David Bowie/Tony Visconti, Space Oddity 2019
No debe ser difícil encontrar fans de David Bowie que sientan que “Space Oddity” es su canción favorita. Después de todo, se la pudo escuchar a lo largo y a lo ancho del espectro de la cultura pop, desde Friends hasta la transmisión del astronauta Chris Hadfield, en órbita alrededor de la tierra, y el propio Bowie la revisitaría en 1980, para convertirla en la única de sus canciones en tener una “secuela” explícita. Así, de la deriva hacia el infinito del mayor Tom pasamos, en “Ashes to Ashes”, a la historia de un adicto obsesionado con la cultura cíborg en Japón, sin dinero, sin cabello, habiendo amado todo lo que necesitó amar, “detalles sórdidos a continuación”.
Pero la historia del mayor no termina ahí: en 1995 Bowie confió a los Pet Shop Boys un remix de “Hallo Spaceboy”, uno de los momentos más industriales de su mejor álbum de los noventas, 1.Outisde. Como la canción original solo contaba con una estrofa, y los Pet Shop Boys querían remixarla como un dúo entre Neil Tennant y Bowie, se volvía necesario añadirle más letra. Para eso, Tennant y Chris Lowe escribieron tres versos (“Ground to major bye bye Tom / Dead the circuit, countdown’s wrong / Planet Earth, is control on?”) que sugieren un cambio en la historia a través de un giro en la perspectiva: ya no era el Control de Misión volviéndose testigo de la desaparición del astronauta sino el mayor Tom que veía desaparecer su base y, acaso, a su planeta completo. El de “Ashes to Ashes” había sido (como cabía esperar en el proceso sónico de Bowie) un falso mayor Tom, un imitador o simulacro; el “verdadero” (que, una vez más, como es típico en Bowie, fue convocado por otro, en este caso Tennant) había accedido, como el David Bowman de 2001, al más allá del infinito. Pero si el astronauta de Clarke y Kubrick regresó a la tierra convertido en un alien/superhombre/feto cósmico, el de Bowie solamente se perdería en el abismo: quizá se lo vio por última vez en el video de “Blackstar”, como el astronauta muerto cuyo cráneo es transportado hacia el “centro de todas las cosas” en la “villa de Ormen”, donde propiciará una ceremonia de magia ritual. Y todo comenzó con una canción que se pensó como una novelería, una pieza truculenta hecha con efectos especiales y la más barata imaginería scifi.
Seguramente no se trata de la mejor canción de Bowie, salvo que por “mejor” se piense qué tanto logra una pieza de música hackear la cultura pop para replicarse en tantos circuitos productores y, en ese sentido, el hecho que salta a la vista es que parece inagotable, irreductible. Bowie la tocó en vivo por última vez en su cumpleaños número 50, en 1997, y optó por excluirla de la vastísima selección de canciones en el Reality Tour, su gira definitiva de grandes éxitos. Por supuesto, ninguno de los compilados insiste en ese ninguneo; desde ChangesBowie (1990) y The Singles Collection (1993), sus primeras recopilaciones en CD, hasta la póstuma Legacy (2016), pasando por el profuso Best of Bowie (2002), no faltó en ninguna selección.
Sin embargo, solo los fans más exhaustivos recuerdan el álbum que la incluyó después de su primera publicación como single. Difícilmente alguien atento a la historia del pop ignore a qué canción pertenece el verso “ground Control to major Tom”, pero si se pregunta por “oh, it’s the madness in his eyes / as he breaks the night to cry” o “so much has gone / and little is new”, o incluso (pese a la conexión con el Wizarding World) “when all the world is warm and tired / you cry a little in the dark”, seguramente no serán tantos los capaces de identificar “Wild Eyed Boy From Freecloud”, “Cygnet Committee” y “Letter to Hermione”, respectivamente, todas incluidas en David Bowie, el álbum de 1969 cuya primera pista comenzaba con el diálogo entre el control de misión y el mayor Tom.
Una hipótesis fácil es que, dejando de lado “Space Oddity”, el resto del disco es poco memorable. Bowie necesitaba capitalizar el éxito del single y ensambló un álbum desparejo con un montón de canciones que poco tenían que ver musical y estéticamente con los FX y la SF sónica del hit; es, de hecho, si descartamos al mayor Tom, un álbum folk en la línea de bandas como Pentangle y Fairport Convention, extrañamente empecinado en seguir conectado a la ya agonizante cultura del flower power y la psicodelia. Bowie replicando a un Dylan que no dio la espalda a la contracultura hippie, o acaso a esa otra réplica o corrección de Dylan que fue Donovan, o incluso clonando todo esto con Peter, Paul y Mary y Simon and Garfunkel, en un momento de su carrera en que sus poderes musicales todavía no habían dado el salto que significó adoptar al piano como herramienta de composición y escribir su primera seguidilla de obras maestras: “Changes”, “Oh! You Pretty Things” y “Life on Mars?”. Tampoco su voz estaba en la mejor forma, como si, apresuradamente, se largara a cantar a todo pulmón sin conocerse del todo, sin haberse inventado a pleno aún.
Todo esto puede resultar un poco injusto, pero el propio Bowie se apuraría a olvidar esas otras canciones mientras seguía tocando “Space Oddity”. En los conciertos de Ziggy Stardust la historia del mayor Tom no faltaba jamás, pero del resto de piezas de su segundo álbum sólo tocaría, e integrada a un medley, la primera sección de “Wild Eyed Boy From Freecloud”. Quizá sólo décadas más tarde descubrió que los fans más hardcore de su música habían redescubierto esas canciones y les habían encontrado cierta frescura, cierta candidez y, sobre todo, su condición tan evidente de signo de un momento en que Bowie no era Bowie aún pero sí un cantante y compositor lleno de ideas y promesas.
El álbum, de hecho, fue reeditado en 1970 bajo el título Man of Words, Man of Music, y en 1972 con una portada diferente y un nuevo título, Space Oddity. La primera edición en CD en 1985 mantuvo esa segunda portada y ese segundo título, del mismo modo que la de 1990. Recién en 1999 se volvió a la portada original, y en 2009 al título David Bowie. En 2015, el box set Five Years incluyó un nuevo remaster (tanto en CD como en vinilo), que respetó una vez más la portada y el título de 1969.
Pero la vida de David Bowie no terminó allí, con su retorno a la forma original. En 2019, coincidiendo con su quincuagésimo aniversario, fue publicada una nueva versión remezclada por Tony Visconti (quien había producido originalmente todas las canciones menos “Space Oddity”), que optó una vez más por usar como título del álbum el de su canción más famosa.
Cabría preguntarse si un álbum remezclado –como el Sgt. Pepper’s de 2017, el The Beatles de 2018 o el Abbey Road de 2019, o la serie de álbumes de King Crimson y Jethro Tull remezclados por Steven Wilson– es el mismo álbum. La respuesta quizá no sea tan sencilla como podría parecer: el álbum es notoriamente el mismo en tanto comparte su listado de canciones, su portada y su arte y estética asociados; mientras que, por otro lado, ofrece una experiencia sonora diferente o más o menos diferente. ¿Por qué este último matiz o cautela? Porque, a excepción de las remezclas que pretenden una “vuelta a las raíces” (como la versión de Steve Albini de In Utero, publicada en 2013), la mayoría de aquellas lanzadas al mercado en la última década y media buscan mantener las opciones sonoras del original en términos generales y “depurar” o “limpiar” el sonido planteando una separación más clara entre las distintas texturas que lo componen o “rescatar” instrumentos sepultados en la mezcla original.
Esto es especialmente válido para los álbumes retrabajados por Steve Wilson y para las versiones nuevas de los discos de los Beatles; en el caso de Bowie, los precedentes inmediatos de la remezcla 2019 de David Bowie son versiones de Never Let Me Down (2018) y Lodger (2017), además de la recreación de un estado primario de Young Americans, anterior a la incorporación de las canciones grabadas con John Lennon (“Fame” y “Across the Universe”), titulado The Gouster (2016). En el caso de Never Let Me Down, hay que señalar que, más que remezcla, se trata de una verdadera regrabación del álbum, que en algunos casos conserva solamente la voz de Bowie y algún detalle especialmente característico, para sumarle una base musical grabada de nuevo, con arreglos propuestos bajo una estética sonora y musical completamente distinta. En cuanto a Lodger, si bien no se llegó a este extremo de regrabar el álbum, el propósito fue “rescatar” una serie de canciones a las que tradicionalmente se consideró malogradas por una mezcla deficiente. Finalmente, The Gouster reordenó canciones de Young Americans, exhumó mezclas provisorias e incorporó las dos (fabulosas) piezas descartadas para hacer lugar a las grabadas con Lennon.
¿En qué medida estos tres son álbumes diferentes a aquellos con los que comparten título? Parece fácil contestar a esta pregunta en relación a The Gouster, que se trataría notoriamente de otro álbum, aunque conectado genéticamente (en tanto estadio anterior al definitivo) al referente inmediato Young Americans. Un poco más difícil es presentar (o promover) a Never Let Me Down 2018 como un disco nuevo; las canciones son las mismas y están en el mismo orden. Es cierto que la (sobre)producción tardochentera ha sido borrada casi por completo y que los arreglos nuevos notoriamente pretenden “limpiar” la pretensión del Bowie de 1987 de maquillar en exceso canciones mediocres o menores (con alguna que otra excepción, como en el caso de la pieza que da título al disco) para volverlas brillantes, vibrantes y, en última instancia, vivientes, en un wishful thinking asombroso (por lo equivocado, por lo zombificador) para el músico que había grabado maravillas del pop/rock de los setentas como “Ashes to Ashes”, “Station to Station” o “Five Years”.
Por último, la remezcla de Lodger no propone nada nuevo que no hubiese formado parte de las versiones originales, en forma latente o simplemente escondida. Las mandolinas en “Fantastic Voyage”, por ejemplo, fueron una sorpresa para todos los que escuchamos el disco en 2017, pero lo cierto es que con mucha atención se pueden notar sus indicios en la mezcla de 1979. El Lodger de 2017, en todo caso, permitía más que una percepción en términos de novedad, un redescubrimiento de un álbum que aún no se nos había dado en plenitud. Está claro que nada en arte se da por completo a nadie, pero buena parte del gesto de remezclar un álbum (dejando de lado las aburridas apelaciones a la codicia capitalista) consiste en hacérnoslo escuchar como por primera vez. Habría, entonces, un umbral de diferencia que, una vez atravesado, produce esa sensación de haber llegado al punto de partida para contemplarlo por primera vez, por parafrasear (mal) a T. S. Eliot. Si nos quedamos del lado de acá del umbral (como sucede con las remezclas más tímidas o más intervenidas de Steven Wilson, que cuesta distinguirlas de un simple buen remaster que realza el brillo original de la canción y lo arranca del fango de las malas remasterizaciones digitales de los ochenta y parte de los noventa) esa sensación de novedad frente a lo mismo no se produce.
Por supuesto, este tipo de especulaciones sólo tiene sentido en una época donde los remasters y las remezclas son habitantes con derechos propios de la ciudadela del pop; el rock, cuya muerte fue sentenciada ya en tiempos de Jim Morrison y seguramente antes también, se desplazó hacia una fase de archivismo después del derrumbe de la música en formatos físicos hacia 1999: lo que había comenzado en los cincuenta y sesenta como una cultura esencialmente joven o adolescente debió seguirle el paso a sus protagonistas originales a medida que envejecían y si en algún momento los espejitos y vidrios de colores (o su equivalente monocromático, percudido y DIY) del punk pretendieron devolver al rock a la juventud, ya para los noventas estaba claro que tan importante como estar al tanto del presente era dar cuenta de que se conocía esa sublime tradición del pasado. Esto es, en todo caso, una marca de mi generación.
Hay un momento de comienzos de los setenta que sirve de bisagra: quienes nacieron del lado de allá, en 1967 o 1968, mantendrían siempre una postura de búsqueda de lo nuevo, de lo current, de la novedad entendida como el toque del futuro. Los que nacimos después de 1973 o 1974, por el contrario, sentimos que debíamos además prestar atención a aquellos que nuestros precedentes generacionales inmediatos tomaban por dinosaurios. Escuchábamos Nirvana y Pearl Jam en 1993, pero nuestra educación sentimental rockera implicaba ser capaz de hablar de los Rolling Stones y los Doors, o de Led Zeppelin y Pink Floyd. No es una coincidencia que de los primeros (los otros no contaron con esa posibilidad por razones obvias, o contaron con ella a medias) se dijo por esos mismos años que habían alcanzado por fin el nivel de sus mejores momentos: todas esas estrellas que se habían opacado en los ochenta (Bowie entre ellas) empezaban a brillar en los noventa. En última instancia, el mercado (¿qué otra cosa puede haber allí afuera, que otra cosa sino la base material de la economía puede producir los valores y los esplendores de la cultura artística?) nos había convencido de que debíamos comprar esos discos viejos: habían sido remasterizados en CD, después de todo.
De manera digamos latente permanecía la idea (los viejos insistían con todo esto) de que los vinilos sonaban mejor, con más respiración, espaciosidad, dinámica y presencia. Lo cierto es que todos esos CD de los ochentas y los noventas estaban pésimamente remasterizados y por tanto podían volver a ser editados anunciando una mejora en, pongamos, la transferencia a 24 bits de las cintas analógicas originales; el proceso de la tecnología parece una verdad intocable, de modo que cabía esperar que un remaster de 2002 sonara mejor que uno de 1991 o incluso 1999 (lo cierto es que, en el caso de Bowie, sonaba bastante peor). Sin embargo, ¿qué hacer después de las ediciones presentadas sónicamente como definitivas, sea porque ya no había manera de digitalizar de nuevo las cintas originales o porque se había logrado (como en el caso de la excelente edición de David Bowie de 2009) replicar el sonido analógico original a la perfección? Una opción fue no vender los álbumes de a uno, sino construir box sets acompañados de parafernalia visual, libros de tapas duras y réplicas minuciosas de los discos originales. La otra fue, por supuesto, remezclarlos. En el caso de Lodger y Never Let Me Down había un pretexto claro: eran discos de alguna manera fallidos, deficientes en el caso del segundo, extrañamente manchados por decisiones extravagantes en el del primero: escucharlos como por primera vez sólo les hacía justicia.
¿Pero qué decir de David Bowie o Man of Music, Man of Words o Space Oddity? Sus fallas, donde las hubiera, no pasaban por problemas estrictamente de sonido, sino más bien de composición, de ejecución, de concepción o conceptualización. Era el fondo primitivo de la discografía de Bowie, que pronto ascendería a cumbres más luminosas; no tenía sentido alterarlo: estaba allí como recordatorio de una forma de, digamos, humanidad. Bowie había progresado, se había esforzado en expandir su rango vocal, su tono, sus habilidades compositivas, su destreza musical; el resultado (comparar “Time” con “Janine”, pongamos, o “Heroes” con “God Knows I’m Good”) estaba a la vista, no era un problema, no tenía por qué poner en movimiento más circuitos productores de la figura de Bowie y su música.
Sin embargo, el mix 2019 sí hace algo por el álbum. No sólo porque vuelve creíble el pretexto o excusa invocado por Visconti en cuanto a lo poco representados que habían resultado en el sonido definitivo elementos tan importantes como la orquesta de “Wild Eyed Boy From Freecloud” (basta con escuchar la versión 2019 para sentir que el paisaje sonoro de la canción se ha expandido y ganado textura y complejidad), sino porque se esfuerza por equiparar sónicamente (u homogeneizar estilísticamente) canciones que no terminaban de cuajar en términos de una visión de conjunto. Volver más inmediatamente notorias las guitarras eléctricas en la base rítmica de “Janine”, por ejemplo, hacen que la canción gane espesor y peso rockero, quitándole protagonismo a la afectación de la parte vocal (más propia de un aspirante a ganar el concurso de Eurovisión que de un heredero de Bob Dylan) y subiéndole el volumen a la música para balancear el resultado hacia el rock y no tanto hacia el pop, por emplear una dicotomía (y una receta de mezcla y producción) ya válida en 1969, que, de hecho, es la que trama una buena diferencia entre la risible “Oh! You Pretty Things” interpretada por Peter Noone y la que grabaría Bowie para su álbum Hunky Dory.
La mezcla 2019 permite el redescubrimiento del álbum e instala la discusión sobre qué versión es mejor. Tanto es así que en esta operación se produce un nuevo nicho ecológico en relación al álbum de 1969: el que ocuparán aquellos que, en plan purista, señalen que la versión original no necesitaba revisión alguna, que era buena en sí misma, que era mejor. Esto, por supuesto, también resulta en una revisión o rescate del álbum, particularmente al establecer que para sonar “bien”, David Bowie no necesita del trabajo de algún Avida Dollars, por más credenciales (y si alguien las tiene en el mundo Bowie, ese alguien es Visconti) que se puedan presentar.
En cualquier caso, si las versiones 2017 y 2018 de Lodger y Never Let Me Down no dejan tan fácilmente de ser los mismos álbumes, hay una buena razón para pensar que el mix 2019 de David Bowie es definitivamente un disco distinto. Más allá de las diferencias de la mezcla, la versión nueva incluye una canción extra, “Conversation Piece”, que había sido compuesta y grabada a la par de las que integrarían David Bowie, pero que finalmente fue desplazada al lugar de lado B de “The Prettiest Star”, el single con el que Bowie se propuso alcanzar el mismo éxito que le había deportado “Space Oddity” (no funcionó, por cierto). Remezclada con los mismos criterios de homogeneización de guitarras y ecualización, parece pertenecer al contexto en el que aparece ahora, como si hubiese sido enmendado un error cometido hace tiempo. En cierto modo, es la pieza que termina por dar vida al álbum entero, convirtiendo a este Space Oddity de 2019 en un álbum nuevo por derecho propio, diferente a David Bowie y sus reediciones. El oído de los fans, acostumbrado a que “Wild Eyed Boy From Freecloud” dé paso a “God Knows I’m Good”, se sorprende al escuchar una pieza relativamente oscura como “Conversation Piece” ahí, en el medio. La relación entre oído y memoria queda reformateada: la expectativa no se cumple y algo “nuevo” aparece donde se esperaba nada más que lo mismo de siempre; si no había sido suficiente con los cambios en el sonido, esta intervención sobre el álbum original termina por producir la idea de la novedad, por renovar aquel segundo álbum de estudio de David Bowie.
¿Y qué decir de la remezcla 2019 de “Space Oddity”? No habría habido un álbum sin ella en 1969 y tampoco, cabe pensar, lo habría habido cincuenta años después; curiosamente –o más bien de manera esperada, incluso justificable–, los cambios realizados sobre la más memorable de las canciones del disco no son tan importantes como los que se infligieron a sus piezas menores. Quizá no hacía falta, o bastaba con subrayar ornamentalmente algunos detalles (las voces al comienzo reverberan con más definición, los FX del despegue son más extraños); en cualquier caso, no era allí donde había que esforzarse, y en ese gradiente de necesidad (por llamarlo de alguna manera) queda establecida una economía propia del álbum, que distingue entre los logros y el brillo de sus canciones. En ese sentido también queda más homogeneizado el álbum: Space Oddity, de 2019, es sin lugar a dudas un disco más coherente, más cohesivo, que David Bowie. Y en ese sentido, su remezcla está más lograda que la de Never Let Me Down (que no logra disimular el hecho de que, más allá de las opciones de producción, las canciones en sí no eran buenas), a la vez que la inclusión de “Conversation Piece” separa todavía más a la versión de 2019 de la de 1969.
Space Oddity, o David Bowie, siguen replicándose, siguen con vida. Si todo es una jugarreta del mercado, un truco barato del capitalismo, lo cierto es que aquí queda en evidencia cómo esa base material es capaz de crear una economía de la diferencia, y plantear una separación posible entre lo mismo y lo otro, entre reversión y recreación, original y réplica. Siempre fue fácil, desde cierto punto de vista en última instancia humanista, denunciar a los artistas que “se venden” al mercado o descartar producciones específicas como “nada más” que intentos de capitalizar glorias pasadas, pero ninguna de esas glorias pasadas, ni nada en última instancia, pudo suceder por fuera del mercado, del mismo modo que es el capitalismo el que crea las condiciones de posibilidad de todos sus detractores. No sabemos si el rock sobrevivirá al realismo capitalista, a la retromania y a su fase archivista; mientras tanto, sigamos escuchando lo mismo. Que en el fondo, como pasó siempre con Bowie, es lo otro.
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