Ediciones Minotauro
La
reciente decisión de Editorial Planeta de relanzar el sello Minotauro es un
buen pretexto para recorrer la historia de esa colección que fue punta de lanza
en más de un sentido. Hacerlo equivale a conocer buena parte de la historia de
la fantasía y la ciencia ficción, ya que si figuras señeras de esos géneros —como
Ray Bradbury, William Gibson, J. G. Ballard y J. R. R. Tolkien—, no fueron introducidas
en ámbitos de lengua castellana por esa editorial, sin duda sí recibieron la
difusión extensiva y rigurosa que las inscribió como indispensables en
Hispanoamérica.
Ediciones
Minotauro fue fundada en 1955 por Francisco Paco
Porrúa (1922-2014), quien además se desempeñó a partir de 1958 como asesor de
Editorial Sudaméricana, donde propició la publicación de Cien años de soledad y Rayuela.
El primer libro publicado bajo el sello Minotauro fue Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, un autor entonces desconocido
en castellano. El estadunidense llevaba publicando cuentos en revistas pulp desde 1938 y había visto su primer
libro salir de imprenta apenas cinco años atrás, precisamente ese mismo que
Porrúa elegiría para dar comienzo a su editorial y al que añadiría un prólogo
de Jorge Luis Borges. Los libros que siguieron fueron Más que humano, de Theodore Sturgeon y Mercaderes del espacio, de Frederick Pohl y Cyril Kornbluth. Para
cerrar el primer año de vida se publicó otro firmado por Bradbury: la colección
de cuentos El hombre ilustrado. En
los años siguientes fueron incorporados al catálogo autores como Arthur Clarke,
Alfred Bester, John Wyndham, H. P. Lovecraft y Clifford Simak. Bradbury se
convirtió pronto en el escritor estrella de la editorial, con Fahrenheit 451 (1958), El vino del estío (1960) y
Las doradas manzanas del sol (1962), por nombrar apenas los primeros.
La ciencia ficción y la fantasía no eran desconocidas
en español, por supuesto, pero el trabajo de Minotauro fue acaso el primero en
desplegarse de manera consistente y sostenida en el tiempo. Más importante: en esos
primeros años de andadura del sello, sus pautas editoriales quedaron en
evidencia. Pasada la mitad de la década de los cincuenta, la ciencia ficción empezaba
a adquirir en Estados Unidos e Inglaterra, si no todavía un aura de
respetabilidad literaria, al menos sí una considerable seriedad. Esta nueva
categoría la distanciaba de sus orígenes pulp
en revistas cuyas portadas incluían, invariablemente, damiselas en peligro
escasamente vestidas y criaturas gelatinosas, además del infaltable héroe
blanco equipado con su fálica pistola de rayos. No se trata de pensar que en
esos primeros tiempos de vida del género no había textos de valor (de cualquier
manera que concibamos el valor en
literatura); lo cierto es que esas revistas estaban dirigidas a un público adolescente
o bien escasamente letrado o crítico en términos artísticos.
En su libro de memorias, Isaac Asimov (junto con
Robert Heinlein, uno de los grandes clásicos ausentes en Minotauro) recuerda el
cambio en la percepción cultural de la ciencia ficción cuando fueron puestos en
órbita el Sputnik (1957) y el Explorer 1 (1958). De pronto, los relatos de naves
espaciales y viajes a la Luna parecían al menos posibles, y no meras especulaciones de autores de imaginación
desbordada. Sin embargo, ciencia seria
o imaginaciones disciplinadas no siempre
equivalían a buena literatura. La ciencia ficción pasó de ser un género
irrisorio a una suerte de laboratorio conceptual, pero a la vez nada indicaba
que debiera ser leída del mismo modo que por entonces podían valorarse textos
como Los reconocimientos, de William
Gaddis, El talentoso señor Ripley, de
Patricia Highsmith, o El americano
impasible, de Graham Greene, por nombrar tres libros que salieron a la
venta el mismo año que la edición de Minotauro de Crónicas marcianas. En cualquier caso, era necesaria una
afirmación, el establecimiento desde una autoridad editorial de esa condición
de buena literatura o, incluso, de literatura a secas.
En
retrospectiva queda notablemente clara la determinación de Porrúa de
convertirse (o convertir a su editorial) en esa autoridad. Para ello operó con
astucia. Eliminó, por ejemplo, las portadas con criaturas grotescas e
imaginería pseudotecnológica; su alternativa fue optar por elegantes diseños
abstractos. Como señala en su tesis de doctorado el escritor Martín Felipe
Castagnet, “Porrúa puso el énfasis en la calidad literaria de los textos y en
un lector pensado como consumidor de literatura ‘culta’, y eso quedaba demostrado
en la imagen de la editorial, en oposición al formato pulp en el que solía circular el género en Argentina” (Castagnet,
Martín Felipe, “Las doradas manzanas de la ciencia ficción: Francisco Porrúa,
editor de Minotauro”, Universidad Nacional de la Plata, Argentina, Facultad de
Humanidades y Ciencias de la Educación, 2017) Ese “formato pulp” remite en particular a la revista Más Allá, otra publicación pionera del género en castellano, que
reproducía el arte de portada de las principales revistas estadounidenses del
momento o de la colección española Nebulae, también lanzada al mercado en 1955.
Ambas se caracterizaban por presentar siempre paisajes extraterrestres, naves
cromadas, pistolas de rayos y maquinarias deslumbrantes. Minotauro, por el
contrario, apostó en sus primeros diez años de vida por el trabajo de Juan
Esteban Fassio, un artista plástico influido no tanto por los imperios
galácticos de Asimov ilustrados por artistas como Frank Kelley Freas o Virgil
Finlay, sino por la patafísica de Alfred Jarry.
En cualquier caso, el intento de presentar la ciencia
ficción y la fantasía como formas válidas de literatura se apoyó ante todo en
criterios de selección y en ciertas decisiones de traducción. Para lo primero
se buscó ampliar el campo, publicando
a plumas no vinculadas a los canales convencionales del género (es decir,
revistas y editoriales especializadas del mundo anglosajón). Así figuraron en
el catálogo Italo Calvino y Julio Cortázar. Además, Minotauro evitó publicar a
los autores que practicaban las variantes más duras o científicas del género, como los ya mencionados Heinlein y
Asimov. La elección de Bradbury como lanzamiento resultó fundacional. Entre los
escritores de ciencia ficción que se consagraron a lo largo de los cuarenta y
comienzos de la siguiente década, el autor de Crónicas marcianas pudo ser percibido como el más ajeno (tal vez
incluso hostil) a la ciencia, a la vez que como un poeta de la ciencia ficción. Su idea de Marte, en efecto, poco
tenía que ver con lo que descubría la astronomía y sí con una percepción
romántica o romantizada, más cercana a la era victoriana que a los años del
Sputnik.
En 1955 la cultura pop no estaba acaso del todo madura
para una ciencia ficción asentada en sus pretensiones literarias. En la década
siguiente, sin embargo, un cambio de paradigma agitó la escena del género a
ambos lados del Atlántico. En su momento se lo llamó new wave, la nueva ola, y tuvo su epicentro en la revista británica
New Worlds. En lugar de una sólida
base científica apostaba por el modernismo literario inglés y por algunos
neovanguardistas de los años cincuenta, además de la obra siempre
inclasificable de William Burroughs. Así, Brian Aldiss experimentó con técnicas
burroughshianas, con esquemas del nouveau
roman francés y una barroca dislocación del monólogo interior joyceano. Por
su parte, Michael Moorcock (quien, además, era editor de New Worlds) aceleraba los géneros de la fantasía épica y la ciencia
ficción más psicodélica en textos tan complejos como radicales. Al mismo
tiempo, J. G. Ballard desafiaba las convenciones del espacio exterior, el
futuro lejano y la fascinación por el cambio tecnológico en cuentos desoladores.
También trabajó novelas posdistópicas sobre catástrofes medioambientales (en
los sesenta) y culturales (en los setenta) a la vez que, desde sus reseñas en New Worlds, incendiaba el campo de la
ciencia ficción para salvar a los pocos visionarios entre una multitud de charlatanes.
Todos ellos fueron publicados por Minotauro. Ballard
en particular se convertiría en una suerte de sucesor de Bradbury en términos
de presencia en el catálogo. A la vez, curiosamente, el mayor éxito de ventas
en la historia de la editorial, El señor
de los anillos, problematiza tanto la centralidad de la ciencia ficción en
Minotauro como la comodidad a la hora de establecer lo literario en la narrativa de género. Quizá las credenciales de
filólogo de Tolkien influyeron, o su evidente interés en asuntos distintos a lo
que cabría pensar como entretenimiento
narrativo. Lo cierto es que los tres tomos de las aventuras de Frodo, Sam y
los otros miembros de la Comunidad del Anillo llenaron las arcas de la
editorial y, como suele pasar en emprendimientos no vacíos de línea editorial o
ideológica, eso permitió apostar por obras riesgosas. Más cerca del extremo
opuesto de éxito comercial aparecieron libros que hoy resultan esenciales para
la historia de la ciencia ficción y la fantasía en Latinoamérica, como los
cuentos de Mi cerebro animal y Juegos malabares (ambos de 1983), del
argentino Carlos Gardini, Aguas salobres (también
de 1983), del uruguayo Mario Levrero
y, especialmente, Opus Dos (1967), Kalpa imperial I: La casa del poder (1983)
y Kalpa imperial II: El imperio más vasto
(1984) de la argentina Angelica Gorodischer.
Algunas
apuestas de la editorial no alcanzaron el estatus de obras fundamentales del
género. Por dar unos pocos ejemplos, ni Peregrinación:
el libro de pueblo (1975), de Zenna Henderson, ni La niña verde (1979), de Herbert Read, ni Los agonistas de Casey (1977), de Richard McKenna, pueden colocarse
a la par de las novelas de Ballard o Aldiss publicadas al mismo tiempo por la
editorial; mucho menos, junto a obras igualmente contemporáneas dadas a conocer
por otras editoriales dedicadas al género.
Es fácil para un argentino vincular su amor por la
ciencia ficción con la editorial Minotauro y pensarla como el punto irradiante
del género en lengua castellana. Lo cierto es que a lo largo de los setenta y
los ochenta, editoriales españolas como Nebulae, Acervo, Martínez Roca y
Ultramar cumplieron un papel si no fundador, al menos equivalente en importancia
a largo plazo. Quizá porque salieron a la luz cuando la literaturidad de la ciencia ficción empezaba a darse por sentada, sin que hiciera falta
esforzarse por garantizarla, estos sellos incluso prescindieron de la fijación
por ningunear todo signo de pulp y evitar
cualquier cosa que oliera a lugar común. Un caso interesante es el de Philip K.
Dick, considerado hoy una de las cuatro o cinco figuras esenciales del género
en el siglo XX. En Minotauro solo vio publicada la novela El hombre en el castillo (1974), acaso la menos marcadamente
vinculada al género –en términos de ausencia de lugares comunes o tropos
cienciaficcioneros–, aparte de su condición de ucronía o historia alternativa
en la que Alemania y Japón se llevan la victoria en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras, en la seminal colección Superficción de Martínez Roca (por dar un ejemplo) encontraron su lugar las
traducciones de clásicos entre su obra como Ubik
(1976) o Los tres estigmas de Palmer
Eldritch (1979). Curiosamente, Ubik y
otras tantas novelas de Philip K. Dick fueron compradas y publicadas finalmente
por Minotauro, después de que el sello fuera adquirido por Editorial Planeta en
2008.
En cualquier caso, en los últimos años empezaba a
volverse difícil acceder a buena parte de estos libros (hay que aclarar que no
a todos: los títulos más señeros, como Crónicas
marcianas y los tomos de El Señor de
los Anillos se han mantenido en prensa, en particular bajo el formato del
sello de bolsillo Booket). Por ello había que conseguirlos en el circuito de
librerías de segunda o tercera mano; sin embargo, la reciente decisión de
relanzar el catálogo es sin lugar a dudas bienvenida. Planeta ha anunciado la
distribución de bibliotecas de autor
dedicadas a Ursula K. Le Guin, Philip K. Dick y Ray Bradbury, además de
reeditar la primera secuencia de títulos de la editorial. Ya han sido
divulgadas las nuevas portadas de Crónicas
marcianas, Mercaderes del espacio, El hombre ilustrado y Soy leyenda. De ese modo se suman a un
aparente nuevo auge del género en la cultura pop en general y en la narrativa latinoamericana
en particular. Éste llega de la mano de acontecimientos recientes –como el
premio Herralde concedido a la autora de fantasía oscura y horror Mariana
Enríquez o el éxito de series como Black
Mirror–; todo ello traerá aparejado el acercamiento de nuevos lectores al
género.
Gracias por este ejercicio de memoria, tan necesario para recordar de dónde venimos en la ciencia ficción en castellano. Apenas una corrección: Planeta compró Minotauro en diciembre de 2001, poco antes del estreno de la primera adaptación de El Señor de los Anillos https://www.lavozdegalicia.es/noticia/television/2001/12/12/planeta-compra-editorial-senor-anillos/0003_872437.htm
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