los noventa? No es imposible, diríase, pero sí improbable.

[1.2.2.2]

El término “fractal” (p.225, “Paris fractal/Pekín abstracta…”) también es sospechoso de anacronismo. Si bien Benoit Mandelbrot lo definió con precisión recién en 1982 (aunque había, según sus propias declaraciones, creado el término en 1975), su uso generalizado en las artes y su presencia en la cultura pop debió esperar al menos una década (por ejemplo, Arthur Clarke introduce el concepto en su novela El espectro del Titanic, de 1990).

[1.2.2.3]

Los “geysers de nitrógeno” (p. 205) de Tritón, el satélite de Neptuno, fueron descubiertos por el Voyager 2 en 1989.

[1.2.2.4]

Y acaso el más evidente de todos: “programados por prácticas / impresoras 3D” (p. 200). El término en sí, “3D printing”, data de 1993, pero el uso generalizado de esta tecnología —o incluso el conocimiento de su existencia— debería esperar como mínimo hasta los primeros años del siglo XXI.

[1.2.2.5]

¿Y si se estuviera diciendo aquí que el lenguaje poético desborda toda temporalidad racional, causalidad o cronología y produce él mismo en virtud de su magia las palabras del futuro, más o menos como Mallarmé decía creer que su proceso de escritura había producido la palabra ptyx en tanto griega sin que él supiera la realidad de tal afirmación, haciendo del término una hipertición terminológica que establece retrocausalmente la constatación de su presencia en el léxico en cuestión? ¿Si se trata una vez más del tropo rimbaldiano del poeta como visionario, y de su magia que trae palabras del futuro pensada como residuo inevitable de la más intensa práctica poética o poemática? Bien, concedido, pero esta es también otra posibilidad.

[1.2.3]

En cualquier caso, no es cuestión de seguir listando ejemplos, sino más bien de señalar que, en principio, la novela se finge “realista” y que, además, en el contexto de la ficción-dentro-de-la-ficción (o el poema-dentro-de-la-novela), o sea en la “Soledad N”, los desplazamientos en el tiempo o cronotransportaciones (p. 206) son un elemento de especial relieve. Por tanto, estos anacronismos o fisuras en la temporalidad sugieren la producción de un significado adicional, que se apila en capas sedimentarias para conformar el residuo aludido en [1.2]. 

[1.2.4]

Si el texto de la “Soledad N” no pertenece a su época, entonces, sencillamente, viene del futuro, como una hiperstición o como Skynet.

[1.2.5]

Ese origen exterior a la secuencia temporal, y por tanto su autoría ajena a la cronología establecida por el relato encuentra un eco en otra zona del libro. En efecto, dado el más bien guarango/irrisorio antecedente poético de Cuenca (un libro de poemas que pasa más bien por la reiteración de un chiste liceal), la “Soledad N” en tanto texto del que se presupone cierto portento poético parece también extraña, y se entiende la afirmación del Amir Hamed ficticio en cuanto a que “Evergisto Richar no va a escribir ni ese poema ni una sola línea más” (p. 112). En el folklore bluesero, por otra parte, abundan los relatos de músicos correctos o mediocres que, tras una ausencia o breve desaparición, regresan imbuidos de un virtuosismo sobrehumano. El paradigmático es el caso de Robert Johnson, por supuesto, de quien se diría después que pactó con el diablo en los crossroads, pero también se ha contado el cuento de los días más tempranos de Jimi Hendrix como guitarrista: un paracaidista que tocaba la guitarra en sus ratos libres sin asombrar a nadie para, de pronto, reaparecer con un talento que todavía hoy nos asombra. El lugar ausente es el de una experiencia, un contacto con el afuera, un evento, epifanía, revelación o transferencia, no del todo ajeno a ese otro mito del siglo XX: el de la abducción alien. ¿Qué le pasó a Cuenca que lo volvió capaz de un texto tan abrumadoramente distinto a lo que había escrito anteriormente, y para colmo asimilable a un modelo canónico específico en términos de parodia, reescritura, secuela y replicación? No importa que se pueda sostener que la “Soledad N” no es “en verdad” ese portento poético: el libro de Espinosa es exitoso a la hora de convencernos, de instalar el valor del poema de su personaje: publicado aparte, es decir, produciría otro significado (de sí), pero en la novela es un texto cargado de maravilla.

[1.2.6]

En última instancia, la autoría alien del poema queda sugerida por su propia estructura, que incluye irrupciones (distinguidas incluso tipográficamente mediante el tan legible uso de las itálicas) de un “escoliasta” o comentador o exégeta, que salpica de “notas” el texto, estableciendo un contraste de intensidad con los “otros” versos. Así establecido, el texto es en definitiva obra de dos sujetos (su presentación en el libro y su espacio ficcional, además, incluye las notas al pie de Gancio Mandián) o de dos instancias de un autor desdoblado: un yo que no es siempre él mismo, un sí mismo que es por momentos otro. 

[1.3]

Así, la novela establece la posibilidad de una lectura que atribuya a otro buena parte de la “Soledad N” y arriesgue la hipótesis de identificar a Cuenca con ese “escoliasta” tan fascinado por el texto a comentar como saturada/vencida por éste se nos presenta Gancio Mandián. El otro, en virtud de los anacronismos, es sujeto de un viaje por el tiempo: ese Góngora protagonista del poema (que por tanto deviene autobiografía/autoficción) que entra de alguna manera en contacto con Cuenca y le ofrece el poema (o le es robado). Aparece entonces otra historia, elaborada a partir de anacronismos e indeterminaciones que, además, se inserta en un género específico, la ciencia ficción. Un relato contado en los agujeros de la trama, en sus túneles o ()complex negarestaniano. 

[1.3.1]

En esta línea adquiere un significado especial el anacronismo del steampunk, particularmente si lo vinculamos a una de las novelas fundantes de ese subgénero, la ya mencionada Las puertas de Anubis, en la que Brendan Doyle, un académico especializado en romanticismo inglés, viaja al siglo XIX y procede a buscar a uno de los poetas que más ha estudiado, William Ashbless. No lo encuentra, sin embargo, y pronto cae en la cuenta de que ha repetido inconsciente o involuntariamente sus movimientos por la ciudad, sus tabernas y sus prostitutas según los narran las biografías en uso; entonces, como en una epifanía o despertar-de-la-fuerza, Doyle concluye que él es Ashbless o, mejor dicho, que él habrá de haber sido William Ashbless, y de paso escribe su obra, estableciendo el loop retrocausal. Doyle leyó toda su vida académica la obra de Ashbless, para después descubrir que él mismo la escribió. Por supuesto, cuando Doyle la escribe, en realidad la recuerda (Sócrates sonríe)¿Cuál es el origen del poema, entonces?

[1.3.2]

En última instancia, la duda (digamos que no es más que eso, digamos que es mejor admitir que no es otra cosa que es eso y así evitar adentrarnos más allá de los consabidos límites de la interpretación) infecta la matriz genérica autoficcional/metaescritural/autobiográfica del relato y vuelve a La galaxia Góngora un ejemplo de otra cosa: hay un texto (no del todo configurado, espectral, fantasmático, potencial, alternativo, habitante de un universo paralelo) que asoma entre los segmentos de su relato y los versos de su poema: no una convencional ficción dentro de la ficción sino una cualidad ficticia alojada en un concebible más acá/más allá. Esto —esta mera posibilidad, incluso— es inédito en la obra de Espinosa, cuyas novelas anteriores parecen más proclives a conformarse con el lugar que la crítica les ha asignado en términos de lecturas posibles por los caminos del realismo y la narrativa mimética (salvo, claro está, China es un frasco de fetos, un ejemplo temprano de ciencia ficción distópico-bizarra). En definitiva, nadie diría que Espinosa es un escritor de ciencia ficción, ni que su última novela es una novela de ciencia ficción, pero el género y sus lugares comunes en efecto contaminan todos los niveles ficcionales de su última obra: tanto en el relato en sí de la “Soledad N”, con sus cíborgs y viajes en el tiempo, y en la presentación/ordenación de testimonios del narrador/escoliasta de los capítulos impares (que alude, por ejemplo, a los libros de ciencia ficción que “Gustavo Verdesio” prestó a Cuenca), como en ese espacio de indicios cruzados, agujeros o túneles que posibilita la otra lectura, esa por fuera del pacto realista/mimético.

[1.3.2.1]

“Nadie diría que Espinosa es un escritor de ciencia ficción”; de acuerdo, pero ¿qué es un escritor de ciencia ficción? En última instancia, la pregunta puede responderse desde una relación que se establece con una tradición. La ciencia ficción pensada en tanto género propone, como todo género, una tensión entre lo mismo (lo que permite que el lector que busca ese género lo reconozca en el texto que ha adquirido) y lo otro/lo nuevo (ese elemento novedoso que hace que valga la pena leer el texto en cuestión en oposición a descartarlo como nada más que reiteración de modelos pasados), pero esa tensión sólo puede darse en el contexto de una tradición: el autor de ciencia ficción (o de cualquier otro género) ha leído la tradición y es capaz de presentar su obra dentro de esta última; si su impulso es, digamos, modernista, lo hará bajo la pretensión de estar ofreciendo lo último, el límite contemporáneo (o incluso, por qué no, “el futuro”) del género; el lector que busca, precisamente, ese componente de novedad, podrá desestimar al escritor de ciencia ficción que no ofrezca señales de conocer la historia reciente (el “estado del arte”) del género y, por tanto, no haga más que repetir modelos perimidos. Un impulso retromodernista podría partir de ofrecer lo viejo bajo la especie de la novedad, pero esto requiere gestos específicos que conformen conceptualmente la obra. Ahora bien, un escritor que no pertenece al género no sostiene, por definición, el mismo tipo de relación con las tradiciones de este y, por tanto, puede permitirse “anacronismos” o “reiteraciones” en el contexto del corpus ordenado cronológicamente. Si se señala que Mugre rosa, de Fernanda Trías, es una novela de ciencia ficción, se está simplemente aludiendo a una serie de tropos o lugares comunes del género presentes en la novela; algo muy distinto sería decir que su autora es una escritora de ciencia ficción: independientemente de lo que ella tenga para decir al respecto, la relación que sostiene su novela con la tradición cienciaficcionera es otra, tanto que a nadie se le ocurriría (salvo al más fundamentalista de los lectores de gueto) conformar una matriz de valoraciones posibles desde la idea de que no propone nada estrictamente “nuevo” para el género ni reordena sus lugares comunes de una manera capaz de presentarse a sí misma hipersticionalmente como novedosa. Fernanda Trías, en definitiva, no es una escritora de ciencia ficción sino una escritora que ha escrito al menos una novela del género pero que no hace de este una marca de identidad como autora ni un canal de conexión con alguna comunidad de lectores. En ese sentido, tampoco tiene sentido buscarle la “novedad” a la ciencia ficción de La galaxia Góngora, porque la producción de “novedad” sólo es posible en el contexto de una tradición o de una relación específica entre texto y tradición y Espinosa escribe desde un afuera de esa relación como es resuelta desde adentro del género. En otras palabras: Espinosa no es un escritor de ciencia ficción porque Espinosa no es un escritor de ciencia ficción. Los términos separados por el verbo ser, por supuesto, no significan lo mismo.

[2.1]

Si pensamos la obra de Espinosa en general —y La galaxia Góngora en particular— en el contexto más amplio de la narrativa uruguaya reciente, su juego entre lo autoficcional, lo autobiográfico y la metaescritura queda de alguna manera normalizado en relación a otras obras estrictamente contemporáneas que proponen soluciones (ligeramente) diferentes a esa misma tensión.

[2.1.1]

Un ejemplo interesante es la igualmente reciente Ganar y perder, de Jorge Alfonso. En una primera instancia, el libro queda presentado en relación a un discurso autobiográfico/testimonial, puesto en tensión por la presencia recurrente del término “cuentos” en lugares de autorreferencia; el libro, es decir, consta de doce cuentos que, en principio, recurren al mismo narrador puesto en equivalencia con el autor real bajo una apelación al pacto autobiográfico. Pero, naturalmente, esa recurrencia del género cuento como opción declarada por la propia obra a la hora de especificar su organización textual habilita la tensión entre la lectura desde lo autobiográfico/testimonial y la lectura desde lo ficcional. Sin embargo, es difícil formatear la producción de significados del libro desde un lugar que no repare en el hecho de que todos los “cuentos” comparten el mismo narrador y que su ordenación cronológica llama más la atención sobre el todo ensamblado que sobre cada una de las partes. ¿Por qué no llamarlo novela? No se trata de discutirle la opción a Alfonso (quien, en última instancia, opta por continuar su proceso identitario de cuentista, en conexión con sus libros anteriores de narrativa, Porrovideo, Cuentos llenos de abrojos Micromundos), pero tampoco, naturalmente, de alimentar el circuito productor del autor en tanto autoridad definitiva; una lectura más productiva del libro de Alfonso, entonces, quedaría planteada desde esa tensión entre unidad y multiplicidad, entre novela y serie de cuentos, o entre episodios testimoniales diferenciados (“cuentos autobiográficos”) y un discurso autobiográfico episódico (una “novela autobiográfica”). En este sentido, Alfonso se inserta en el territorio del último tomo de Mi lucha, de Karl Ove Knausgård, donde el pacto autobiográfico queda (auto)criticado y erosionado por la exposición de los nombres y apellidos inventados en casos en que los reales se volvieron legalmente problemáticos (y el discurso que emerge sobre los significados producidos por los nombres en relación a la tensión ficción/autobiografía). De manera similar, hacia el final de Yoga, Emmanuel Carrère “confiesa” haber inventado un episodio completo del libro, pese a que los primeros capítulos adoptan abiertamente el modo testimonial o incluso confesional (hasta el punto en que Yoga se ofrece en términos de valor o de interés precisamente desde su conexión con la experiencia personal del autor con la meditación). Alfonso, en cualquier caso, intercala nombres reales con máscaras y apodos, inserta diálogos, pauta atmósferas y, en general, se deja guiar episodio tras episodio por una cierta deferencia para con las pautas estandarizadas de la narrativa y en particular del cuento convencional y su economía de tensiones y disipaciones, a la vez que conecta inexorablemente en una línea cronológica capítulo/cuento tras capítulo/cuento. El resultado produce, en última instancia, una tensión entre autobiografía y autoficción más ligera o sutil que la de Gustavo Espinosa, al menos en tanto si algo enhebra el libro de Alfonso es, irrevocablemente, un discurso de sí, una exposición de su devenir escritor y su proceso en el medio literario uruguayo. Los otros personajes, por tanto, y las posibles anécdotas que proliferan más allá de la línea más o menos evidente de cada episodio (y la del libro completo) adquieren un lugar secundario. El libro es tan declaradamente sobre Alfonso, en definitiva, que su componente ficcional, si bien en ningún momento se aparece como nulo, tiende a cero. Leerlo “como novela”, “como cuentos” y en definitiva “como ficción” es, por supuesto, una opción inextinguible, pero el texto dice otra cosa, y de un modo acumulativamente enfático.

[2.1.2]

Ganar y perder como relato de un devenir autor —o Bildungsroman de escritor— queda a su vez retroalimentado por su lugar en el relato más amplio del regreso de su autor a la narrativa. El libro, así, no sólo narra una serie de episodios que, ordenados cronológicamente, trazan el proceso de Alfonso en tanto escritor, sino que se vuelve él mismo una etapa más de ese proceso. Esto se verifica no sólo desde paratextos inmediatos (“no resultaba fácil volver al ruedo luego de trece años de ausencia”, declara sin más vueltas la contraportada) sino además desde reseñas y entrevistas (“Volver a la carga” fue el título escogido por Sebastián Pedrozo para su entrevista a Alfonso publicada en La Diaria el 7 de enero de 2022), y, en última instancia, estas historias de regresos son una matriz narrativa consabida a la hora de producir identidades de escritor. Quizás la narrativa uruguaya reciente no abunda en historias de escritores más allá de un puñado de individualidades retroalimentadas como exacerbadas o hiperbólicas —Marosa di Giorgio y Mario Levrero en particular, más un ligeramente más difuso, secreto o problemático Amir Hamed—. En términos de la “generación” (empleando el término en el sentido estrictamente etario) de Jorge Alfonso, quizá estas individualidades producidas por relatos de sí específicos se reducen a la figura de Daniel Mella y, por qué no, el propio Alfonso. Ambos, en última instancia, regresaron tras los años de “silencio” que siguieron a un brote consagratorio y a textos presentados por la crítica subsiguiente como ejemplares y capaces de formatear una época. Mella, además, pasó de libros más candorosamente ficcionales a otros donde la pretensión creciente de autoficción (El hermano mayor) o autobiografía (Visiones para Emma) no sólo traza un gradiente negativo de interés (aunque este tipo de juicios de valor, en rigor, no tienen lugar aquí) sino a la par una mayor fijeza genérica y, por tanto, un mecanismo más acotado de producción de significados. Mella “regresó” en 2013 con Lava, un libro de cuentos con pocas (o quizá ninguna en su momento) pretensiones explícitas de autoficción o autobiografía, pero en ese momento el potencial de futuro de su escritura decayó hacia la exposición narrativa del pasado personal. La ausencia de Alfonso, por cierto, no sólo es más relativa —se cifra en trece años si contamos desde la salida de Cuentos llenos de abrojos (2009), pero se cuenta en ocho años desde la publicación del minilibro Micromundos, después reeditado en 2017 y 2019— sino que, narrada en el propio Ganar y perder, queda incorporada a un circuito o mecanismo que produce identidad de autor y da cuenta de acontecimientos tan significativos como un viaje a Cuba en calidad de representante, por así decirlo, de las nuevas letras uruguayas. En cualquier caso, lo más significativo aquí es que el regreso de Jorge Alfonso queda planteado de antemano bajo la especie de un testimonio o repaso de no sólo los años “ausentes” sino, además, de aquellos que llevaron a la aparente consagración en el contexto al menos de su generación y por tanto a su pico de visibilidad; Alfonso, más dramáticamente que Mella, regresa con su pasado, o hace de su pasado el regreso. Esto contribuye a problematizar la pregunta que ronda todos los regresos, es decir aquella por la altura de la obra nueva en relación a la pasada, esa diferencia o incluso gradiente que suele servir de eje al relato de las carreras o discografías de la historia del rock, con sus picos y valles, sus depresiones, miserias y retornos “a la forma” (el recorrido de David Bowie, sin ir más lejos, siempre quedó esbozado como un ascenso tentativo durante los sesenta, una consagración de picos múltiples en los setenta, una caída estrepitosa en los ochenta y una lenta recuperación hasta su regreso definitivo en 2013 tras 10 años de silencio discográfico para, finalmente, aglomerar inextricablemente en 2016 su último y más extraño disco con los hechos de su muerte). ¿Qué tan fácil es no preguntarse por esa comparación posible entre Porrovideo Ganar y perder? La estrategia de Alfonso —no importa si deliberada, consciente, técnica, táctica— fue erosionar la idea de su futuro como escritor haciendo de su regreso un evento retrospectivo; no se nos viene a sugerir hacia dónde puede ir Alfonso (como quizá establecía distintas potencialidades el libro de Mella del 2013, luego cooptadas por la autobiografía/autoficción en textos posteriores) sino de dónde viene. 

[2.1.3]

Ese relato del origen y el proceso está construido, por cierto, con rigor y métier de novelista (no tanto de cuentista, curiosamente), en tanto la selección de anécdotas, la presentación de los contextos y la metaliteratura o crítica o teoría tácita configuran felizmente un retrato de Alfonso ya no como sujeto biográfico o esquema de anécdotas ancladas a una individualidad sino también como productor de textos literarios. Una vez más, por otro lado, poco importa lo deliberado o la apelación más consabida a un metadiscurso sancionado por las instituciones de la crítica, el periodismo, la academia o la más o menos difusa comunidad de escritores: Alfonso establece su posición en solidaridad con una visión tan marginal al sistema de la literatura uruguaya reciente como conservadora/replicadora en relación a las pautas fundamentales de esta.

[2.1.3.1]

En cuanto a lo marginal, Alfonso narra sucesivas instancias de su proceso en tanto autor desde figuras presentadas como individualidades o idiosincrasias bien delineadas (novelísticamente, de hecho) que son capaces de juzgar textos y potencialidades y por tanto moldear producir caminos de escritor, y esas figuras —Sunny Brandi, Ruben Santucho, Hugo Giovanetti Viola, que ocupan sucesivos lugares de magisterio en este Bildungsroman como una sucesión de jefes de pantalla en el videojuego definitivo de la génesis del escritor— son (o devinieron) marginales al campo literario. A la vez, la reiteración de fórmulas como “el joven (…) de Paso Carrasco” (p. 48) y el rechazo múltiple a lo “cheto” en términos de inautenticidad, pose o impostura, subrayado siempre por la narración de anécdotas vinculadas a eventos under cuya calidad de contracultura —y por tanto de contraste con una presunta “clase media” y sus valores— suele ser aprovechada en términos tanto diegéticos como, una vez más, productores de identidad. Alfonso, de hecho, parece presentarse candorosamente desde varios pliegues de outsiderness: cuando narra que intentó contactar a Mario Benedetti en busca de reconocimiento o alguna forma de sanción o espaldarazo, por ejemplo, llama la atención por el contraste marcado de esa búsqueda con el lugar problemático al que había sido desplazado este escritor en el contexto de la generación de Alfonso y, con todavía mayor identidad, de la inmediatamente anterior (la de Gustavo Escanlar, Gabriel Peveroni, Lalo Barrubia, etc); así, Alfonso parece operar (haber operado, es decir) literalmente al margen de las pautas estandarizadas por su contexto inmediato.

[2.1.3.2]

En cuanto a lo conservador, Alfonso apela generalmente a una visión no problematizada de la literatura como aquel residuo inalienable que precipita cuando se ha abstraído el mercado o toda concesión a los procesos tecnocapitalistas. Así, su rechazo a literatura concebida como de entretenimiento y por tanto “comercial” —por ejemplo a la saga juvenil de Harry Potter— pretende siempre declararse como capaz de avanzar de la mano con una apelación a la buena escritura, al oficio o a la construcción minuciosa de una prosa arrojada a una matriz de valoración centrada en lo expresivo y la corrección de acuerdo a las reglas heredadas de esos talleristas más o menos marginales que pueblan el relato de los primeros años en su proceso como escritor. Que la prosa de Alfonso es deliberada, subrayadamente expresiva (su uso de énfasis e intensidades que simulan la oralidad son testimonio fiel de esto), que domina las estructuras consabidas del relato y es capaz de administrar intensidades narrativas, es evidente; no lo es menos la configuración de una literatura (en tanto modelización valorativa y prescriptiva de la escritura) y por tanto su sistema de exclusiones; en ese sentido, el gesto de Alfonso es conservador (esto no implica reaccionario, por cierto: no necesariamente), en tanto da por sentado (por dado desde una posición de trascendencia asimilada a una esencia de lo literario) cierto conjunto de normas y elige vehiculizarlas por el ejemplo y la prédica. 

[2.1.3.4]

Esta apelación a lo marginal y a lo conservador ha de entenderse, naturalmente, en un contexto de estratificación por clase social y de esquemas de acceso a la llamada cultura letrada, que configuran de alguna manera todo aquello que Alfonso —desde su lugar explicitado en el texto de clase media periférica y formación autodidacta— da por sentado en términos de su horizonte ideológico, incluyendo —y en un lugar irradiante— la apelación al arte como expresión de una subjetividad no problematizada ontológicamente y todos los esquemas de lectura y validación de la literatura que emergen de esta noción, entre ellos la centralidad de la individualidad (la “voz propia”), el lugar de la originalidad, la producción del sentido edípico de la influencia, la discriminación entre escritores auténticos y arribistas, etc.

[2.1.4]

Desplazar la pregunta de hacia dónde va Alfonso por la de de dónde viene nos conduce a preguntarnos por Porrovideo o, más específicamente, el lugar de aquel primer libro de Alfonso en el proceso de la narrativa uruguaya reciente.

[2.1.4.1]

Dejando de lado la apelación a su calidad intrínseca (o, mejor dicho, su calidad en relación a la(s) matriz(ces) de valoración que da(n) por sentada(s) el libro, su autor y las comunidades de lectores que dieron cuenta de su calidad), está claro que la producción de Porrovideo como “un verdadero mojón de la nueva literatura uruguaya de la literatura de comienzos de siglo” (por citar la contraportada de Ganar y perder) se vincula a la deriva hacia el centro de la escena literaria de Casa Editorial HUM/Estuario Editora, fenómeno que marcó literariamente esos últimos años de la primera década del sigo XXI. De hecho, el sello Estuario pasó en cuestión de apenas un par de años a convertirse en un canal de visibilización de autores nuevos como probablemente jamás había visto la literatura uruguaya, en la medida en que abrió camino a un sector completo de una generación (la nacida durante la dictadura cívico-militar) y, también, al sector más temprano de la generación siguiente además de redescubrir o volver a poner en circulación la obra de escritores de por lo menos dos generaciones anteriores. Porrovideo, en definitiva, tan producido como productor de (es decir, en retroalimentación con) este proceso, abrió el camino a una sucesión de escritores que publicarían primero en Estuario y después en otras editoriales del medio, entre ellas Banda Oriental (que había relegado exitosamente su compromiso con la presentación de voces nuevas al premio Narradores de la Banda Oriental), Criatura Editora y Fin de Siglo. En la medida en que es posible leer este reformateo del sistema literario nacional como un proceso centrado en la deriva de Estuario/HUM, cabe también asignar un rol paralelo de renovación de la crítica en especial a la promoción de críticos y periodistas culturales visibilizada por La Diaria, muchas veces con un notorio canal directo de vinculación con Estuario/HUM. A una nueva editorial central siguieron (retroalimentaron) nuevos escritores y nuevos críticos, y esa articulación a todas luces inauguró una fase nueva de la literatura uruguaya, que duraría hasta una fecha tan tardía como 2018-2019 o tan temprana como 2016, cuando el impulso de visibilización y puesta en circulación de novedad por parte de Estuario/HUM empezó a ceder frente a la consolidación de esta casa editorial en términos de un mero catálogo de autores (con el aparato consabido de reediciones y cuidado a una galería acotada de nombres recurrentes) y en detrimento de la incorporación de autores emergentes; ese lugar, entonces, quedaría —en la fase digamos actual del sistema literario— disperso por el más bien vasto espectro de editoriales alternativas e independientes, como Pez en el Hielo y Fardo, por nombrar apenas dos. Porrovideo, en síntesis, quedó pronto producido como uno de los libros insignia de esa época, producción alimentada además por la exposición que obtuvo gracias a su (relativamente tangencial, al margen del título) vínculo con procesos de cambio en el estatus legal de la marihuana y, por tanto, de suerte de “legitimación” de los reclamos de ciertas comunidades que, devenidas lectoras, pudieron producir una suerte de representatividad en el libro de Alfonso.

[2.1.4.1.1]

No faltará quien señale que esa “representatividad” es extraliteraria y que “por tanto” debería quedar al margen de una lectura del libro en tanto “literatura”: aquí, sin embargo, se piensa en la literatura no tanto en términos de una economía de lo literario sino en conexión a todo aquello que pueda ser sujeto de una teoría más amplia de la cultura, y así Porrovideo no sólo actualiza su potencial significador dentro de la modelización del lenguaje propuesta por lo literario o la literatura sino, además, en conexión con una gama mucho más amplia de afectos, texturas lingüísticas, psicogeografías, sonologías cifradas en la palabra, estéticas, producciones de identidades, subjetividades y temporalidades y lazos comunitarios.

[2.1.4.2]

La producción del significado de Porrovideo como obra “mojón” es, en definitiva, histórica por partida doble.

[2.1.4.2.1]

Primero, porque depende (esta afirmación es trivial) tanto de las circunstancias de su momento de publicación, que (una vez más, trivialmente) no son las mismas que cabe verificar a la hora de la salida de Ganar y Perder, como de la modelización de ese devenir en términos de una historia literaria construida desde ese presente cuya circunstancia es notoriamente distinta a la referida.

[2.1.4.2]

Segundo, porque alimenta una construcción de la historia de sí llevada a cabo por la casa editorial que la publicó en términos de su propia producción de identidad editorial, dando cuenta de un pasado en línea con la manera en que el libro da cuenta del proceso de sí del autor.

[2.1.4.3]

¿Cómo pensar en la producción de valor hoy de Porrovideo por fuera de su percibida o aparente importancia histórica? Un proceso de deshistorización que lo convierta en “buena literatura” en desconexión con la historia de la literatura debería apelar a cualidades pretendidamente esenciales de lo literario, pero sabemos que estas han de ser producidas en oposición a dadas, y esta producción sólo puede ser llevada a cabo en el seno del sistema literario y sus circuitos (la crítica, las editoriales, las comunidades de lectores, etc) y en un devenir temporal cuyo relato conforma una historia. No hay “verdades eternas” en la literatura que no se pretendan dadas en conexión con otras “verdades eternas” de lo humano en tanto sujeto productor trascendente de lo literario: así, toda deshistorización de lo literario deviene un programa humanista y, por tanto, sujeto a una crítica que pretenda disipar trascendencias y se aproxime al anclaje en los procesos económico-tecnocapitalistas que producen lo que llamamos cultura, con sus estratificaciones y territorializaciones/desterritorializaciones. No hay, entonces, un “valor” de Porrovideo enteramente por fuera de su importancia histórica como se desprende de un relato específico del proceso literario reciente, salvo la pretensión de valor dicha/producida por el propio texto en su gestualidad conceptual. Y Alfonso es elocuente en esto: Ganar y perder —que de alguna manera “comprende” Porrovideo en términos de enunciación de las circunstancias de posibilidad de las que emergió— es la historia de un buen escribir, de un aprendizaje cifrado como el contacto creciente de un (aspirante a) escritor con esas verdades de la (buena) escritura que no se cuestionan, atraviesan épocas y traman cribas de discriminación por calidad y autenticidad para obras y autores. Narrar cómo se llega a ser escritor equivale también a decir performáticamente qué es un escritor y cómo distinguir al que lo es del que no lo es, al que produce literatura del que produce alguna forma de réplica o Ersatz; tal es la función digamos policial de los Bildungsroman de escritores, después de todo.

[2.1.4.4]

En última instancia, el “valor histórico” de Porrovideo, salvo que se cuestione (como es legítimo y quizá necesario hacerlo en este punto) el relato HUM-céntrico de la historia literaria reciente, permanecería en esa suerte de trascendencia de archivo si no fuera porque su presencia insiste en afectar el sistema a través de (re)lecturas nuevas y (re)comparecencias (como la que lo nombra en la contraportada de Ganar y perder). En ese sentido, Porrovideo es un libro reiteradamente presente, y también desde su presencia contemporánea cabe elaborar una retrolectura de su lugar histórico que matice o module la de su consabido valor. A la hora de releer Porrovideo en 2022, entonces, tenemos a mano el proceso del libro entre 2008 y esta fecha (con su pasaje de Estuario a HUM, por ejemplo, signo más que legible de la manera en que esta casa editorial ha configurado la historia de sí), inextricable del proceso de su autor; por tanto, toda potencialidad de futuro asignable al libro ha de ser repensada en términos del recorrido seguido por Alfonso. En otras palabras: si Porrovideo dividió épocas y, por tanto, produjo un futuro en términos de divergencia de sus antecedentes inmediatos, ese futuro no fue para el autor del libro, que —como recupera la contraportada de Ganar y perder— pasó ese tiempo en “ausencia” (¿y es lo mismo en este contexto “ausencia” que “silencio”? Quizá la ausencia de un escritor es más bien un silencio elocuente y significativo: un discurso del no decir), sin producir textos que pudieran ponerse en relación con la potencialidad o —por usar el término consabido— la “promesa” de su escritura. Entonces, Ganar y perder exhibe la astucia de no presentar Porrovideo como un libro promisorio o cargado de potencialidades (es decir, de alguna manera como el primero de una serie) sino más bien como el resultado a su vez de un camino anterior: Alfonso narra todo lo que pasó hasta la salida de su primer libro, un largo aprendizaje en el que la potencialidad o la promesa quedan relegadas a esos primeros momentos de publicación en antologías cuasi-invisibles como las del concurso de cuentos A palabra limpia de la B’nai B’rith. Porrovideo, así, queda producido desde Ganar y perder no como la promesa de un autor sino como la confirmación de su talento y trabajo duro: esto, en definitiva, comporta una retrolectura del libro que disipa el problema evidente (en términos de producción de futuros) de no haber tenido seguidor inmediato por al menos 13 años y produce de paso a Ganar y perder como una enunciación por fuera del proceso, no afectada por la pregunta de si es un regreso a la altura de la calidad anterior o si acaso va todavía más allá o se derrumba por la comparación. 

[2.2.1]

En definitiva, leído hoy Ganar y perder se aproxima más a otros libros asignados a la zona de la “literatura del yo”, con sus variantes autoficcionales o autobiográficas, que a lo que Porrovideo significó en las lecturas críticas inmediatas, que ubicaron a Alfonso (y a otros escritores publicados a continuación) en una zona diferenciada del territorio configurado por el enfrentamiento entre las diferentes escrituras asociadas al “pop” y la literatura del yo. 

[2.2.2]

Una nueva producción de territorios para la narrativa uruguaya reciente, por tanto, debería reconocer las zonas habitadas por los textos de impulso autobiográfico o autoficcional y pensar en los espacios al margen de estas, donde campean no solo los géneros (pensemos en Mercedes Rosende en conexión al policial, por ejemplo, o en Pablo Dobrinin en conexión con las literaturas no miméticas o “realistas”) sino además las escrituras marcadas por una apropiación del eje interior/Montevideo, con escritores que producen sobre/desde el Uruguay no-montevideano (todo montevideocentrismo implícito en esta última designación es culpable y deliberado, por cierto), entre ellos Martín Bentancor, Luis Do Santos y, en un circuito de intercambios muy marcado con la zona del yo, Gustavo Espinosa. 

[2.2.3]

En 2009 Gabriel Lagos propuso la categoría de “serios” para referir a los escritores que, además de no comulgar con los modos establecidos del yo o el pop, producían sus identidades de escritores en relación a un gesto conservador (o signo de una domesticación marcada por la apelación al profesionalismo, al concebible superyo del escritor y a la mesura) con respecto a las pretendidas reglas o pautas del oficio y la buena escritura. La manera en que ese mapeo pronto se volvió insuficiente o incluso perimido en virtud de nuevas irrupciones en el campo literario o de la deriva de las escrituras en juego da cuenta del rápido reclamo de protagonismo de una división o estratificación ajena a la articulación pop/yo/oficio, que para 2016 probablemente ya fuera un hecho casi trivial e hiciera ver al esquema de Lagos como un artifact tanto de su tiempo como de cierta miopía (aunque, en su defensa, hay que señalar que en su primera formulación, el mapa de Lagos se desprende específicamente de la lectura de tres antologías, por lo que deberíamos pensarlo más como una respuesta crítica a esos libros que como un proyecto crítico con más pretensiones). Así, el retroceso en la pretensión de presentación de lo nuevo por parte de HUM hacia 2018 o, todavía más, la movida hacia el centro del sistema literario uruguayo de editoriales como Fin de Siglo y Literatura Random House hacia 2016 producen concebiblemente la idea de un estado o fase nuevo en la literatura uruguaya y, por tanto, un impulso de retroleer o retroescribir la historia literaria reciente. Libros como La galaxia Góngora, entonces, dan por sentado que las llamadas literaturas del yo ocupan un territorio de importancia en el mapa contemporáneo y a la vez problematizan esta noción a través de la hibridación, y ofrecen caminos alternativos. Si Jorge Alfonso se desplaza (con el automatismo que emerge de lo que en efecto escribió, y no tanto, cabe suponer, de una decisión programática) hacia un concebible afuera de lo literario en términos de irrupción y futuro potencial con su Ganar y perder y el relato de su “regreso”, un “afuera” del yo queda vislumbrado por la complejización o radicalización (en un sentido no ajeno a la noción de barroco) de la pretensión de hablar literariamente de sí.

[2.2.2.1]

Así, la novela El oso, de Diego Recoba, se propone atravesar zonas claramente diferenciadas haciendo colapsar la distinción entre literatura del yo y una escritura centrada en personajes presentados en términos de otredad al lugar de la voz autoral o narradora y en conexión a un acervo de nostalgia generacional. En un sentido muy inmediato, El oso equivale a una narración en plan testimonial en la que la voz narrativa se equipara al autor real y adelanta los modos más visibles, por tanto, de un pacto autobiográfico. Desde su título, sin embargo, y también desde la pauta rítmico-estructural que nos ofrece por oleadas más y más contacto con el personaje epónimo, el lector concebiblemente siente que está más cerca de una novela (en el sentido en que El gran Gatsby es una novela) que de una escritura meramente testimonial, en tanto el personaje (ficticio) de "el Oso" deviene un centro significador/irradiante, tanto en términos de la configuración de un relato posible de una experiencia generacional (los hombres blancos montevideanos de alrededor de 40 años, de clase media/clase trabajadora en barrios periféricos) como de  matriz ética postulable en términos de rechazo ("el oso" como esperpento) y a la vez admiración ("el oso" como aquel que se quiere ser más allá del pacto del socius y sus represiones). Además, el recurso a lo autobiográfico conecta este libro a Sobredosis/Karibe con K, cuya publicación en la colección Discos, dedicada al examen y comentario de música pop uruguaya/rioplatense, vincula a otros géneros más enraizados aún en el territorio de la no-ficción, como la biografía musical o el comentario periodístico/crítico de álbumes y canciones. Recoba, así, se vislumbra como un agente contaminador que opera, un poco a la manera de Espinosa y su conexión con la ciencia ficción, en los túneles de un ()complex negarestaniano. 

[2.2.2.2]

Sobredosis/Karibe con K narra una temporalidad (los afectos, texturas, imágenes y sonidos de los noventa) en conexión al devenir de una subjetividad planteado como relato de preadolescencia y adolescencia; al referir a Karibe con K remite a/produce una generación, y escucha en el reverb, la ecualización y el ruido de fondo de aquellos viejos discos de tropical grabados/pirateados/copiados en casete el despliegue prousteano de una época. A diferencia del esquema más eminentemente narrativo de Alfonso en Ganar y perder, que no se aparta del modelo literario del cuento/episodio, Recoba se aprovecha de la atracción (inevitable en el contexto editorial de la colección discos) ejercida por la presentación de su libro como crítica periodística/biográfica musical. Así, el libro tanto elabora un relato personal o la historia de una subjetividad como lee las líneas en la mano de un disco, una banda y una época musical, en un programa de escritura que no puede pensarse salvo de manera inextricable a la hibridación de géneros (novela-crónica, relato-comentario), hasta el punto de que uno de los momentos más intensamente dedicados al objeto en sí del libro (es decir Karibe con K y su disco Sobredosis) está ofrecido en clave de ficción de horror ochentero (véase el capítulo “El fuego y la espuma”, pp. 103-114).

[2.2.2.3]

El oso retoma la línea de Sobredosis/Karibe con K en términos de producción de memes/virus (siguiendo el sentido que da Richard Dawkins al primer término y el matiz que le impone Steve Goodman con el segundo) en clave generacional, e hibrida novela con autobiografía para “escapar” del circuito literario del yo. Ambos libros, en última instancia, trazan un puente con Locas pasiones, una ficción propiamente dicha —en el sentido de no-híbrida—, en términos de producción del lugar de lo noventero en la cultura pop contemporánea.

[2.2.3]

La guerrilla urbana mimetiza al ciudadano en potencial agente bélico y agencia la paranoia en un nivel superior; el uso de la literatura del yo a modo de camuflaje para textos sediciosamente híbridos queda producido en términos de táctica por el estado presente del sistema literario, en una era de insurgencia post-samizdat.

[2.2.3.1]

Resta determinar, por supuesto, el potencial sedicioso de estos libros híbridos, en términos de oposición a los aparatos ideológicamente conservadores o incluso reaccionarios producidos en/por el sistema. La evidente oposición al Uruguay batllista y por tanto pretendidamente racionalista presente en Irse yendo, de Leonor Courtoisie, podría ser un buen punto de partida en un medio en el que no abundan textos radicalmente experimentales.

[3.1]

La consabida Ley de la Década Intercalada, por la que cada década remite en sus circuitos de producción cultural no a la década anterior (salvo para anatemizarla) sino a la que precede a esta, señala para los ochenta una fijación en los sesenta y para los noventa un abismo en los setenta; esta última, a su vez, registra las últimas instancias culturalmente productivas de la noción de futuro, extinguida en la década siguiente (o la década re según Simon Reynolds: remakes, revival, reediciones, retrospección) y su centralidad de la retromanía, emergida hipersticionalmente en modo weird después de 2016/2018 e instalada de manera plena en nuestro 2022 de pospandemia, desastres climáticos, guerra mundial en potencia y fase terminal del humanismo; así, acabamos de superar la década larga entre 2001 y 2016/2018, y si a esta le correspondió remitir a los ochentas, hemos arribado a la reiteración de los noventa y su circuito espasmódico de temporalidad futurista. Para nosotros, los noventas habrán de haber sido siempre el futuro, y la salida real a este loop es una cultura enteramente alien, que opera cercenando todo lazo posible con un nosotros agente. 

[3.1.2]

Si La galaxia Góngora hace de una temporalidad retroochentera su sustrato autobiográfico/autoficcional/testimonial, con su vértigo noventero disuelto en ciencia ficción potencial, los libros mencionados de Recoba se arrojan hacia los noventa desde los más familiares últimos años de la década anterior. Los indicios empiezan a acumularse en la construcción textural/sónica de una época y su consiguiente hauntología: pronto los noventa se vuelven indicio de futuros que no llegarán a ser y, por tanto, se vuelven el espectro que recorre nuestra temporalidad. Las promesas de la cultura pop noventera nos asedian, entonces, y comparecen en modo nostálgico desde El oso y, especialmente, Sobredosis/Karibe con K. 

 [3.2]

No se puede dejar de lado la conexión de Recoba con Ya te conté, el programa de eventos e investigación centrado en la lectura y producción de relatos históricos de la literatura rioplatense reciente. Los noventa, en definitiva (todavía en años previos al desplazamiento del horizonte hauntológico desde los ochenta hacia la década siguiente), constituyen (o deberían constituir) su atractor temático. ¿Qué pasó después en la literatura uruguaya? Si algo pasó después de los noventas debió ser el quiebre sistémico de 2007-2008, con la emergencia de HUM/Estuario hacia la posición de centralidad.  

[3.2.1]

Ya te conté es protagonista de un regreso similar al ya sepultado de Mella o al current de Alfonso, y en su alienación con el desplazamiento hauntológico de los noventa adquiere una pertinencia insospechada que vuelve urgente preguntarse por sus presupuestos, sus puntos clave en el mapa propuesto. En el lanzamiento de su regreso, el 20 de noviembre del año pasado, comparecieron Gabriel Peveroni, Leonor Courtoisie y Pedro Mairal, el primero como sustrato de los diversos estratos o épocas que el programa intenta volver legibles, la segunda como evidente signo del presente/futuro, y el último como conexión con el sistema de la literatura argentina. En ese sentido, Ya te conté operó presuponiendo una conexión relevante entre los sistemas literarios uruguayo y argentino y produciendo como canal de esa conexión una atención especial a cierta literatura argentina representada por Washington Cucurto y el mencionado Mairal. Lo irrisorio de la participación de este último, en definitiva (que reveló un desconocimiento pasmoso de, precisamente, aquello que pasó en la literatura uruguaya desde la primera edición de Ya te conté, es decir el tema propuesto para el conversatorio), escenificó la ya hace tiempo evidente desaparición de todo lugar de interés de los mencionados Mairal, Cucurto y toda la literatura que los tomó como nodos, y por tanto ofreció la performance de una autocrítica en tanto Ya te conté sin dudas privilegió ese sector ahora inane de la literatura argentina de la primera década del siglo XXI. Pero, más allá de Mairal y Cucurto, moverse en la línea de prescindir de la centralidad de lo argentino en la producción de Uruguay en tanto periferia parece un gesto más interesante, y la inclusión de la boliviana emigrada a Estados Unidos Liliana Colanzi en el diálogo que siguió a la accidentada mesa de Mairal, Courtoisie y Peveroni sin duda avanza en este sentido.

[3.2.2]

Pero en definitiva, ¿qué paso en la literatura uruguaya desde 2013 hasta el presente? La expansión de la literatura del yo y su diversificación que produjo las notoriamente más interesantes zonas híbridas es un elemento a tener en cuenta, del mismo modo que el tentativo “auge” de las escrituras no-montevideanas (que, por otro lado, acaso sea otro artifact, en este caso de algunos premios consabidos y la subsiguiente efervescencia de los siempre atentos periodistas culturales), pero todo esto es un efecto o un síntoma. A nivel editorial está el ya varias veces aludido retroceso de HUM desde su lugar de exposición de novedades hacia una propuesta editorial conservadora y filocanónica (hay que concederle, eso sí, que su apuesta por el canon remite al canon que ella misma ayudó a construir), y también los intentos de Fin de Siglo y Literatura Random House de moverse hacia una posición central (que suscitaron la publicación de libros tan relevantes hoy como El zambullidor Mil de fiebre), pero habría que ampliar la mirada hacia las derivas de las políticas culturales en los últimos años de la administración de izquierda y en los primeros de su remplazo de derecha, y de paso hacia el acceso creciente a tecnologías de publicación digital o print on demand. ¿Y qué pasó con los géneros? El policial se ha mantenido con cierta consistencia gracias a la colección Cosecha Roja (que no vio, sin embargo, una buena pandemia, a la vez que se anunció el final de la genre-friendly colección Cuadernos de ficción), pero a todas luces la ciencia ficción sigue refugiada en los mismos emprendimientos, colectivos e individualidades que ya la resumían hace diez años, a la vez que libros como Mugre rosa obtienen los premios más prestigiosos en la escena local (y de paso en la internacional). ¿Qué pasa con la autoedición? ¿Qué pasa con los clubes de lectura y su fundación de colectivos lectores? ¿Qué pautas ideológico-estético-literarias configuran a estos últimos? ¿Y los talleres literarios? ¿Y los intentos de colectivización de los escritores? ¿Qué pasa con los ebooks producidos por editoriales nacionales? ¿Y con los best-sellers locales, si es que existen?

[3.2.2.1]

Las preguntas saturan el texto. Las hipótesis fluctúan, tiemblan, se deshacen en glitches. ¿Qué se dijo? ¿Y sobre qué? 

[4.1]

Quizás La galaxia Góngora sea una ucronía en la que Amir Hamed no murió en 2017.

[4.2]

Quizás la afirmación crítica reciente sobre música pop uruguaya más cabal, más productiva y sugerente, más sintonizada con la atención a lo sónico además de  lo musical, a las texturas sonoras tanto como a la imagen, la ropa, los movimientos del cuerpo, los pasos, los peinados, la lírica, los olores y los sabores, sea la de Recoba en Sobredosis/Karibe con K.

[4.3]

Quizás Jorge Alfonso haya procedido en Ganar y perder a vaciar su historia para así retroceder hasta el loop del futuro noventero y así, retrocausalmente, fundar una obra por venir.

[4.4]

Quizás la única escritura uruguaya reciente realmente subversiva, que expande sus tentáculos y zarcillos por el ()complex de las tatuseras de la literatura, sea el complejo de devenires-animal, devenires-planta y devenires-objeto de Marosa di Giorgio.



Publicada en Afuera el 4 de marzo de 2022

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