Cáscara de nuez, Ian McEwan
Lo
demás es nacer
No es fácil meterse con Shakespeare. James
Joyce, un escritor con virtualmente infinitos recursos, debió dedicar un
capítulo entero de su Ulises a una
discusión sobre Hamlet de la que
emergen buena parte de los temas de la novela: la ausencia del padre, la
naturaleza del arte, el enigma de las madres; a la vez debió también recurrir a
la caricatura más grotesca cuando –acaso a modo de venganza, acaso a manera de
castigo autoinfligido: no en vano habló Harold Bloom del agón de Joyce con Shakespeare en su imprescindible El canon occidental– en el capítulo de
la medianoche y los burdeles Stephen y Leopold se miran juntos en el espejo y
lo que ven es a Shakespeare deformado por una parálisis facial.
Otros escritores y escritoras han seguido a
Joyce –con mayor o menor suerte– en esa apropiación de Shakespeare en general y
Hamlet en particular, y ahí aparecen
por ejemplo la fascinante The black
prince, de Iris Murdoch, y Gertrude
and Claudius, de John Updike, que retrocede hasta las fuentes de Hamlet en la Gesta Danorum de Saxo Grammaticus y los cuentos de las Histoires tragiques de François de
Belleforest, a su vez traducciones de la obra del italiano Matteo Bandello.
Nutshell
(traducida al castellano como Cáscara de nuez), la última novela de Ian McEwan, entonces, ya
desde su título (que cita el soliloquio de la segunda escena del acto segundo
de Hamlet: “I could be bounded in a
nutshell and count myself as king of infinite space”, algo así como “podría
estar encerrado en una cáscara de nuez y creerme rey de un espacio infinito”),
se pone los guantes y sale al ring a pelear con el centro del canon literario.
Sin duda que un escritor de menos talento,
habilidad o recursos no terminaría por hacer otra cosa que un papelón, pero
McEwan, qué duda cabe, ha probado hace rato ser uno de los narradores más
interesantes de la literatura contemporánea en lengua inglesa. Es cierto, de
todas formas, que sus últimos libros –La
ley del menor, Operación dulce–, si bien sólidos y bien cincelados, habían
perdido el lustre de trabajos como Niños
en el tiempo, Amor perdurable o Expiación;
eso hace acaso todavía más interesante que el riesgo tomado en Cáscara de nuez haya dado buenos frutos,
ya que no hay una sola página de esta novela que no contenga una dosis
concentrada de placer estético y literario. Prueba superada, seguramente. Y con
creces.
La novela sigue la historia de (Ger)Trudy y
su amante Claude(ius), que planean asesinar a John Cairncross, esposo de la
primera y hermano del segundo; todo sucede en tres o cuatro días y en un único
lugar (como si la novela se hubiese esforzado por mantener las famosas unidades aristotélicas), una
casona eduardiana en decadencia desde que John y su esposa decidieron
separarse, semanas atrás. Hasta acá los paralelismos son casi obscenamente
claros, pero McEwan dispone capa tras capa de alusiones, cada vez más sutiles,
y después de narrar que el veneno elegido para matar a John es anticongelante
vertido en un licuado se permite referirse a un podcast donde se habla de la efectividad de otro veneno
administrado por el oído.
Pero hay más. La novela está narrada por el
equivalente de Hamlet en esta historia, pero no sabemos su nombre. ¿Por qué? Porque es un feto. El hijo no
nacido, es decir, de Trudy y John, que desde la cáscara de nuez del útero
escucha los planes de su tío y repite los estados emocionales de su madre,
hormonas y vino mediante. También, por cierto, escucha todo lo que hace a la
cultura de su madre: mayoritariamente documentales, programas de radio y podcasts, de los que –de manera
notoriamente artificial e inverosímil, por supuesto, pero convengamos que en
una novela narrada por un feto de ocho meses pensar en lo “verosímil” reclama
salirse de lo convencional– el futuro príncipe Hamlet, por llamarlo de alguna
manera, ha derivado la historia completa de la civilización occidental. Y, de
hecho, así es como narra: desde todo ese bagaje, en una prosa cuidada y
preciosa, plena de alusiones y referencias literarias, históricas, filosóficas,
artísticas, musicales, etc. En ese sentido, es como si el Humbert Humbert de Lolita, un poco atemperada su vocación
estilística barroca, se dispusiera a reescribir a Shakespeare.
Quizá resulte un poco excesivo decir que Cáscara de nuez es una “hazaña”, pero
esto es así porque los mecanismos puestos en marcha por McEwan son bastante
visibles; a la poderosa ruptura con lo verosímil de su voz narrativa le impone
un asunto esencialmente universal y atractivo, uno de los temas más fértiles,
digamos (no hace falta listarlo, pero pensemos en los celos, la rivalidad entre
hermanos, el papel del asesinato como gatillo narrativo, etc), a modo de
“compensación”, del mismo modo que el contexto general funciona como una
comedia cruel, irónica (no faltará quien hable del “humor inglés”) a la vez que –como si todo tuviera su
reverso– el soliloquio del feto no deja de pasar revista a los temas más
acuciantes del presente, desde la crisis ecológica (que, por cierto, Ian McEwan
investigó en profundidad para su novela Solar)
hasta el terrorismo, el capitalismo tardío, etc.
En ese sentido es también la “voz” del feto
una apropiación o reescritura de la del príncipe de Dinamarca, y por ahí
funciona otra de las capas de la parodia del texto de Shakespeare: hay,
incluso, una discusión sobre el suicidio (cosa que el feto parece muy capaz de
llevar a cabo) y un permanente andar en círculos orbitando alrededor del placer
sensual del lenguaje. Palabras, palabras, palabras, en un libro
pastoral-cómico, histórico-pastoral, trágico-histórico,
trágico-cómico-histórico-pastoral, al decir de Polonius.
En última instancia, más allá del juego
conceptual (eso que podríamos pensar como “parodia contemporánea de un texto
central al canon literario occidental”) y de la trama en sí (que McEwan lleva
adelante magistralmente), está en las felicidades lingüísticas del feto el
centro jugoso del libro. Me limito, entonces, a hacer una única cita, a modo de
ilustración: “No todo el mundo sabe lo que es tener a unos centímetros de la
nariz el pene del rival de tu padre” (p. 32).
Publicada en La Diaria el 24 de abril de 2017
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