Nuestro iglú en el ártico, Mario Levrero



No me cuentes tu merienda

 
Una de las pautas más visibles en la ciencia ficción contemporánea (desde el auge del cyberpunk hasta acá, digamos) ha sido la relativa profusión de ficciones firmadas por autores de ficción mainstream (o literatura general) que incorporan a sus obras recursos y elementos propios de los clásicos del género. Los escritores, ensayistas y editores James Patrick Kelly (1951) y John Kessel (1950), en la introducción a su antología The secret history of science fiction postulan la nominación al premio Nebula recibida por Thomas Pynchon en 1973 (por la novela El arcoíris de la gravedad) como un momento clave en la historia de esa disolución de fronteras, hasta el punto que habría operado, a partir de allí, una historia “secreta”, una línea más oculta, digamos, que llegaría a su momento de máxima visibilidad en el siglo XXI tras nutrirse de los aportes de escritores un poco sui generis como Lucius Shepard, Michael Chabon, Margaret Atwood, Angela Carter, el propio Thomas Pynchon, Don DeLillo, Rick Moody y Jonathan Lethem, a los que cabría agregar al argentino-español Rodrigo Fresán.
Todos estos escritores incorporaron a sus obras elementos usualmente asociados con la ciencia ficción (exploración de Marte en The four fingers of death, de Rick Moody, realidad simulada en Chronic City, de Lethem, etc); a la vez, sus trabajos permanecieron o bien no encasillados (e incorporados por tanto a esa categoría nebulosa de “literatura general”) o bien pensados como un nuevo círculo del territorio de la ciencia ficción y la fantasía. De hecho, ha sido propuesto el término slipstream para referirse a un posible género híbrido entre el realismo, la ciencia ficción, la fantasía, lo fantástico y la ficción especulativa. Quienes –como Kelly y Kessel, que compilaron también una antología titulada Feeling very strange: the slipstream anthology, que se ha vuelto una referencia obligatoria para quienes se ineteresen en profundidad por la narrativa contemporánea– defienden la pertinencia de hablar del slipstream como género suelen traer a colación, además, la noción de “disonancia cognitiva”, una suerte de inquietud o desasosiego producido por la lectura de esta clase de ficción y asociada a la imposibilidad de determinar lo “real”, lo “fantástico” o lo “simulado” en las ficciones slipstream.

Levrero slipstream
Quizá valga la pena aquí recordar el ensayo “Kafka y sus precursores”, de Borges, recogido en el compilado Otras inquisiciones (1952); el escritor argentino argumentaba que la obra de un escritor muchas veces permite leer de otra manera a quienes lo precedieron; pocos encontrarán parecidos entre Lord Dunsany, Zenón de Elea, Han Yu (o Tzu), Kierkegaard, Bloy y Browning, excepto que todos estos escritores, cada uno a su manera, parecen prefigurar, según Borges, elementos que saltan a la vista en la obra de Kafka. Evidentemente, sin haber pasado por Kafka –si no existiese Kafka– ese “parecido” sería invisible, ilegible: en ese sentido, si los mencionados prefiguran a Kafka, entendemos que lo son gracias a que ya hemos asimilado al autor de El castillo: en otras palabras, Kafka ha creado a sus precursores. Ha creado un contexto –el pautado por su obra– en el que todos ellos se parecen y lo anuncian.
Cabría argumentar, entonces, que el slipstream ha creado a Kafka y a Borges. Buenos ejemplos de “disonancia cognitiva” pueden ser encontrados en la obra de ambos: como ejemplos ilustres podemos quedarnos con el asombro (y la risa que estalla) invocado por Foucault ante el célebre fragmento de enciclopedia china del que habla Borges en “El idioma analítico de John Wilkins” (poco importa que se trate de un texto usualmente leído como un ensayo y no como un cuento) o también el hecho de que el asombro que siente la familia de Gregor Samsa por su conversión en insecto es prácticamente mínimo.
Y si el slipstream crea a sus precursores, también creó a Mario Levrero.

Cintas de Moebius
La reciente antología Nuestro iglú en el ártico (Criatura Editora, 2012), compilada por el escritor argentino Ricardo Strafacce (1958), presenta nítidamente a un Levrero slipstream. Todos los cuentos de esta selección, desde “El sótano” (con su tremenda distorsión temporal y su profusión de espacios y personajes Carrollianos) hasta “Los carros de fuego” (con su modulación entre la trama de percepciones extrasensoriales y el increíble incesto del final), pasando por maravillas como “Capítulo XXX” (con su fundido entre la vida vegetal, la animal y la humana) y “La toma de la Bastilla (Cántico por los mares de la Luna)” (con su superposición de planos narrativos y sus juegos surrealistas), ofrecen ejemplos de hibridación de géneros (ciencia ficción catastrofista o incluso postapocalítpica en “Capítulo XXX” y en “Gelatina”, fantasía en “La cinta de Moebius”, literatura fantástica en “Los muertos”) y de disonancia cognitiva. Entonces, la tantas veces invocada “rareza” de Levrero –en la tradición sin tradición de Felisberto Hernández y Armonia Sommers– puede presentarse, desde el slipstream, como una filiación a una práctica narrativa con contornos más o menos recortados, como un momento más en una línea que pasa por Kafka (tantas veces citado como “influencia”, como “precursor” de Levrero, incluso como su “hermano mayor”), por cierto Borges, por cierto Philip K. Dick, y que incorpora al Alasdair Gray de Lanark, al Pynchon de Contraluz, al Lethem de La fortaleza de la soledad y Chronic City y al China Mièville de La ciudad y la ciudad. Desde el slipstream, entonces, todos estos autores se parecen más.

La mirada argentina
A la vez, llama la atención que la selección ofrecida por Criatura Editora guarde, al menos en Montevideo, tan pocas sorpresas. “La cinta de Moebius” y “Los muertos” fueron recientemente vueltos a editar por HUM (en los libros Todo el tiempo y Los muertos/aguas salobres); “Gelatina” y “El sótano” están en la reedición de Irrupciones Grupo Editor de La máquina de pensar en Gladys (el primero, de hecho, fue lanzado también como edición facsimilar de la mítica publicación original de 1968), y los otros cuentos aparecen casi todos en Espacios libres (con la excepción de “Los carros de fuego”, del libro homónimo editado por Trilce y la “Entrevista imaginaria con Mario Levrero”, que está en El portero y el otro), un libro quizá no tan fácil de conseguir pero que tampoco es una rareza mitológica. ¿Qué es lo que aporta, entonces, Nuestro iglú en el ártico? Ante todo, la mirada de un argentino. En Uruguay, Levrero –en gran medida gracias al trabajo de sus epígonos, los miembros de sus varios talleres de narrativa y los publicados en las colecciones De los flexes terpines y Narrares– parece haber cristalizado en su última encarnación, la del autor de La novela luminosa (no se discutirá acá su condición de “obra maestra” o su lugar privilegiado en la bibliografía en cuestión), El discurso vacío y “Diario de un canalla”: el Levrero de la observación minuciosa de lo cotidiano, de los juegos autorreferenciales y metaliterarios, el Levrero de la literatura solipsista, de la narrativa del yo. Los cuentos seleccionados por Strafacce, desde fuera de esa escena, por el contrario, eligen al otro, a los otros Levreros, desatendidos por sus –por qué no decirlo– estériles seguidores inmediatos: el Levrero fantástico o cienciaficcionero, el Levrero onírico y surrealista, el Levrero autor de cuentos donde ocurren cosas maravillosas. De hecho, para citar a Strafacce: “…casi toda la obra de Levrero (…) parece decir: Qué me importa de qué se murió tu padre; qué me importa por qué te dejó tu novia; qué me importa cómo tu abuela te cocinaba los buñuelos. Si no sos Proust, no me cuentes tu merienda. En los cuentos y novelas deben ocurrir hechos extraordinarios” (páginas 7-8).
Los cuentos recogidos en Nuestro iglú en el ártico visibilizan ese o esos Levreros. Escritos entre 1967 (“El sótano”) y 2003 (“Los carros de fuego”), sorprenden por su cohesión, por la claridad con que delinean un eje posible para una obra. Ciertas obsesiones del Levrero narrador (la proliferación del tiempo y el espacio, los espacios intermedios entre el sueño y la vigilia, la endeble “realidad”, los fenómenos paranormales, el psicoanálisis) parecen pasar a un primer plano a través del proceso seleccionador: en ese sentido, al yuxtaponer estos cuentos, Strafacce escribe a un nuevo Levrero, a un Levrero no tan visitado de este lado del Río de la Plata. Serán cuentos fáciles de encontrar por ahí, cuentos releídos varias veces por los interesados en su autor, pero, colocados uno al continuación del otro, perfilan al Levrero más interesante, más fascinante, más vivo y menos callejón sin salida (porque a quién puede importarle, si no se esta ante Proust o ante Levrero, que se hable de haber comido un churrasco con tomate y ajo, que se buscó porno en internet, que hace calor, que cuesta concentrarse en la escritura).
Después de Nuestro iglú en el ártico, entonces, los divertimentos de gran parte de los “levrerianos” parecen volverse –y hacernos entender que lo fueron siempre– completamente irrisorios.  Este libro, entonces, tiene, al menos en Uruguay, la fuerza de una irrupción literaria, una pequeña revolución: si se lo lee bien, para los lectores y seguidores de Levrero –si bien, en rigor, los cuentos siempre estuvieron allí– ya nada será igual. 

Publicada en La Diaria el 18 de febrero de 2013

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