Pola Oloixarac, Las Constelaciones Oscuras

Sexo bacteriano. 
Transferencia horizontal de genes.
Hordas de alelos bárbaros asolan la ciudadela de las especies, asedian sus murallas, apuntan a derribar las estructuras de la securocracia filogenética. 
Tu epistemología se derrumba, colapsa en marañas de categorías, clados, superórdenes, dominios, subfamilias, al tiempo que las comunidades aisladas de replicantes orgánicos desandan el rizoma filogenético hacia el magma protoplasmático que han aprendido a llamar primordial. 
El relato de lo basal se funde y rehace en estromatolitos cibernéticos, propulsados por la modernidad, el capitalismo, el comercio interoceánico, las venas abiertas de la tierra al pasaje de virus y bacterias mientras el petróleo boostea la civilización y le activa el modo turbo, tramando el comienzo de esta nueva etapa en la historia de los primates. Las máquinas viven gracias a organismos muertos millones de años atrás; el plástico emergerá como la nueva forma de desvida dominante, a la vez que se funde en híbridos, en cíborgs, con esos primates que andan en barcos y aviones.
Las constelaciones oscuras (Buenos Aires: Random House, 2015) viene del futuro para reunir las case files del proceso. Su comienzo, que suena como nada en la narrativa contemporánea, establece una pauta weird de ficción especulativa latinoamericana y rastrea esas zonas del continente donde las estructuras de la securocracia interespecies (apuntaladas por Kant y sus seguidores para derramar el a priori antropocéntrico sobre la historia natural) nunca se levantaron de la tierra negra. Buena parte de la novela sigue las pautas de una ficción neociberpunk, en el registro de futuro-cercano (o de pasado mañana) inaugurado por William Gibson en Pattern Recognition (2001), pero con la irrupción intercalada del modo mítico-barroco del comienzo, y es de la interacción de ambas líneas argumentales que la novela obtiene su mayor potencial weird. 
La historia de hackers es la contrapartida digital del esquema biológico/filogenético de fusión entre especies: historia de seguridades violadas, de ciudadelas informáticas, de virus que reprograman bancos de datos; hacia el final, lo bio y lo tecno terminan por fundirse: los virus informáticos hackean tus mitocondrias y las secuencias de ADN propician la emergencia de una swarmachine tan digital como orgánica, una entidad posthumana dispersa por la red. En el ciberpunk clásico (“Fragments of a hologram rose”, en Burning Chrome) el retorno a la matriz era la fantasía última de inmersión en el mar amniótico, en el caldo primigenio que alimenta las raíces del árbol de la vida; en Las constelaciones oscuras la supercomputadora Estromatoliton emerge en tanto entidad a través de su inmersión a las redes, como la fusión última entre Wintermute y Neuromante antes de su eclosión en los loas de Count Zero (1986) o como la segunda Skynet propagándose como (y a partir de) un virus en Terminator 3 (Jonathan Mostow, 2003).
Escrito en 2015, el libro de Oloixarac ofrece un condensado ciberpunk/neociberpunk que comprime el aceleracionismo absoluto landiano con la ciberteoría noventera de la universidad de Warwick, incluyendo una capa densa de alusiones a Zeroes and Ones (1997)el clásico ciberfeminista de Sadie Plant: hace aproximadamente 2.500 millones de años, durante el evento ahora llamado la gran oxidación (o también la catástrofe del oxígeno), las diversas formas procariotas que metabolizaban anaeróbicamente perecieron en masa; las sobrevivientes lograron abrirse camino gracias a la endosimbiosis con otras células, bacterias o arqueas aeróbicas que ahora mermaban en un ambiente rico en oxígeno; el resultado fue la célula eucariota, que protege su material genético con una barrera securocrática (inventando de paso el sexo no bacterial y formateando la evolución por transferencia vertical/generacional de genes) y almacena unidades metabolizadoras (después conocidas como mitocondrias) y, en algunos casos, fotosintetizadoras (después conocidas como cloroplastos), protegidas del entorno tóxico por la membrana celular, que negocia con el Afuera la entrada y salida de nutrientes y desechos, a la vez que queda sometida a la eventual intrusión de virus y bacterias. En el origen de la vida eucariota hay una simbiosis y un hackeo: esas bacterias anaerobias hackearon a sus semejantes aerobias para replicarlas, ahora convertidas en orgánulos. 
La clave de una tecnología exitosa consiste en convencer a los adictos de que en ella late el futuro, que su sola aparición contiene la disolución inexorable de sus enemigos. Sus miembros nacen, en principio, diferentes unos de otros, y en poco tiempo se van pareciendo tanto que terminan desapareciendo como individuos. Porque sólo colaborando con la invasión podrán sobrevivir” (p. 151).
La última oración es quizá el gran momento político del libro, su síntesis pragmática. En oposición a la cultura en boga de la resistencia, en la que el capital (o el neoliberalismo o la derecha o la tecnología o el imperio) es identificado con una invasión alienadora (destructora en potencia de todo lo natural o esencial en “nosotros”) que ha de ser “resistida” por el sujeto “humano” a salvaguardar, la idea de que sólo se sobrevive en verdad colaborando con la invasión (vale decir, dejándose abrir por el afuera) es de una subversión tan fascinante como antigua: en tanto estrategia evolutiva, no es diferente a la de aquellas arqueas devenidas mitocondrias, y se resume en la idea de ni combate ni resistencia, sino fusión. Joyce, después de todo, escribió el Ulises (1922) en la lengua del imperio que colonizó su tierra, en lugar de “resistir” reviviendo el olvidado irlandés; al hacerlo, sin embargo, hackeó el inglés para producir una obra tan aberrante como exitosa en términos meméticos, capaz de replicarse no sólo en el esquema trivial de reediciones y exégesis sino, especialmente, mediante su impronta (su “influencia”) en otros procesos creadores. El inglés nunca sería el mismo; el virus Joyce colaboró con la invasión en términos de replicar la pauta invasora (el inglés) para sobrevivir, pero también alteró para siempre al invasor.
En otras palabras, más que salvaguardar un sujeto previo (“resistir”) la estrategia en cuestión implica la producción de uno nuevo. Lo que a la banda politizadora/política/humanista le cuesta comprender es que, en rigor, más que una táctica se trata de algo inevitable. En el largo/mediano plazo (y este matiz está dado por la intervención del otro proceso, el de la resistencia, la territorialización, la desaceleración), no hacerlo equivale a perecer.
En Las constelaciones oscuras esta pauta híbrida y mutante es replicada además por el lenguaje, que rodea orgánulos del lenguaje coloquial con filamentos de jerga científica y los hace interactuar con corpúsculos de una lengua idiosincrática (el efecto de lectura, por supuesto, es análogo a la “poesía”) y, además, con un bestiario de términos tomados de todo el ámbito del español. La actitud purista y securócrata de ofenderse ante un argentino que diga “pitillo” (por poner un ejemplo) es precisamente la tematizada en la novela como análoga a la cultura de la resistencia, que intenta mantener patrulladas las murallas de la ciudadela del español literario rioplatense (si es que algo así existe, por cierto) o, si es que esos términos invasores ya cundieron por las calles y las plazas, organizar ollas comunes y marchas de protesta para salvaguardar el viejo realismo lingüístico. Y si bien en algunos momentos Las contelaciones oscuras cede al imperativo editorial contemporáneo de advertir con itálicas la extrañeza de algunos términos (los de lenguas extranjeras especialmente), esta pequeña concesión queda compensada por la abundancia de neologismos (“anarconerd”, “randomizador”, “microdrones”, “hackeril”, “bots”, etc) y, en última instancia, por la mera proliferación de términos en itálicas, entre ellos time lapse, phreaking, aperitif, moneyshot, fazendeiro, quantum leap.
(Pero convengamos que habría que haber pasado buena parte de los ochenta y todos los noventa en una cápsula sepultada bajo la cordillera de los Andes para horrorizarse o maravillarse con algo así; en la novela, en última instancia, el gesto estilístico recién comentado no es otra cosa que el correlato inmediato texturolingüístico del eje temático de la novela y su gesto político).
En última instancia, si algo cuenta Las constelaciones oscuras, por encima de sus personajes estilizados y sus trucos de ficción de género de(s)generada, es la condición de hiperstición (o incluso de espejismo) de las estructuras securócratas del árbol de la vida y su esquema de filogenia limpia. La verdad, nos recuerda Oloixarac, es que las transferencias horizontales actúan a todo nivel –y en este sentido es irrelevante la distinción entre ser y deber ser: los procesos cibernéticos, compensados o descompensados, son siempre inevitables–: tanto en el esquema que desparrama en espectro la diversidad de eso que llamamos “vida” como en el de la producción de sujetos en la era del capital (la inminente frontera antropoceno/cthulhuceno, borde ante el que el libro se detiene algo temeroso), el de la lengua puesta en circulación por una escritora argentina nacida a fines de los setenta, en el del esquema de híbridos, invasores y simbiosis del proceso literario (¿hay algo más securócrata y humanista que seguir hablando de “angustia de las influencias”, con todo el aparato romántico-edípico del concepto?). 
La pospolítica horizontalista replicadora habrá de haberse opuesto siempre, immer schon, a la política verticalista/leninista reproductiva. Virus y bacterias no sólo hackean tus células sino que son tus células, hecho como estás del magma protoplasmático que creías haber relegado a los comienzos, donde no desafiaba las barreras que te producen en tanto individuo y la vigilancia en la que confiás. Vos sos la verdadera swarmachine, el T-1000, el REV-9, el shoggoth. ¿Te sorprende? La verdad es que nunca fuimos humanos.

Las constelaciones oscuras, en última instancia, es el mejor samizdat que tenemos en medio del tumulto leninista.

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