Cosecha Roja, Estuario Editora
El negro uruguayo
Con la reciente publicación de A veces tarda, casi nunca llega, la
colección de novela negra (o de narrativa policial, o de ficción de crímenes)
Cosecha Roja, de Estuario Editora y dirigida por Marcela Saborido, alcanzó su
decimoquinta entrega. Es un buen momento, entonces, para celebrar y pasar
revista a lo editado hasta la fecha.
A la hora de mapear la colección cabe ensayar
un abordaje que parta de reconocer los nombres recurrentes. Así, encontramos
que Pedro Peña ha publicado en Cosecha Roja cuatro novelas y Rodolfo Santullo
tres, una de ellas en colaboración con Martín Bentancor. Las cuatro de Peña,
además, construyen una serie (la única hasta la fecha en la colección) centrada
en un personaje, el periodista Agustín Flores, un poco metido contra su
voluntad en labores de detective. En la última entrega, precisamente, el relato
que van armando las novelas de la serie cobra un rol central, casi como si
pudiera decirse que eso, y no tanto el caso puntual, es el mayor logro del
libro. En cualquier caso, la lectura en orden de Ya nadie vive en ciertos lugares, No siempre las carga el diablo,
Tampoco es el fin del mundo y A veces
tarda, casi nunca llega, vale la pena a la vez que señala –y no es trivial
la afirmación– una totalidad notablemente más rica que cada una de sus partes
por separado, que leídas de esa manera quedan más o menos separadas en dos
particularmente valiosas (las dos últimas), un comienzo promisorio y un
tropezón como segunda entrega (que se convierte, hay que decirlo, en uno de los
tres o cuatro libros más flojos de la colección).
En el caso de Santullo, que inauguró la
colección con Sobres papel manila, es
interesante encontrar un proceso de maduración y asentamiento como novelista.
Quizá su escritura tiende a lo esquemático y lo directo, de modo que sus
ficciones alcanzan cierta plenitud cuando están potenciadas por la brevedad y
el despojamiento; así, tanto la novela recién mencionada como Aquel viejo tango, escrita a cuatro
manos con Martín Bentancor, pueden parecer cuentos expandidos, en tanto ofrecen
líneas temáticas y narrativas muy claras y singulares que prescinden de
ramificaciones o digresiones y de esa manera logran volverse efectivas, aunque
no ejemplos de lo mejor de la colección sino más bien de una suerte de zona
media. Pero la aparición de Matufia,
sin lugar a dudas la mejor novela de Santullo hasta la fecha, plantea un cambio
en relación a lo dicho anteriormente. No es que abunde en meandros y
digresiones, pero sí deja ver un
pulso, una respiración considerablemente más “novelística” que sus predecesoras
(dentro y fuera de Cosecha Roja, incluyendo así la muy lograda Cementerio norte y la más floja –en
opinión de este reseñista, no del todo compartida por la crítica que se ocupó
en su momento del libro– El último adiós),
acaso porque es fácil notar un trabajo más denso en cuanto a la construcción de
los personajes, acaso porque la narrativa centrada en dos protagonistas obliga
a una suerte de contrapunto que pauta un ritmo más complejo que el acusado por
los otros textos, más lineales o simples.
Si seguimos ordenando por recurrencia ha de
seguir Renzo Rossello, que aportó –como segunda entrega de la colección– Trampa para ángeles de barro, verdadero
clásico de la novela negra o policial en nuestro país, texto de excelente
factura narrativa (aunque su prosa a veces parece un poco desenfocada, torpe en
sus peores momentos) y sin lugar a dudas uno de los dos o tres libros de mayor
brillo en el contexto de Cosecha Roja (seguido de cerca, de hecho, por Matufia y Tampoco es el fin del mundo). El segundo trabajo de Rossello
publicado en la colección es El
combatiente, una novela notoriamente menor si la leemos a continuación de Trampa para ángeles de barro o de otros
de los mejores títulos de Cosecha Roja, pero de todas formas atendible.
Los
sospechosos que faltaban
Ya han sido mencionados nueve libros; los
seis restantes no reiteran autores y se ordenan desde lo más flojo e ilegible
de la colección hasta otro (o un par) de sus mejores momentos. Entre estos
últimos aparece el compilado de cuentos Sultanes
del ritmo, del argentino Leonardo Oyola, singular al menos por tres
aspectos que vale la pena mencionar. Primero, porque Oyola es el segundo de los
autores no uruguayos incluidos en la colección (el primero, en orden de
aparición, es el francés Jérôme Timal); segundo, porque su libro es, junto a En negro y negro, de Fernández de
Palleja, el único compuesto por ficciones breves y, tercero, porque el lenguaje
de Oyola, con su notorio artificio, su construcción del habla de sectores
marginales de la sociedad porteña y su enorme expresividad, contrasta con el
tono más bien “neutro”, comunicativo y directo que parece la tónica de buena
parte de la colección. Así, entre los cuentos que componen Sultanes del ritmo destacan dos, “Animétal” y “Oxidado”, que están
entre lo mejor de Cosecha Roja.
También entre los más interesantes aparecen
Un monstruo de mil cabezas, de Laura
Santullo, y Montevideo Street, de
Eduardo Pérez Vázquez. En cuanto a esta última, se trata de la única novela de
la colección instalada exclusiva y totalmente en lo que cabría llamar un
escenario exótico y llamativo; la gran mayoría de las ficciones de Cosecha Roja
suceden en Uruguay, con la salvedad de la novela de Laura Santullo, que presenta
un México no nombrado pero reconocible, uno (quizá el mejor) de los cuentos de
Fernández de Palleja, todos los de Oyola y Dos
veces para siempre, que narra un periplo entre Argentina, Uruguay y España;
así, entonces, la isla en que transcurre la trama de Montevideo Street –presentada como la misma, al sur de la costa de
Chile, elegida por Verne para su novela Dos
años de vacaciones– resulta llamativa en el contexto de la colección,
también como un ambiente intrigante y para nada falto de encanto (ni de guiños
a varias tradiciones literarias, no solamente policiales) que sin lugar a dudas
podrá ser más explorado por ficciones venideras.
En cuanto a Un monstruo de mil cabezas, quizá el texto menos “policial” de
Cosecha Roja, resalta en una primera leída además de su protagonista femenina
(la única de la colección junto a la investigadora de Barro y Rubí y la grafóloga de uno de los cuentos de Fernández de
Palleja) su estructura coral, armada por la yuxtaposición de los capítulos
narrados por la protagonista con aquellos que exponen la visión de los hechos
de una constelación de personajes secundarios. En cualquier caso este artificio
queda rápidamente disuelto en la agilidad de la narración, que por momentos
sugiere un relato pensado para el cine.
Ya ha sido mencionado En negro y negro, el libro de relatos de Fernández de Palleja. Si
bien es desigual y por momentos parece alejado del género convocado por la
colección, incluye dos cuentos poderosos (“Asesinato en el Pueblo Oriental” y
“La carta de Ystad”) que, además de ofrecer una narrativa sólida y competente,
construyen una interesante lectura de dos tradiciones de la novela de crímenes
–la nórdica y reciente en el segundo de los cuentos nombrados, el policial
clásico o la novela problema en el primero, a través de la anécdota expuesta y
de hábiles menciones, en el título y en la narración misma, a las ficciones de
Agatha Christie– volviendo al libro uno de los momentos más “metapoliciales”,
por decirlo de alguna manera, de la colección.
Los que quedan por nombrar son a todas
luces los peores, por razones, eso sí, bastante diferentes. En el caso de Timal
y su Dos veces para siempre, la
torpeza narrativa y la escritura aparatosa y ridícula (cabe pensar que la
traducción no colaboró en este sentido, pero tampoco puede decirse que malogró
la novela, en tanto ya estaba seguramente arruinada en su original francés)
vuelven casi ilegible (o, mejor, terriblemente fastidiosa) la novela. En el de Barro y Rubí, en cambio, no se trata de
que sea un chapucero su autor, Hugo Fontana, que ha probado lo contrario con
libros valiosos –como El noir suburbano–,
sino que su novela está atravesada por pretensiones literarias irrisorias
entre las que cabe inventariar citas de los sonetos porno de Pietro Aretino,
guiños que se pretenden de una suerte de cancherismo culto pero que en el fondo
remiten a un corpus manido y masticado, claves de la trama expuestas como adivinanza
literaria –se da una pista bajo la forma de una referencia a El libro de la arena, de Borges y, para
colmo, cuando es expuesta, Fontana le pifia e incorpora a un Bioy Casares que
nada tiene que ver con el cuento en cuestión– y manierismos o juegos formales
huecos o apenas decorativos que sólo parecen servir para marear un poco al
lector. Todas estas pretensiones, en suma, devienen fallas, tropezones y caídas
apenas matizadas por ciertos momentos de la novela, por ejemplo aquellos del
último tercio en los que parece resonar tímidamente el eco de una novela
infinitamente superior, La subasta del
lote 49, de Thomas Pynchon, posible salida, por otra parte, al ya demasiado
rumiado onettianismo de su autor.
Examinando
pistas
Es interesante también intentar una lectura
de corte más general, que busque reiteraciones o recurrencias en los asuntos de
las quince novelas. Llama la atención, entonces, en un primer intento, que cinco
de los libros –Barro y rubí, Montevideo
Street, En negro y negro, A veces tarda, casi nunca llega y El combatiente– hagan referencia, de
manera más o menos acusada, a la guerrilla urbana uruguaya de la década de 1960.
Así, en Montevideo Street la anécdota
completa está atravesada por la ética de los guerrilleros y la relación de esta
con el concepto de traición, el mismo tema que aparece en el cuento “La carta
de Ystad”, de Fernández de Palleja (que al igual que Montevideo Street transcurre fuera de Uruguay), del mismo modo que
la guerrilla y los viejos guerrilleros (y sus valores y sus enemigos) son
centrales a la trama de El combatiente.
Barro y rubí y A veces tarde, casi nunca llega también se acercan al tema, pero a
través de menciones más débiles, desviadas de los posibles ejes principales de
sus narrativas.
¿Cabe arriesgar alguna hipótesis que
explique estas recurrencias? Quizá la de los tupamaros se trata de la épica más
reciente o más elemental o más a la mano, materia de la que fácilmente se
desprende acción y violencia. O quizá podamos pensar simplemente que a la hora
de pensar los hechos más problemáticos de la historia reciente de nuestro país
la novela de crímenes ofrece un lugar y un lenguaje ideal (algo similar,
después de todo, hizo Bolaño en relación a la dictadura chilena en Estrella distante, novela que ha sido
leída también desde el género policial).
Eso quizá también podría servir para pensar
por qué el género ha encontrado un lugar editorial tan exitoso en una escena
literaria para nada abundante en escritores que se propongan como autores de un
género en particular. De hecho, el único de los convocados por Cosecha Roja –entre
los uruguayos, al menos– que abiertamente sostiene una suerte de militancia de
género es Rodolfo Santullo, ya que Rossello y Peña han publicado además ciencia
ficción y fantasía, ya que habría que ver qué caminos opta por tomar Eduardo
Pérez Vázquez después de su promisorio debut novelístico, y ya que el resto de
los escritores –Bentancor, Fontana, Fernández de Palleja– han trabajado y
trabajan campos no sólo diferentes a la novela policial sino, de hecho, más
cercanos a una literatura mainstream
que a una de género. Quizá no debemos olvidar que dos de los cuatro mayores
narradores –y figuras centrales del canon– de la literatura uruguaya del siglo
XX, Levrero y Onetti, fueron lectores de policiales (y a su manera practicantes
del género); quizá podamos tener en cuenta que el policial parece de alguna
manera más canónico o “aceptable” por cierta sensibilidad lectora local que,
por ejemplo, la ciencia ficción, que hasta la fecha no ha sido favorecida con
una colección de la calidad editorial de Cosecha Roja o, si vamos al caso con
una revista que haya sobrevivido, al menos en papel, más de tres números.
Publicada en La Diaria en algún momento de 2014
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