Juan Carlos Onetti, La vida breve

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Un amigo me decía, hace ya tiempo, que Onetti era un gran escritor (qué duda cabe), pero que, como narrador (esa categoría aparte que reclama autonomía), era incapaz de contar siquiera su paso por el almacén. Quizá no sea del todo fácil narrar algo en principio tan banal como ir a comprar un quilo de harina (ahí está La novela luminosa, de Levrero, como referencia obligada en este territorio), pero el propósito del comentario de mi amigo no pasaba por ese tipo de atención a lo trivial-cotidiano sino, simplemente, por la presunta incapacidad de Onetti de narrar: de hacer eso que hacen los que cuentan historias, independientemente de las otras cosas que se hacen cuando se cuentan historias en libros que circulan por ahí como “literatura”. 
Lo cierto, en cualquier caso, es que La vida breve (1950), que he estado leyendo estos últimos días, se las arregla para contar, a su manera, la historia de un hombre con conflictos de identidad, de una mujer que pasa —con turbulencias— por una mastectomía, de una prostituta ruidosa y un muchacho musculoso cuyo pelo empieza a un centímetro de sus cejas. Hay una muerte y una huida, y hacia el final parece que se configura una road novel —tranquilos, literatos, nunca termina de hacerlo: toda indicio de género es borrado con cuidado. 
Al mismo tiempo, los “conflictos de identidad” terminan por eclosionar en la “creación” (soñada, fantaseada, vislumbrada, escrita, bosquejada, anotada, etc) de un mundo ficcional y algunos de sus habitantes: el comienzo de la “saga de Santa María”, donde de alguna manera “termina”, de manera digamos descentrada, el libro. No es que se cuente mucho por ese lado del asunto: en el lado “real” hay al menos una muerte y una huida, pero Onetti, como es sabido, contaría después no pocas historias de esa Santa María y sus habitantes, entre ellos ese tal Junta que hace un cameo en La vida breve, y que después reclamaría libro propio.
En última instancia, todo es lo suficientemente ambiguo como para que pensemos una vez más en literatura: Brausen inventa —en el mundo real— al sinvergüenza Arce y —en Santa María— a Díaz Grey, y la crítica ha repetido que se trata de facetas o desgajamientos de su yo confuso y blablabla; a la vez, no queda del todo claro si Santa María en sí es una invención, ya que en la página 430 del tomo 1 de las Obras Completas editadas por Galaxia Gutemberg leemos:
…mi necesidad creciente de imaginar y acercarme a un borroso médico de cuarenta años, habitante lacónico y desesperanzado de una pequeña ciudad colocada entre un río y una colonia de labradores suizos. Santa María, porque yo había sido feliz allí, años antes, durante veinticuatro horas y sin motivo.
En principio, es decir, Santa María preexistiría al acercamiento a (y a la invención de) Díaz Gray; pero, por supuesto, ese “acercamiento” yuxtapuesto a “invención” son un buen ejemplo de la ambigüedad onettiana. El mundo de segundo grado, por llamarlo de alguna manera, el de Díaz Gray, Junta, el inglés y los otros personajes de la saga incipiente, no está presentado en una verdadera independencia del de primer grado, el de Buenos Aires, la Queca, Ernesto y Brausen; de hecho, si damos por “real” a Santa María en este contexto, Brausen inventa a por lo menos uno de sus habitantes, tanto como “inventa” a Arce, otro habitante de Buenos Aires, tan real como Díaz Grey. Si se tratara de fantasía, diríamos que es low fantasy (porque hay contactos entre el mundo maravilloso y el real, a la manera de Narnia) y no high fantasy (cuando no hay contacto evidente, a la manera, en líneas generales, de El señor de los anillos); pero tampoco es tan sencillo: está más que claro que no se “inventa” a Arce del mismo modo que se “inventa” a Díaz Grey: en el primero hay más actuación que sueño, por decirlo así.
Hay aquí, en última instancia, un pliegue que va un poco más allá de lo narrativo y que acaso —como a la hora de hablar de los procedimientos de House of LeavesCiclonopedia o Si una noche de invierno un viajero— podríamos pensar como “conceptual”. Una lectura cándida podría postular el “encantamiento” mágico de Brausen, capaz de volver corpórea quizá no tanto una ciudad como sí algunos de sus habitantes, o quizá sí una ciudad, y esas “veinticuatro horas” pertenecen a otro de tantos pliegues de memoria e identidad, tan “ficticios” como la personalidad de crápula de Arce.
Supongo que es posible, sin embargo, atravesar el libro y apenas reconocer espesura a estas magias parciales, tanto como catalogar a los esfuerzos de Onetti por narrar como fallidos o, al menos, complicados en su procedimiento. Tengo para mí, entonces, que lo primero que golpea en La vida breve no es tanto la invención de Santa María y su pérdida en el rumor de una ribera —o ese final sobrecogedor, y en última instancia deslumbrantemente narrado de Ernesto y el puñetazo al hombre que acaso esté persiguiéndolos— sino eso que cabría describir como el “estilo” y que pertenece más al lado del “escritor” que al del “narrador”, concediendo a ambas entidades esa pretensión de autonomía tan imposible, en última instancia, como la autonomía de la literatura en particular y las artes en general. Me ha resultado imposible no leer (o acercarme a esa lectura, o inventar esa lectura) en el estilo de La vida breve, como leyó Rimbaud en el hígado etrusco.
2
¿Qué dice el estilo de La vida breve? Primero que nada, una contención. Si todo estilo es en gran medida una cadencia, un ritmo, un tempo, el de La vida breve sugiere una expansión que nunca es desatada: promete una proliferación siempre contenida. Hay una tensión, por tanto, y una retención. Quizá toda proliferación —como el arte de la contrarreforma— habla de un cuerpo enfermo, pero también es cierto que la disciplina en la retención, eso que en Lanark, de Alasdair Grey, pasa por una taxonomía que discrimina en los humanos esponjas (reducidas a la asimilación de las partículas flotantes en el agua circundante, no-organismos amorfos), artrópodos (duros y articulados por fuera, blandos por dentro, segmentados) y vertebrados (duros por dentro, capaces en última instancia de la postura erecta, la perpendicular al suelo, el geotrauma enfrentado con estoicismo), habla de una amargura, un resentimiento y un rencor antiguos, ya fosilizados y quizá inmutables. Onetti —en tanto el productor del estilo de La vida breve— no se dejará llevar, no se soltará el pelo. Hay en juego una representación de la masculinidad, quizá, esa que dejan entrever sus fotos recias de la época, cuando tenía más o menos la misma edad que tengo yo ahora, escribía su obra maestra y posaba con retratos de Dostoievsky y Faulkner pegados a la pared; hay, también, una toma de partido por la disciplina que da forma al caos, que vertebra la ameba primordial. En “La máquina preservadora” Philip K. Dick imagina una máquina que convierte partituras en animales, y que deriva las pautas morfológicas de las pautas de estilo en la música cifrada: el escarabajo Bach, el pavo real Mozart. ¿Cuál es el animal de La vida breve? Un vertebrado, seguramente: con la disciplina (literaria) de un marine.
En última instancia, cuando la cadencia se dice a sí misma tan claramente —es decir, cuando un estilo llama la atención sobre su musicalidad férrea, que se sostiene asombrosamente incambiada a lo largo de las trescientas y pico de páginas de la novela, cuando se evitan las proliferaciones explosivas (y diegéticamente catastróficas) del Pynchon de El arcoíris de la gravedad, por ejemplo— el resultado final de la ecuación es la quintaesencia del artificio, por decirlo de alguna manera.
Brausen es un publicista, quizá con veleidades de escritor, pero en su narración de sí, salpicada de monólogos entrecomillados que, leídos ahora, quizá son más risibles que lo planeado originalmente (y pasa lo mismo con El astillero), escribe, o parece escribir, poseído por el espíritu del Gran Arte, de las Bellas Letras. Es inevitable preguntarse (como pasa, todavía de manera más exacerbada, con el narrador de Los adioses) para quién habla tan hermosamente: ¿está acaso escribiendo un libro, un pliegue (meta)textual más en el origami onettiano? Proust llevó al máximo esta incertidumbre, aunque sabemos que su narrador (que sólo convencionalmente se llama Marcel) sí escribirá un libro, aunque no necesariamente el que acabamos de leer, y esa es la magia: la nada hacia la que se dobla lo leído ante la imagen de lo que aún ha de leerse y no se leerá jamás; pero en el caso de La vida breve no hay mayores razones (gestos del estilo) para pensar en esta solución final; que Brausen “hable” así es, en última instancia, un artificio. La solución realista equivaldría a pensarlo un escritor de la talla de Onetti, pero La vida breve no es realista: su hipertrofia tensa del estilo (en oposición a la hipertrofia guaranga de Ray Bradbury o Carlos Gardini) no cede ante la representación o la verosimilitud, o no lo hace ahora, al menos, leída La vida breve 70 años después de su publicación original, sino que más bien se instala en ese mundo espectral del arte literario: el estilo es retentivo porque así es como se escribe bien. En ese sentido, Onetti —este Onetti, al menos— se repliega en una forma de conservadurismo y reclama para sí el título (que le confiriera no sé qué tan conscientemente Levrero en su entrevista imaginaria a sí mismo) del Superyo del escritor uruguayo/rioplatense. Leerlo, de hecho, no es como leer el estilo oral (igualmente artificioso, pero más hundido en la mímesis) de Bukowski o su maestro Céline, ni tampoco como leer el estilo canónico de la literatura latinoamericana contemporánea (es decir, el de Bolaño), engañosamente transparente, sino que al leer a Onetti en La vida breve es inevitable no vislumbrar, allá lejos en la carretera de la road movie jamás escrita, el espejismo de las “reglas” de la buena escritura, de la “disciplina”. Lo literario es lo primero: así es como se debe escribir. 
¿Y qué es en última instancia lo literario? No tiene sentido pretender dar con una respuesta (o tratar de venderla como un charlatán de feria), pero está claro que, entre otras cosas, la literatura es una tecnología del yo: una serie de aparatos meméticos que propagan la idea de la individualidad fundadora de lo humano. En Onetti esos son los “destinos” irrevocables de sus personajes: sus individualidades, sus contornos personales. Claro que Brausen/Arce/Díaz Grey se disuelve en reflejos de caras en un caleidoscopio, pero ese es precisamente su drama. Al borde de lo literario (es decir, de la propaganda de lo humano), Onetti tiembla: quizá podría perderse en el desierto de lo real y proclamar que no hay individuos, que no hay yo, que no hay humanos y sí cuerpos, genomas y los epifenómenos de la actividad neuronal y social, pero prefiere resistir, replegarse en su retención y permanecer de este lado, el de los monólogos, el del orden del destino, el del murmullo existencial. Pero al replegarse, al forzarse a la convolución, eclosiona la tensión de su estilo.
3
Supongo que el estilo de Onetti es tan visible que, al leerlo en voz alta, sólo se avanza más en dirección a la parodia o incluso al ridículo. El estilo de Onetti, es decir, no necesita la voz corpórea y la performance y de hecho las repele; sus epígonos, sin embargo, hacen lo contrario: necesitan leerse y actuarse para sonar como Onetti, necesitan esa torpe dicción del escritor en performance, con un micrófono a centímetros de la boca, luces leves, velas y un rincón de bar deliberadamente decorado con una sordidez que se pretende no poco onettiana. En última instancia son apenas el pliegue, sin la tensión, sin la sustancia, y en ese sentido hackear el estilo de Onetti, o pretender hacerlo, es un callejón sin salida tan evidente como imitar a Borges —salvo, por supuesto, que se convoque una distancia o una forma de ironía, una nueva capa de artificio análoga a la de un equivalente local del Ulises que fingiera el estilo de Onetti para narrar, pongamos (la idea es de Carlos Gamerro), el capítulo primero, el de Buck Mulligan, la torre y la usurpación de la llave.

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