Susanne Bier, Bird Box (Virus, pandemias y el afuera)
1.En la película Bird Box (Susanne Bier, 2018) la civilización como la conocemos
queda destruida por un contagio. La naturaleza de esta pandemia no queda
expuesta explícitamente pero entendemos que su propagación se basa más en una
transferencia de información que en la acción de un organismo infeccioso o un
virus. De hecho, el contagio opera a través de la vista: hay algo que vemos y que nos contagia,
instantáneamente. La enfermedad contamina al huésped y le hackea el sistema
nervioso; la gran mayoría de los casos ponen fin a su vida de la manera más
sencilla y veloz que tengan a mano. En última instancia, es un virus “informático”
que invade nuestra “programación mental”.
La respuesta instantánea de los no contagiados es encerrarse. En sus
casas, cierran puertas y tapian ventanas, de manera que nada de lo que haya afuera pueda ser visto. Las salidas en busca de
alimentos deben ser pautadas cuidadosamente, en equipos de cuantía mínima pero
suficiente, con vendas en los ojos y el mayor apremio posible. No está claro,
por otro lado, si el contagio alcanzará un máximo y luego decaerá; el problema
es, notoriamente, que nadie o casi nadie sobrevive a la enfermedad, y los
únicos casos de inmunidad pasan más bien por una programación mental aberrante,
una suerte de esquizofrenia ante la cual el virus no funciona o, al menos,
genera un efecto diferente al del suicidio.
Más allá del argumento de la película y sus relativas o escasas virtudes
cinematográficas (eso no nos interesa aquí), el climax conceptual de la
propuesta sobreviene cuando la protagonista atraviesa un bosque. Ya no estamos
ni en la presunta seguridad del interior de nuestras casas, pero tampoco en ese
otro “adentro” concebible del espacio urbano; estamos en el afuera más literal:
la intemperie, la naturaleza como exterioridad a lo humano. Y allí también está
el virus. Como la película evita astutamente toda representación de “eso” que
ven los contagiados (se nos ofrecen, eso sí, representaciones dibujadas por
algunos inmunizados, una gama de monstruos que bebe de las fuentes
lovecraftianas más consabidas, Giger y Baksinski) tanto como una hipótesis
privilegiada que explique la naturaleza de la enfermedad (hay varias hipótesis
sostenidas por diversos personajes, pero nada lleva a preferir una a otra), no
tenemos manera de saber qué puede haber entre los árboles, excepto lo que
sugiera las amplias tomas del movimiento de las hojas y las ramas en el viento:
la sensación, tan propia de Twin Peaks, de
la naturaleza como lo extraño (nature as
weird).
2.En su ya clásico ensayo “Horror
Abstracto”, Nick Land propone un gradiente de abstracción como manera de
construir un eje posible para la construcción narrativa del horror. De un lado
estaría el monstruo, una entidad horrorosa concreta, individual, única y en
cierta medida irrepetible (King Kong, Godzilla, Dracula, el monstruo de
Frankenstein, la Cosa del Pantano), y del otro un horror no individual, sin
agencia (ni menos aún voluntad, objetivos o inteligencia discernible) ni
contornos precisos. En algunas ficciones, ese horror abstracto queda representado
por el tropo de la zona, o espacio
infeccioso capaz de perturbar todo lo que se aventure a su interior. La mansión
de la novela The Haunting of Hill House (Shirley
Jackson, 1959) es un ejemplo paradigmático, tanto como los campos contaminados
de “El color que cayó del cielo” (H.P.Lovecraft, 1927) y Distancia de rescate (Samanta Schweblin, 2014) o las presencias
espectrales (nunca reducibles del todo a fantasmas individuales) de El resplandor (Stephen King, 1977;
Stanley Kubrick, 1980), tanto como la “zona” de las películas Stalker (Andrei Tarkovski, 1979) y Aniquilación (Alex Garland, 2018).
En el caso de Bird Box la zona carece de límites y equivale
limpiamente al afuera. Basta con abandonar cualquier recinto que bloquee la
visión para estar expuesto. Solo el adentro es seguro: el afuera no es otra
cosa que la contaminación y la inmediata aniquilación del sujeto humano, tanto
que apenas ciertos pseudohumanos (deficientes o fallidos) están a salvo: una
suerte de esquizofrenia no explicitada del todo los salva, pero para la lógica
humanista de la película son una versión provista de agencia e inteligencia del
horror abstracto del afuera, y por tanto se vuelven vectores de este y, por
tanto, monstruos.
3.Timothy Morton moviliza el argumento
realista especulativo de Graham Harman sobre el llamado “análisis de la
herramienta” heideggeriano como manera de construir el concepto de nature as weird. Según Heidegger, como
es sabido, la herramienta se funde en su función y, por tanto, sólo es
percibida como un objeto al momento en que falla, cuando su función colapsa.
Desde el inicio del antropoceno (en particular desde su concepción más amplia,
comenzando con la revolución neolítica) hasta nuestros días, la naturaleza es
construida como tanto el afuera o exterioridad a lo humano como, a la vez,
aquello que es usado por el humano
para sus propios fines. En rigor, se trata de un mecanismo doble que tanto
define/produce la naturaleza (o lo no-humano) como lo humano en sí, pero esta
suerte de dialéctica amo/esclavo que hace al humano (o al hombre, de hecho, ya que en el orden patriarcal la mujer o lo
hembra también es producido tanto en términos de exterioridad a lo humano como
del uso que este le da) en última instancia produce una noción de lo natural
como aquello que sirve. El campesino usa la naturaleza a través de un saber específico de tiempos de sembrado
y estaciones: en tanto medio para el
fin de su supervivencia y reproducción de la economía y el orden de lo humano,
la naturaleza es una herramienta y, por tanto, en tanto funcione bien no la
percibimos como un objeto en sí mismo sino como una instancia más en nuestros
procesos económicos.
Si la historia del antropoceno es la de la influencia del Homo sapiens en la biósfera a la que
pertenece, la revolución industrial marca una suerte de sub-época o periodo
dentro de la era geológica en cuestión, en tanto la actividad humana (en
particular las emisiones de gases de invernadero) comienza a incidir más
acusadamente en el clima global. Esto ocasiona una serie de circuitos de
retroalimentación positiva que atentan contra el equilibrio climático y, por
tanto, genera cambio e impredecibilidad. De pronto, la naturaleza no se porta
como se suponía que debía portarse, y allí es cuando se vuelve visible, según la tesis heideggeriana.
La naturaleza, es decir, deja de ser esa producción de lo humano para
convertirse en una naturaleza poshumana o inhumana, de pronto incomprensible y,
por qué no, peligrosa para la economía de fines y medios de lo humano. Es,
entonces, la naturaleza como lo weird, como
horror abstracto.
4.Los virus son en sí mismos tanto un
horror como una forma de extrañeza weird,
tanto seres vivos como mera química, tan “peligrosos” para lo humano como
agentes de tantos cambios evolutivos. No presentan metabolismo pero son capaces
de reproducirse hackeando células vivas, y están tan sometidos a la selección
natural como todos los organismos, por lo que se nos aparecen como “capaces” de
evolucionar a través de mutaciones. Los virus tienen una historia evolutiva y,
de hecho, quizá representen una reliquia de los orígenes de eso que llamamos
vida: y también en ese sentido contaminan nuestras certezas, porque si en el
origen de nuestra historia evolutiva hay una categoría intermedia, liminal,
entre lo vivo y lo inanimado, nuestras nociones de “vida”, de mundo biológico
en oposición al mundo mineral, han de ser revisadas tanto como la biología
evolutiva iniciada por Darwin nos llevó a revisar las nociones antropocéntricas
del ser humano como entidad privilegiada. Los virus, en última instancia,
vienen de un afuera a lo que hemos cercado (o pretendido cercar) como el
dominio de lo viviente y, a su vez, de lo humano.
5.Cuando el afuera es incomprensible y
nos amenaza, nos encerramos en el adentro. Todos los impulsos de la seguridad
humana nos llaman a bloquear las vías de invasión, a permanecer humanos, no
contaminados, lo más puros posible. El afuera podrá contaminarnos, así que
mejor cerremos los ojos. Mejor bajemos las persianas. Mejor repitamos que
afuera no hay nada, que el mundo se ha ido y sólo nos queda el espacio pautado
por las paredes de nuestras casas, el espacio interior, la imaginación, los
libros. Por supuesto, es necesario: nos mueve la autoconservación, la
Resistencia.
6.Sin embargo, afuera siguen pasando
cosas: el mundo sigue allí, aunque, ahora, ya no para nosotros. Cabe pensar que volveremos y que encontraremos todo
un poco diferente, un poco cambiado, mutado. Cabe pensar que es inevitable, a
la vez, que cambiemos nosotros también. Porque, por supuesto, no hay pureza
alguna. No se trata de que, en virtud de nuestras políticas, de nuestra
voluntad y agencia humanas, podamos ejercer una acción, una efectiva
resistencia, un control. Estas son
todas ficciones que intentan suavizar la idea de que el cambio, naturalmente,
es inevitable. La música sigue estando allí afuera, de hecho. Y, como siempre,
es de allí que nos nutrimos. Es eso, o perecer.
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