Juan Cárdenas, Ornamento
Los flujos del narcocapital aceleraron la producción cultural colombiana: la década de los ochenta como colisionador de hadrones y máquina weirdificadora: la posibilidad de una novela aceleracionista que a la vez sea horror hauntológico.
¿Qué otra cosa podría suceder cuando a un sistema de interacciones culturales que llevaba décadas alimentado por la violencia política se lo somete a un boost acelerador virtualmente sin precedentes, no menos violento, no menos maquínico, y todavía más masivo en términos del capital?
Las cosas se vuelven raras.
Quizá no debería extrañarnos que si hay algo así como un weird latinoamericano (y el uso del término consagrado por la crítica y el mercado editorial anglo no implica que se esté aludiendo a una clonación estricta sino, más bien, que es factible hackear el término y programarlo para producir significados nuevos) su centro en el presente esté Colombia. Ni siquiera es necesario apelar a la valiosísima obra más o menos cargada de marcas de género de escritores como Luis Carlos Barragán, Cristian Romero o Hank T. Cohen, quienes producen ficciones desde circuitos que intersectan de diversas maneras los de la ciencia ficción, la fantasía oscura, el horror y el bizarro. Si se quieren rastrear las marcas (la “influencia”) del weird es igualmente fácil hacerlo desde las deformaciones o mutaciones que el bombardeo de la narco-radiación causó incluso en el viejo y confiable realismo y en el uso que de él hace el mainstream. O, dicho de otro modo, del realismo queda poco, salvo cuando operan circuitos desaceleradores, maquinarias ideológico-políticas que intervienen en la producción literaria como si dieran por sentado que, en el fondo, el único realismo posible es el socialista o, mejor dicho, el leninista.
Nota al margen: conviene, antes de seguir adelante, habilitar la noción de horizonte hauntológico. El punto de partida es la obra de Mark Fisher, desde luego, y a partir de allí las preguntas ¿cabe hablar de una hauntología latinoamericana? ¿Es tal cosa posible? ¿Hasta qué punto hacerlo no implica intervenir política, ideológicamente un circuito de producción global de sentido por el que los grandes fantasmas que habitan el mundo se saltean lenguas y regiones?
No se trata de responder aquí a estas preguntas. En todo caso, si seguimos la línea especulativa de Fisher y comenzamos con su reconocimiento –en Realismo capistalista (2009)– de un modo cultural que ha renunciado a (o al que se le ha arrebatado la posibilidad de) producir una noción del futuro tan fértil en significados posibles como cargada de capital simbólico, y seguimos por la propuesta del modo hauntológico –en Fantasmas de mi vida (2014)– como marca específica de la sensibilidad bajo el realismo capitalista, desembocamos –en Lo raro y lo espeluznante (The Weird and the Eerie, 2017)– en la equiparación de lo “espeluznante” (traducción deficiente de “eerie”) con lo hauntológico: esa sensación de lo inquietante desde una presencia donde no debería haber nada o una ausencia donde la presencia es lo que esperamos. Entonces, si la hauntología (planteada como la economía de lo eerie) habla de las cuentas no cerradas del pasado y los fantasmas de los futuros posibles, que todavía recorren un mundo donde el futuro ha sido (aparentemente) cancelado, lo weird (el horrorismo, en tanto economía de lo weird) podría muy bien ser el modo en que podemos atisbar un futuro que somos incapaces de pensar.
El horizonte hauntológico sería la zona crepuscular que sirve de frontera entre ambos dominios. En otras palabras: el contorno de aquella época más reciente (discernible como tal, limitada en términos de un zeitgeist presentable como específico) que todavía se nos ofrece como la cohabitación de lo real histórico y un enjambre de fantasmas. Del lado de acá del horizonte tenemos el pasado inmediato, que todavía no somos capaces de configurar como una época; del lado de allá están los pasados asimilados a un régimen estético o ideológico virtualmente fijo. Desde estos últimos es posible pensar en historias alternativas y futuros proyectados que nunca llegaron, por supuesto, pero el producto ingresa inevitablemente en otra economía, la de la estilización de géneros especulativos como la ucronía o las variantes retrofuturistas del ciberpunk, que no necesariamente se presentan en términos de lo inquietante o perturbador.
Dado que la posibilidad de pensar una época en términos de un zeitgeist se ve afectada por la distancia entre esa época y el presente, el horizonte hauntológico se mueve con el tiempo. Durante buena parte de la primera década del siglo XX y los primeros años de la siguiente, el horizonte hauntológico delimitaba más o menos limpiamente las décadas de 1960 y 1970, y, de hecho, en términos estéticos, si hay o hubo algo así como un movimiento hauntológico en la música, fue en referencia a las producciones culturales del estado de bienestar británico que su lenguaje sonoro o textural quedó definido particularmente a partir de proyectos fundadores del movimiento, como Belbury Poly, The Focus Group y The Advisory Circle. Incluso los experimentos sónicos de The Caretaker, que retroceden hasta la era dorada del jazz de ballroom y el lado más easy listening del sonido de las big bands, presentan como mediador (también desde el nombre mismo del proyecto, que funciona en rigor como un alter ego de Jim Kirby) la setentera El resplandor (1980), de Kubrick/King, como si se instalara una suerte de metaimagen o doble refracción.
Series como Dark y Stranger Things, cada una a su manera, parecen dar testimonio de un horizonte hauntológico que se ha movido hacia los 80, pero es en las películas de Panos Cosmatos Mandy (2018) y, especialmente, Beyond the Black Rainbow (2010) donde la zona de interacción (“terminador”, terminator, en términos astronómicos, y nunca escapamos de TechNoir) entre lo weird y lo eerie es explorada al máximo de su potencial. Ambas películas remiten a unos ochenta tan irreales como la de las series mencionadas más arriba, pero donde Stranger Things desrealiza la década mediante su hiperrealización (en tanto la construye estilizada en términos de ser más ochentera que los ochentas mismos, movilizando de paso las relaciones entre la (re)construcción de una época y los procesos más internos del capital global y su influencia sobre el gusto masivo en términos de ficciones audiovisuales), Beyond the Black Rainbow apela al horror. El resultado es disonancia cognitiva weird: reconocemos la época representada tanto como la sabemos otra, en gran medida porque sus horrores (los horrores presentados en la ficción, es decir), de haber sido reales, se nos han mantenido ocultos.
La tensión entre futuro, presente, pasado, futuro posible y pasado alternativo está enraizada en el problema de la representación del tiempo, en particular desde las nociones de linealidad y progreso que hacen a eso que ha sido dado en llamar modernidad. Este tema puede ser rastreado a buena parte de la producción narrativa de Juan Cárdenas, pero encuentra en su novela Ornamento (Madrid: Periférica, 2015) un momento especialmente brillante. Se trata de una novela compleja en planos de significación, a la vez una ficción aceleracionista, un relato de horror hauntológico y la crónica de la mutación acaso catastrófica en la vida de una pareja o, por decirlo así, el lado realista de la ficción construida.
En la página 78 –para comenzar por el horror hauntológico– se habla de los narcos de los ochenta y sus estilos preferidos de arquitectura y decoración; la referencia no sólo no es trivial en relación al hecho de que la novela se titule Ornamento y (particularmente en su primera mitad) explore diferentes maneras de referirse a nociones de belleza, autenticidad, superficialidad, profundidad, adorno e impostura, sino que, además, en colaboración con lo indeterminado en última instancia del tiempo en que transcurre la acción (un recurso detectable en otras novelas de Cárdenas como El diablo de las provincias), trae a escena los fantasmas de la historia colombiana reciente. El narrador-protagonista no sólo está vinculado a la investigación, desarrollo y comercialización de drogas sino que, además, en un momento de la narración se refiere a sí mismo y a sus colegas como “narcos, como los de las películas” (p. 132).
A la vez, la evidente legalidad de sus acciones parece problematizar la instalación de la trama en un presente real o, si vamos al caso, en cualquier momento posterior a los ochenta. Es cierto que sustancias psicotrópicas de venta legal existen, y en abundancia, pero incluso sin perder esto de vista, el proceso por el que la droga experimental es liberada al mercado en Ornamento (y las consecuencias de este hecho) desafían el establecimiento de la acción en un presente reconocible a pleno como “real”. Sin resultar explícitamente en otro mundo, el de Ornamento, en virtud de ausencias, vacíos y sobreentendidos, tampoco es exactamente el nuestro. En ese sentido, la novela podría elaborar una suerte de historia alternativa: basada en los mismos ochenta de nuestra historia, su desarrollo a partir de esa época concreta es divergente. Es, por decirlo así, uno de los futuros posibles de la década, uno que en nuestro tiempo “real” no llegó a ser, pero que permanece, hauntológicamente hablando, como un fantasma.
En rigor, lo “aceleracionista” invocado más arriba debería ser presentado en términos de ciberpositividad versus cibernegatividad, por usar los términos propuestos en 1994 por Sadie Plant y Nick Land, ya que Ornamento explora de al menos dos maneras narrativas las producciones o “resultados” emergentes de procesos abandonados a una retroalimentación positiva, sobre la que en cierto momento se vuelve aparentemente necesaria una intervención limitadora (y por tanto política).
Una de estas maneras es la construcción del relato de la pareja recién aludida, que en un momento determinado de su vida resuelve incorporar (otra vez, pero en esta ocasión bajo otro régimen) un tercer integrante. Esta incorporación se da de manera compleja: el hombre (que es el narrador de la novela) trama una irrupción o perturbación que consiste, en principio, en hacerse acompañar a una recepción de gala por una de las voluntarias en su trabajo de investigación y desarrollo de sustancias psicotrópicas vestida con ropa de su esposa. Esta mujer, en definitiva, puede entenderse como una suerte de input a un sistema que comienza a desconfigurarse y configurarse nuevamente de maneras diversas. Eventualmente, el elemento externo es asimilado y, después, expulsado, a la vez que el proceso de expulsión resulta catastrófico para la pareja.
La otra manera es la narración del proceso experimental de una droga que produce efectos únicamente en mujeres, luego liberada al mercado con resultados que parecen replicar el deterioro o la catástrofe recién comentada de la pareja a escala social: en tanto “droga perfecta”, la sustancia en cuestión pronto alcanza una exposición máxima, que genera miles de adictas. Cuando los suministros empiezan a escasear surgen brotes de violencia, que van en escalada hacia el final del libro. Se especula con incorporar mecanismos de control basados en el mercado, pero, eventualmente, no sabemos qué pasa.
Una buena analogía para un proceso que incluye una fase de retroalimentación positiva en escalada que queda regulada eventualmente para que se evite la catástrofe y se regrese al equilibrio es el del desenfreno agresivo de las abejas. Es sabido que las abejas mueren tras clavar su aguijón (que se lleva consigo órganos vitales); cuando esto sucede es liberada una feromona que actúa activando la potencial conducta agresiva de las abejas circundantes, que al clavar sus aguijones en el intruso o agresor a su vez liberan todavía más feromonas, afectando por tanto a un número de abejas que crece de manera exponencial. La pauta es, entonces, alimentada por sus propios efectos, y el resultado, en términos lineales, debería ser la muerte de todas las abejas afectadas. Sin embargo, esto no sucede. Cuando un número determinado de abejas ya ha muerto tras haber clavado su aguijón, las que quedan con vida no son capaces de sostener el proceso de desenfreno, por lo que la presencia en el aire de las feromonas empieza a decrecer. Se ha atravesado un umbral y lo que de un lado era un proceso ciberpositivo, acelerador, deviene en uno cibernegativo, o de freno. En el caso de las abejas, una vez pasado el umbral son menos las abejas movilizadas a atacar y, por tanto, son todavía menos las feromonas liberadas. Finalmente el número de abejas agresivas tiende al mínimo y el sistema vuelve al equilibrio. El proceso no termina en una explosión o catástrofe porque su propio funcionamiento actúa tanto de acelerador (primero) como de freno (después).
Sin embargo, el modelo recién descrito no tiene en cuenta una intervención posible desde el afuera. Una manera consabida de llevar a cabo esa intervención es encender una fogata y dejar que el humo neutralice a las feromonas; las abejas, naturalmente, quedarán “aplacadas” en instantes. Por otro lado, también es posible intervenir no para evitar el desenfreno sino para propiciarlo: basta con asegurarse artificialmente de que la presencia de feromonas en el aire no decaiga una vez que se ha atravesado el umbral. Esta suerte de “alimentación” al sistema equivale a un pie clavado en el acelerador.
Los procesos paralelos en Ornamento –el de la “droga perfecta” liberada al mercado y el de la asimilación de una mujer a la pareja protagonista– no son explorados hasta un desenlace explícito. La violencia femenina en medio del orden patriarcal del capital es un tópico tan sugerente que por momentos es fácil lamentar que la novela no dé cuenta del todo de sus resonancias políticas, que parecen replicar –independientemente de que Cárdenas haya leído o no a Land o a sus continuadores– el llamado a la violencia que hiciera Nick Land en 1989 (en su ensayo “Kant, el capital y la prohibición del incesto”) como única manera efectiva de subvertir el orden patriarcal y la modernidad. Las catástrofes, en este sentido, destruyen el sistema: demuelen sus límites, lo vuelven a formatear. El sujeto postulado por la modernidad patriarcal, el “hombre”, por así decirlo, rozaría la extinción y, llevando a su extremo la pauta de relación entre el capital, las drogas (que en Ornamento operan bajo una suerte de narcotráfico legalizado) y el orden patriarcal, la novela de Cárdenas podría acelerar hasta una explosión posthumanista o incluso antihumanista.
Pero esto no sucede, aparentemente: el desenlace queda enfocado en la pareja, aunque de una manera tan ambigua como para que no sepamos en verdad qué está pasando “afuera”. Los protagonistas, de hecho, se han retirado al campo, lejos de la ciudad, el ámbito de acción de estos circuitos en desenfreno; quizá el mundo está cayendo a pedazos a su alrededor, pero el narrador no puede dar cuenta de ello y, por tanto, nosotros no lo sabemos.
Podría pensarse que la novela en sí acelera en términos diegéticos hasta una catástrofe que rompería de manera definitiva todo código realista –y la formatearía como distopía, relato de catástrofe o, en última instancia, ciencia ficción. Esto, en efecto, no sucede: quizá la intervención política última es evitar que Ornamento abandone del todo un interés regulado en términos de “realismo” o literatura mainstream y consistente en hablar primero de relaciones humanas o asuntos de parejas. Está claro que esto implica una caricaturización y que la novela, como se ha dicho más arriba, es notoriamente más compleja; sin embargo, es inevitable notar una serie de elementos presentes que podrían haberla llevado hacia un género más o menos determinado en cuanto a tropos o incluso lugares comunes.
Por ejemplo, en la primera sección se nos ofrecen las transcripciones de los monólogos de una de las mujeres que sirven de sujetos de prueba de la droga investigada. Bajo el efecto de esta sustancia, sus palabras alcanzan una extrañeza tan asombrosa como inquietante, que además de dar testimonio del virtuosismo verbal de Cárdenas, subvierte todo esfuerzo interpretativo. No sabemos de qué se nos habla, qué se quiere decir o qué relación hay entre lo dicho y la droga (en particular porque las otras mujeres sometidas a sus efectos no se comportan del mismo modo y sus discursos no son registrados), y el efecto weird así producido no es diferente al de la escritura alien en Aniquilación (2018) o del recitado del woodsman del capítulo octavo de Twin Peaks: The Return (2017) ante el micrófono de la estación de radio. Sin embargo, hacia el final de la novela accedemos al registro completo del monólogo de esta mujer, precedido por el título “lo que dijo número 4 cuando nadie escuchaba”. Esto, además de problematizar la centralidad del narrador-protagonista en la estructura misma de la novela, termina desacelerando el efecto weird para hacerlo colapsar en una suerte de realismo psicologista por el que llegamos a reconstruir parte de la vida de la mujer y de alguna manera “entender” de qué se nos estaba hablando en una imagen un poco más completa de su personalidad y su historia. El weird potencial, es decir, queda replegado en realismo, casi como si la novela hubiese retrocedido ante la pesadilla que estaba a punto de desencadenar, tanto como su posible desarrollo en términos de historia alternativa queda reducido a sugerencia o a los efectos de una lectura posible.
Estos mecanismos de freno, por supuesto, no se agotan con posibles decisiones estéticas del autor o de la intervención de editores, sino que remiten a la literatura en tanto sistema (la novela, por supuesto, no fue publicada por una editorial especializada en género alguno sino por una de las más prestigiosas plataformas españolas de visibilización del lado más rico e interesante del mainstream). Así, el final de Ornamento, con toda su evidente belleza, equivale en algún sentido a una composición musical que termina resolviendo parte de su tensión en un anclaje final en una tonalidad reconocible: una suerte de closure tanto diegética como conceptual. Novela bien hecha, en última instancia ejemplar, que pone en evidencia tanto algunas tendencias del sistema literario a lo que podríamos pensar como una forma de “cibernegatividad” (en tanto ciertos desarrollos potenciales de lo planteado son “frenados” por la solución conceptual del libro como una novela más amigable para un lector acostumbrado al realismo imperante) como, a la vez, la presencia o huella de un weird que se abre camino como puede, por caminos acaso alternativos a ese mainstream recién aludido.
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