Kraken, China Miéville



Los tentáculos de dios
 

Empezamos con un calamar gigante. Alguna especie del género Architeuthis, con un máximo de 13 metros de largo para las hembras y 10 para los machos, segundo en cuanto a dimensiones después del calamar colosal o Mesonychoteuthis hamiltoni, que puede alcanzar los 14 metros y es considerado el invertebrado conocido más grande. El calamar está preservado en un tanque de formol, evidentemente acorde a sus dimensiones, y el tanque, a su vez, es la joya que corona la exhibición de especímenes de un museo de Historia Natural. 
 
Y una mañana desaparece. Sin dejar rastros. Y nos preguntamos cómo es posible que un objeto de ese tamaño desaparezca de esa manera o quién podría interesarse en robar algo así, en hacer desaparecer una pieza de colección de un museo.
 
Así comienza Kraken, la última novela del inglés China Miéville traducida al castellano, y quizá lo primero que haya que decir es que apenas pasada la página 60, cuando aparece el tatuaje parlante, está claro que estamos en el reino de la imaginación desatada y que podemos esperar, más o menos, cualquier cosa. 
 
Por supuesto que cabe pensar que si el autor es China Miéville, notorio practicante del new weird y fan de H.P.Lovecraft, pronto el calamar gigante desaparecido nos pondrá frente a los tentáculos de Cthulhu y a su compañía de dioses más antiguos que la humanidad, y ahí, ya en pleno territorio del horror cósmico, mejor nos abrochamos los cinturones y nos preparamos para el fin del mundo. O para algún tipo del fin del mundo, claro, tema que recorre las páginas de Kraken. Cthulhu, en realidad, es sólo el comienzo. Porque el calamar gigante es dios. Bueno, un dios mejor dicho, en una Londres poblada de dioses, ángeles, demonios, criaturas ancestrales, antiguos muñecos egipcios que debían ser esclavos de los muertos, fantasmas (inclusive fantasmas agremiados que deciden hacer piquetes) y cultistas de sectas esotéricas para todos los gustos, una Londres que pronto, entendemos, no es la que conocemos sino la de un universo que empieza a alejarse del lector o con el lector, ahora abducido y paseado por la exhibición de atrocidades de la vecindad galáctica. Porque el proceso construido por Miéville es magistral: nada en las primeras diez o veinte páginas –es decir: está la desaparición del tanque con el calamar, pero eso, cabe pensar al comienzo del libro, podrá ser explicado de una manera más, digamos, cotidiana, más acorde a la novela de misterio o al policial– nos hace sospechar que el libro, ya hacia su mitad, estará profundamente sumergido en las aguas de más o menos todos los lugares comunes (y los otros, los más interesantes) de la fantasía, el slipstream y el weird, casi como un bestiario, como un catálogo de referencias a todos los géneros y subgéneros de la fantasía o la ciencia ficción que derivaron de las páginas seminales de la vieja revista Weird Tales, por no mencionar, claro, a los precursores Algernon Blackwood, Arthur Machen, Lord Dunsany y Robert Chambers. En otras palabras: China Miéville escribió una suerte de enciclopedia narrativa del weird.
 
Como sucedía con La ciudad y la ciudad, para muchos la mejor novela de Miéville, buena parte de los artificios de la narrativa se apoyan en cierta, por llamarla de alguna manera, experimentación lingüística. En La ciudad y la ciudad había dos ciudades que compartían el mismo territorio, pero los habitantes de una habían aprendido a desver (to unsee) los edificios y los habitantes de la otra, y viceversa; esa capacidad aprendida, ese recorte aprendido desde la infancia de la realidad, genera en la novela una serie de términos, de los cuales ese unsee es quizá el más importante, pero que también incluye varias resemantizaciones del verbo to breach y del sustantivo breach, aplicable el primero al momento en que alguien pasa de una ciudad a otra y ve lo que debería desver, y referido el segundo al misterioso lugar que participa de ambas ciudades, hogar de la policía especializada en evitar esos breach. Por supuesto que el uso del término castellano brecha implicaría una traducción muy pobre y limitada de lo que propone Miéville en inglés; en el caso de Kraken, el trabajo sobre el vocabulario es menos sutil y concentrado y más explosivo: cada secta, cada dios, cada facción de esas grandes guerras esotéricas, parece convocar para sí una galaxia de términos, que proliferan a medida que avanzamos en el libro y nos sumergimos en su realidad alternativa, de la que poco y nada es visible en las primeras páginas. Hay que decir, entonces, que la traducción al castellano deja bastante que desear; no era tarea fácil, claro está, y habría que tener eso en cuenta antes de atacar el trabajo de la traductora, Beatriz Ruiz Jara, que, en algunos casos, sí da en el blanco, aunque, lamentablemente, se trata de poco más que excepciones en un texto cuyo talón de Aquiles es, precisamente, lo torpe de los términos convocados. Uno por uno, quizá, podrían pasar, pero su acumulación (en una novela de 446 páginas) termina por hacer pensar en apuro, en improvisación y en algo de chapucería.
Por otro lado, cabe pensar que un lector español recibirá de manera muy diferente a uno rioplatense el intento de construcción de un habla de la calle –llena de términos que en el Rio de la Plata suenan risibles o tan fastidiosos como los “coño”, “polla”, “follar”, “mola mogollón” o “no se me pudo poner tiesa”, tan abundantes en las traducciones de Anagrama, en libros de Bukowski o Irvine Welsh por ejemplo– que la traductora propone como recreación del slang londinense empleado página tras página por Miéville. Me atrevería, en cualquier caso, que la variante del español empleada por la traductora de Kraken suena tan vieja como las historietas de Mortadelo y Filemón, mientras que el inglés de Miéville resulta notoriamente más contemporáneo. 
 
En cualquier caso si logramos pasar por alto estos detalles es imposible no pasarla bien con Kraken, seguramente la novela más divertida que haya escrito Miéville hasta la fecha. Es cierto que por momentos el vértigo cede y la narración se empantana ligeramente, pero también es innegable que siempre se repone y vuelve a sorprender e interesar. Para los fans del weird, el new weird y el slipstream (géneros en los que Miéville ha brillado con sus novelas anteriores, la trilogía de Bas-Lag en particular), el vastísimo despliegue de la imaginación de Miéville será irresistible; para cualquier otro lector, se trata apenas de pactar con una novela que combina cientos de referencias más o menos eruditas a varias tradiciones de la fantasía, la ciencia ficción y el horror con no pocas dosis de humor y comedia, además de la fascinante creación de una Londres alternativa y deslumbrante. 

Publicada originalmente en La Diaria el 27 de marzo de 2014

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