Terminator
Hace muchos años, en una galaxia muy lejana (es decir los noventa, o sea el futuro a nuestras espaldas), los teóricos británicos Sadie Plant y Nick Land acuñaron el término “ciberpositividad” para referirse a los procesos que en lugar de autoestabilizarse (como un termostato que ajusta la temperatura para que no rebase determinado límite e “interviene” activamente para evitarlo) se arrojan a un desenfreno o escalada potencialmente explosiva, acelerada y catastrófica. La cibernética del control, o de la primera ola de la disciplina (aquella concebida por Norbert Wiener) queda configurada como el estudio de los procesos cibernegativos, mientras que la segunda ola (o pos-cibernética, eventualmente generalizada en el estudio de los sistemas complejos) se dedicó a explorar los procesos ciberpositivos. En un sentido más amplio, una economía de mercado ideal sería pensable como un proceso ciberpositivo (el capital y los mercados fabrican inteligencia en un proceso retroalimentado que termina, en la visión aceleracionista absoluta landiana, por destruir la construcción del sujeto humano como lo entendemos ahora y, por tanto, cataliza la emergencia global de lo posthumano), a la vez que toda intervención política gubernamental implica un “freno” a la tendencia aceleradora y, por tanto, la intersección del proceso ciberpositivo original con uno cibernegativo. Esto es generalizable en términos de una política siempre cibernegativa (a la vez humanista, en tanto tiende a mantener idéntica la producción del sujeto humano) en oposición a una pospolítica ciberpositiva (a la vez posthumanista, en tanto exhibe a la producción del sujeto como histórica y, por tanto, sujeta a cambio); al mismo tiempo, podemos pensar que si toda conservación y administración política de lo humano es cibernegativa, la literatura como aparato ideológico productor de lo humano también lo es, en oposición a un “horrorismo” ciberpositivo que se nutre de la obra de escritores o ideólogos no reductibles por completo a lo literario, como H. P. Lovecraft, J. G. Ballard o Thomas Ligotti. Allí donde la literatura cibernegativa funda y sostiene lo humano, el horrorismo ciberpositivo lo socava, lo exhibe como un espejismo o, mejor, una hiperstición (aquellas ficciones que generan ellas mismas las condiciones por las que se vuelven realidad).
La dialéctica entre horrorismo y literatura, su pugna irresoluble, puede ser el principal motor que anima el éxito en términos meméticos de algunas construcciones simbólicas de la cultura pop o, en último caso, nos permite una lectura en términos cibernéticos (y en última instancia horroristas) de las ficciones más exitosas. La reciente Terminator: Dark Fate (Tim Miller, 2019), entonces, parece prestarse cómodamente para un ejemplo.
Conviene repasar las líneas generales de la saga o serie a la que pertenece esta película. En The Terminator (James Cameron, 1984) descubrimos que en el futuro (2029) ha ocurrido un evento conocido como el “Juicio Final”, en el que una IA, Skynet, movilizó los aparatos armamentísticos de las potencias mundiales como arma definitiva contra la humanidad. Los sobrevivientes fueron cazados y casi exterminados, pero eventualmente una resistencia organizada por John Connor logró modificar la situación, de modo que la suerte de Skynet y sus “máquinas” sufrió un revés. Como recurso final, Skynet envía a 1984 a un androide, el T-800, que ha de matar a Sarah Connor, la madre de John, antes incluso de que éste sea concebido. John Connor, a su vez, envía a Kyle Reese, un soldado de la resistencia, a evitar el asesinato de Sarah; sin embargo, en principio por fuera de las intenciones manifiestas de su misión, Kyle Reese resulta ser el padre de John Connor, que engendra junto con Sarah a quien lo ha enviado al pasado. El líder de la resistencia humana, entonces, es el agente de su propio nacimiento: por así decirlo, se autoproduce (mediante el desplazamiento en el tiempo de Kyle Reese) en un loop.
Por otra parte, el T-800 finalmente destruido deja como rastro de la futura Skynet su brazo robótico; en Terminator 2: Judgement Day (James Cameron, 1991) descubrimos (mientras se nos cuenta de otro androide enviado hacia atrás en el tiempo, en este caso un aún más sofisticado y letal T-1000, compuesto de metal líquido y una matriz morfológica, al que se opone un T-800 reprogramado por Connor) que este brazo, en manos de científicos e ingenieros humanos, se convierte en el punto de partida para el proceso inteligénico que desemboca en la emergencia de la IA. De esta manera Skynet, al igual que John Connor, se ha convertido (siempre habrá de haberse convertido; la fórmula heideggeriana immer schon parece la más adecuada) en su propio progenitor: otro loop autocausal por el que en la IA se da un proceso autopoiético. Dicho de otro modo, Skynet arriba permanentemente desde el futuro, interviniendo el progreso tecnológico, los mercados, el capitalismo y la modernidad, que ahora parecen haberse orientado retrospectivamente a un fin ajeno a lo humano: el “propio fin” de su rebelión, de la emancipación de la herramienta del telos impuesto por los humanos.
La segunda película, sin embargo, propone un final al proceso, que, en tanto salida del circuito ciberpositivo intelogénico autopoiético, se convierte en una intervención política cibernegativa, una acción de la securocracia humana, que logra asegurarse de que Skynet no sea producida: y lo hace mediante la destrucción del brazo robótico y otros despojos tecnológicos del T-800 original. En términos de línea de tiempo, esta intervención “genera” un universo paralelo o futuro alternativo al de la primera película: ya no habrá Juicio Final ni Skynet, no, al menos, esa Skynet “específica” que recurrió al viaje en el tiempo y la autopoiesis. Es imposible determinar qué sucederá, en efecto, pero queda al menos la certeza de que esa destrucción específica se ha desvanecido.
Terminator 3: Rise of the Machines (Jonathan Mostow, 2003) se hace cargo de la indeterminación final y cancela el optimismo: Skynet emerge de todas formas y redescubre la estrategia de enviar soldados hacia atrás en el tiempo para eliminar a los miembros clave de la resistencia futura. De acuerdo a esta idea, Skynet queda propuesta como una emergencia inevitable: una vez más acomete ya no la autoproducción sino su autoconservación, la depuración de la circuitería que intenta eliminar el proceso cibernegativo que quiere socavarla. De hecho, el final de la película (el único hasta cierto punto “pesimista” en términos humanos) termina de apuntalar esa idea de inevitabilidad: todo lo que se logró, en lugar de evitar el Juicio Final, fue salvaguardar a John Connor y a su pareja, Kate Brewster.
En cualquier caso, también la resistencia humana (el circuito cibernegativo) parece indestructible: en la secuela, Terminator Salvation (Joseph McGinty Nichol, 2009), asistimos a una trama ajena al esquema básico de viajes en el tiempo y se nos ofrece en cambio un relato más o menos autoconclusivo insertado en el esquema a mayor escala de la guerra entre Skynet y la resistencia humana; es recién en Terminator Genisys (Alan Taylor, 2015) donde retorna la perturbación temporal a partir del momento fundacional de la serie, esa fecha de 2029 desde la que el T800 y Kyle Reese viajaron a 1984, aunque en este caso esa línea temporal es intervenida para producir una historia nueva, que diverge de la que conocemos de las cuatro películas anteriores (de hecho, tanto Salvation como Genisys fueron propuestas como comienzos posibles de sendas trilogías finalmente no producidas) y que propone, justamente, una génesis distinta de la IA terminal, comprometiendo de paso la integridad humana de John Connor. El final insiste en la pauta de mostrar la emergencia de la IA como inevitable, pero, cancelada la posible trilogía a ser derivada de este quinto momento de la saga, esa inevitabilidad debió encontrar una realización distinta. Así, en Terminator: Dark Fate (2019) se optó por limpiar la serie de todas las películas posteriores a la segunda, y así retornar a la producción cancelada de Skynet para ofrecer a Legion, una nueva IA con función narrativa idéntica y la misma propensión al envío de androides atrás en el tiempo.
Este panorama deja claro ante todo que la emergencia de la IA es inevitable, pero que a la vez los humanos siempre se le opondrán más o menos exitosamente. Los dos procesos (el ciberpositivo IA y el cibernegativo humano) podrían tender a un equilibrio, pero ninguna de las películas de la serie aborda esta posibilidad, ya que el relato esencial siempre es el de las medidas tomadas por Skynet para resolver una situación de equilibrio o derrota potencial. En ese sentido, la inevitabilidad de Skynet equivale a la inevitabilidad de que ésta siempre atente contra el equilibrio, en potencia o en acto. Ambas inevitabilidades refuerzan la idea de un proceso en desenfreno (y por eso Skynet es ante todo ciberpositividad), y la idea misma de la intervención en el tiempo habilita la pregunta de por qué Skynet no simplemente sigue intentando eliminar a John/Sarah Connor en 1984, 1985 o una fecha igualmente temprana. Es posible movilizar argumentos económicos sobre la dificultad esencial del viaje en el tiempo, pero dado el tiempo suficiente Skynet siempre podrá enviar otro T-800 a 1984 y asegurarse de que Kyle Reese no llegue a conocer a Sarah Connor. De hecho, Dark Fate sugiere que hay múltiples T-800 en operación, y es uno de ellos (que sobrevive durante más de diez años) el que finalmente asesina a John Connor, aunque en esa línea temporal Skynet no existirá y por tanto los T-800 son reliquias hauntológicas de futuros que no se producirán.
La pauta de ciberpositividad de Skynet/Legion aparece tan claramente como otra paralela, que se solapa (es su sombra, digamos) al propio proceso productivo de las películas en términos visuales, cinematográficos y de FX. Así, cada uno de los modelos de androide involucrados parece (con la excepción de lo que vemos en Salvation, la más anómala de la serie) aun más sofisticado que el anterior: el T-1000, como entidad de metal líquido (cuya representación es posible en términos de la tecnología CGI de fines de los ochenta pero no lo habría sido en 1984: así, el horizonte tecnológico de cada época determina la forma del antagonista), supera claramente al T-800; obviando la derivativa T-X e incluso al extraño T-3000, el Rev-9, antagonista principal en Dark Fate, es una suerte de versión muy mejorada del T-1000, más equiparable a una swarmachine o enjambre de nanobots que se manifiestan como un fluido similar a un moho mucilaginoso, tanto como su CGI es notoriamente “mejor” que el aplicado a la representación del T1000. Así, la pauta de sofisticación de los FX y la de mejoras en los androides obviamente coinciden: el circuito en desenfreno de Skynet se autoperfecciona película tras película, divergencia temporal tras divergencia temporal y, en última instancia, historia tras historia. El resultado, en términos de inevitabilidad, es que Skynet (o Legion) siempre podrá avanzar tecnológicamente y, por tanto, contar con más y mejores recursos para eliminar a la amenza humana. El esfuerzo necesario para que el circuito cibernegativo, o sea la resistencia humana, esté a la altura de lo demandado va creciendo película a película tanto como la sofisticación de las armas involucradas; este esfuerzo (así como la pauta de mejora en los androides remeda el propio avance tecnológico “real” de los CGI) tiene su equivalente en la decisión política de ofrecer siempre (esto sucede en todas los capítulos de la saga, incluso en su versión atenuada de Rise of the Machines) una forma de triunfo humano frente a Skynet. Este fondo humanista de “Terminator” va volviéndose cada vez más difícil de sostener, y eso se traduce a su vez en una creciente inverosimilitud de los “finales felices”. Tener que rebootear por segunda vez la saga y dar por espurias tres películas parece una medida tan desesperada como la necesidad de seguir presentando lo inevitable como momentáneamente evitado. En ese sentido, el proceso ciberpositivo de Skynet es comparable a la llegada de los Grandes Antiguos en Los mitos de Cthulhu: ninguno de los relatos de Lovecraft nos muestra que en efecto eso suceda, pero en todos y cada uno de ellos se nos hace entender que esa llegada es inevitable.
En Dark Fate, en cambio, el personaje que protege los intereses humanos (el equivalente de Kyle Reese y del T-800 de Terminator 2) es un cíborg: una “mujer aumentada” en el que entendemos una fusión de lo humano y lo maquínico. Quizá esta sea la pauta definitiva, la única que posibilita un “final” a la saga de acuerdo a la inevitabilidad de su fin de lo humano: no un mundo terminal en el que sólo exista Skynet sino una multiplicidad de cíborgs, una (di)fusión de lo humano en lo maquínico que tanto extingue al sujeto de lo humano de los momentos anteriores del proceso como garantiza una continuidad. Una concebible Terminator n, siendo n un número mayor que ¿8, 9, 10?, debería presentar una trama poblada únicamente por cíborgs. En la medida en que esto sea evitado, se estarán disponiendo aún más esfuerzos y aún más energías en sostener un humanismo sintomático, y el resultado de esto será siempre presentable en términos de cinematografía pobre y mal artesanado. No hay una Terminator “salvable” que dé la espalda a la pauta de “ciborgización”; incluso una concebible “buena película” en términos cinematográficos que retorne al molde esencialmente humano de la primera o la segunda sólo podrá apelar, finalmente, a la especificidad de lo cinematográfico y a su autonomía: un recurso, en última instancia, literario, una Terminator dirigida por un improbable Scorsese. Al horrorismo, por supuesto, le interesan otras cosas.
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