Mil de fiebre, Juan Andrés Ferreira


Fiebre al máximo


Maximizar, minimizar. Hay fundamentalmente dos maneras de entender el “maximalismo”. La primera, como una categoría metahistórica: el maximalismo en tanto despliegue (o radicalización, o llevada al extremo) de potencialidades inherentes a la narrativa, pasible de emerger en cualquier contexto histórico. Ejemplos: Tristram Shandy, Moby Dick, Ulises, Troya blanda, 2666. La segunda, como una categoría estrictamente histórica: el maximalismo en tanto rechazo o reacción al modo minimalista (“menos es más”) que, cabe argumentar, pareció imperar en momentos determinados de determinadas tradiciones literarias (la estadounidense en los ochenta, por ejemplo). Ejemplos: Submundo, La broma infinita.

Pulpos gigantes. Por una definición: en The maximalist novel, Stefano Ercolino propone una serie de características clave para la novela maximalista: 1) longitud; 2) enciclopedismo; 3) coralidad disonante; 4) exuberancia diegética; 5) completitud; 6) omnisciencia narrativa; 7) imaginación paranoica; 8) intersemioticidad; 9) compromiso ético; 10) realismo híbrido. No se trata ahora de comentar o discutir en profundidad las ideas de Ercolino, pero podemos tomar algunos de estos elementos  –a modo de condiciones esenciales o más visiblemente fundamentales– en tanto parecen más evidentes en sí mismas o no dependientes del mismo nivel de argumentación. Así, a la hora de pensar en “maximalismo”, parece fácil hacer entrar en juego la longitud (toda novela maximalista es en principio “larga” o “muy larga”), el modo enciclopédico (se trata de novelas que pretenden agotar, o simular que agotan, uno o varios territorios del saber), cierta pauta proliferante (en lugar de “contar bien una buena historia” se cuentan muchas, demasiadas: abundan las digresiones hasta el punto en que no es dable distinguir “un” eje de la trama o, de hecho, “una” trama) e intersemioticidad (las texturas discursivas son múltiples, la novela no queda presentada como un discurso homogéneo, se dialoga con otros lenguajes: cine, música, artes visuales, etc). A la vez, la presencia o ausencia de los otros elementos del listado de Ercolino pueden servir de indicador a una individualización específica del molde en obras concretas; así, es difícil pensar en El arcoíris de gravedad sin los componentes de “realismo híbrido” e “imaginación paranoica”: pulpos gigantes mesmerizados aparte, esto queda claro ya con la irrupción de un moco en plan La mancha voraz por las primeras páginas del libro. Algo parecido podría argumentarse de 2666 en cuanto al realismo híbrido (esa suerte de efecto lyncheano que se mantiene al acecho y eclosiona tarde o temprano, aunque nunca se lleve a la novela al territorio plenamente genérico del weird o el slipstream) y a la “coralidad disonante” (cada sección en el libro de Bolaño parece ofrecida por un narrador diferente y, a su vez en su interior, se multiplican las voces narradoras intradiegéticas), o a La broma infinita con estos últimos elementos, o a Las correcciones desde el “compromiso ético” (por dar, en esto último, el ejemplo más trabajado por el propio Ercolino junto a Dientes blancos). 

Maximalismo oriental. Entonces, ¿qué pasa con la novela maximalista en Uruguay? Primera respuesta: si nos ceñimos a la última iteración del paisaje literario uruguayo, es decir aquella inaugurada por la aparición de Casa editorial HUM (2007) y Estuario Editora (2008), entonces el molde privilegiado (desde la mera posibilidad material de edición hasta el encumbramiento crítico y sus protoconsagraciones) es la novela corta, aquella de un promedio de 40.000 palabras aproximadamente. Los ejemplos abundan: El hermano mayor, Carlota podrida, Hispania Help, pero también las novelas de Martin Lasalt, Eduardo Ferreiro, Mercedes Rosende, etc. La novela maximalista, por su mera extensión, se convierte en la más rara de las rarae aves. Segunda respuesta: si ampliamos el margen temporal y retrocedemos hacia la década de los noventa e incluso más allá, la extensión de ciertas novelas (La puerta de la misericordia, por ejemplo) aparece, sin embargo, como el único de los elementos propios de la novela maximalista que efectivamente acontece: en las de Tomás de Mattos, sin embargo, difícilmente pueda encontrarse imaginación paranoica, coralidad disonante (a lo sumo una “consonante”, disuelta en los modos de la novela epistolar por ejemplo), realismo híbrido o exuberancia diegética. Se trata de novelas cuya extensión no llega a espesarse tanto como para volverse autotélica o llamar la atención sobre sí misma, y en lugar de esto permanece como una cualidad necesaria, invisible de la propuesta narrativa: son largas porque lo que se cuenta es vasto, pero el modo de proliferación de la narrativa sigue, a lo sumo, una lógica lineal en el que las digresiones son mínimas o están plenamente “justificadas” por un fin narrativo superior. Si aceptamos entonces que no toda novela larga es maximalista, una tercera respuesta –y final– a la pregunta sobre el maximalismo en Uruguay podría ser que la novela maximalista local es tan rara que prácticamente no existe: o no lo hace en tanto no puede ubicarse en una tradición local (y sí, a lo sumo, en una internacional), dada la escasez extrema de semejantes. Excepciones, entonces: Troya blanda, que hace del molde maximalista-pynchoniano-metahistórico el eje de sus múltiples proliferaciones (diegéticas, semánticas, de registro discursivo), y quizá El infinito es sólo una forma de hablar. Más recientemente, el proyecto (del que hasta la fecha está publicado apenas el primer tomo) de Gabriel Peveroni con Los ojos de una ciudad china podría ofrecer algunos elementos (definitivamente la extensión, quizá también el modo digresivo cuasi caótico) para pensarla dentro del maximalismo. Peveroni, Hamed, Verzi: muy pocos ejemplos, y no siempre seguros.

¿Por qué escalar el Everest? Es decir, ¿por qué preocuparse? Después de todo, parece algo bastante establecido que el lector contemporáneo, sea por las razones que sea, pide narrativa breve; y si producir libros largos es prohibitivo dado el volumen del mercado local y los costos de impresión, entonces, una vez más, ¿por qué lamentarse del pobre destino de la novela maximalista en nuestro país? Bueno, porque falta aquí y porque está allá, y ninguna tradición literaria (de hecho, es fácil argumentar que no existe una tradición literaria uruguaya, salvo acaso como parte de la rioplatense) se basta a sí misma sin mirar hacia afuera, así sea para adquirir significado. O también: porque el paisaje es más rico con esas montañas que la geografía real nos negó y porque se dicen otras cosas desde esas novelas, cosas distintas (por tanto deseables si la variedad ha de entenderse como un valor y la complejidad como un aliciente) a la concebible próxima iteración de la saga olimareña de Gustavo Espinosa (sensei técnico de la novela corta realista vernácula) o, ya en el inframundo de la calidad y el interés literario, a la nueva integrante de la serie de novelas breves de Felipe Polleri.

Porque está ahí. ¿Es Mil de fiebre una novela maximalista? Para responder esta pregunta hay que desandar unos casilleros.

Estadística y sistemas complejos. Ante todo: su extensión rompe la pauta editorial que normaliza a la novela corta en Uruguay. Es cierto que cualquier autor dispuesto a autopublicarse puede gastar un montón de dinero en ofrecer a las librerías una novela de 1000 páginas, pero si nos ceñimos a la circulación mediada por los editores y las editoriales, entonces (descartadas las editoriales que hacen sus irrupciones en la escena local cobrando a los escritores) parece bastante fácil pensar que sólo una editorial transnacional está equipada (en términos de costos, absorción de costos y tolerancia a los proyectos no necesariamente viables a corto plazo en términos de éxito económico) para ofrecer libros cuyos precios de venta al lector duplican el de la “novela promedio” editada por, pongamos, HUM. Hasta la fecha, sin embargo, los códigos de relacionamiento con el mercado y la escena literaria que hacían a la operación de casas editoriales como Planeta y Penguin Random House parecían o bien replicar la maniobra de minimización de riesgo digamos “forzosa” para editoriales como Estuario, Criatura o Fin de Siglo (el caso de Banda Oriental es diferente en tanto opera con un sistema de suscriptores) o bien desinteresarse por todo aquello que no fuera evidentemente redituable en términos de comunicabilidad inmediata o más o menos probada efectividad comercial. Por eso, la aparición de Mil de fiebre es el acontecimiento clave de 2018: por primera vez en los últimos años una editorial transnacional apuesta en Uruguay por un libro largo (y por tanto caro), evidentemente complejo y escrito por un autor no consagrado que, de hecho, ofrece con ésta su primera novela. Es cierto que las mentes prudentes (aunque esas en general tienden al silencio y, por tanto, a seguirle el juego al status quo) podrían señalar que acaso sea esta la última novela de esas características publicada por Literatura Random House (o por Penguin Random House en general) y que, en todo caso, conviene “esperar” antes de jugarse a hablar de “acontecimientos” capaces de reformar drásticamente el campo literario (queda claro que para buena parte de la crítica, o sea el complejo País Cultural-Gabriel Lagos-Brecha, la favorita será la que reproduzca los valores confiables y seguros del establishment literario que hace a los críticos sentirse seguros de su capacidad de funcionar en el medio, y por tanto tocará a Herodes recibir la etiqueta de “novela del año”; no estoy aquí restándole calidad, ni mucho menos, pero lo cierto es que buenas novelas, incluso excelentes novelas, en el sentido en que sin duda lo es la de González Bertolino, en el contexto de valoración dentro de un sistema dado, la crítica uruguaya en este caso, salen todos los años o cada dos años: no puede decirse lo mismo de Mil de fiebre); pero incluso si la prognosis más negativa se cumpliera, el gesto en sí de publicar una novela como la de Juan Andrés Ferreira es singular en el contexto inmediato, singular en los últimos años y merece por tanto nuestra atención; por otro lado, si la biblioteca digamos “local” de Literatura Random House se expande a más títulos, largos o cortos, maximalistas o minimalistas, por cierto, la importancia de Mil de fiebre no quedará sino más subrayada aún.

Cibernética de la crítica. A la vez, en un medio tan parco en cuanto a novelas maximalistas, la crítica (que, junto al sistema pautado por el mercado y a las acaso no despreciables decisiones editoriales de tipo consciente o deliberado en cuanto a estética o poética que podamos concebir, las haya habido “de hecho” o no), que en el 90% de los casos opera en términos del menor esfuerzo y por tanto buscando el estado energético más bajo posible (otra faceta de la notoria mediocracia vernácula) no puede pararse ante Mil de fiebre de otro modo que sabiéndola un monstruo, o ninguneándola. Es imposible, digámoslo así, leer la de Juan Andrés Ferreira con las herramientas con las que se lee una de Mercedes Estramil o Fernanda Trías. Sin embargo, nuestra crítica local, que es tanto una parte del sistema y sus pautas emergentes como los escritores o las editoriales, lo hará, seguramente, y por tanto a todos los efectos Mil de fiebre no será en verdad leída: porque no lo será todo aquello que la hace lo que es. Por ejemplo, la reseña publicada en La Diaria por Diego Recoba, un reseñista competente y un buen lector, pero que, en su manera de abrirse camino a través de la novela de Ferreira, no hizo sino reproducir las pautas con las que se estimaría, pongamos, Las arañas de Marte.

En plural. Pero, dirá el lector suspicaz, ¿no son ambas, en última instancia, literatura? La pregunta, o mejor su uso del singular en el último término, ya es su propia respuesta. O, en otras palabras, el maximalismo es algo porque demanda/suscita/modela un modo de lectura distinto, que le es particular

Dime cómo lees. Es ahí precisamente donde entra el maximalismo o, mejor, la pertinencia de hablar de maximalismo. Entendámoslo como lo entendamos, el maximalismo siempre funciona por oposición: al modo literario imperante (el minimalismo estadounidense de los ochentas, el modestismo editorial uruguayo de la segunda década del siglo XXI), a los modos de leer consabidos (y por tanto a lo que le gusta a la crítica, que por definición nunca procede a contrapelo en tanto institución), al mapeo estandarizado de relación fines-medios (se hace esto para contar una historia, se cuenta una historia para denunciar tal cosa, etc).

Y seré quien dices. Por eso podemos pensar que la pregunta sobre Mil de fiebre y el maximalismo es pertinente, en tanto se deriva de la evidente constatación de su singularidad. ¿Lo es, entonces? ¿Es la de Ferreira la gran novela maximalista del siglo XXI en Uruguay? Bueno, sí y no. Es decir: sí, de un modo particular y específico, que abre una necesaria complejización del modelo estándar (el de Ercolino) y permite nuevas incorporaciones a la categoría.

De múltiples senderos. Pero primero, ¿por qué no? Porque la de Ferreira es ante todo dos novelas cuyos capítulos quedan intercalados en una pauta basada ante todo en el procedimiento relativamente consabido del espejo. Cada una de estas sub-novelas que conviven en Mil de fiebre está centrada en un personaje (el escritor bloguero salvaje, cuasieremita y ridículo/irrisorio/brillante llamado Werner vs Luis, el periodista deportivo en principio más integrado a las pautas de lo social) y opera en general desde su punto de vista; a la vez, los personajes son presentados como contrapuestos y se da un esquema de correspondencias (de ahí el juego en espejo): la computadora de uno es negra y la del otro es blanca, uno pasa por el aparato psiquiátrico normalizador y el otro lo elude, uno se mantiene célibe excepto en el contexto de cierta parafilia y la historia narrada del otro está profundamente implicada a relaciones de pareja, etc. Entonces, si bien la novela prolifera (su extensión nunca se siente arbitraria: se ha seguido a los personajes y sus caminos complicados hasta el final amargo), las pautas en las que lo hace son lineales. Es cierto que las digresiones abundan, pero virtualmente todas obedecen a una lógica de caracterización: se nos brinda en detalle el mundo de estos personajes porque así es como se construyen en tanto tales. La caracterización, más allá de las idas y venidas del grotesco y lo caricaturesco, más allá de las ironías y crueldades del narrador (en general hacia Werner, un poco porque es evidente que hay un pequeño Werner en cualquiera que haya intentado escribir y publicar, y por eso yo levanto la mano primero en la sesión de werneristas anónimos), es más digamos “estándar” que las de Thomas Pynchon o David Foster Wallace o Roberto Bolaño, y más parecidas en ese sentido al lado más amigable del maximalismo, con Jonathan Franzen y la Zadie Smith de Dientes blancos. Es decir: no se rompe un verosímil psicológico consabido (más bien se lo refuerza con una plétora de prótesis farmacológicas) y se subsume el ímpetu proliferante de lo diegético al retrato de esos personajes; más o menos como en cualquier novela larga no necesariamente maximalista. Del mismo modo, si bien podemos hacer un tic en la casilla del modo enciclopédico (como La broma infinita, Mil de fiebre es también farmacopea-ficción), el realismo híbrido no aparece, ya que las únicas rupturas del pacto realista, como el final de Werner y la llamada telefónica al comienzo de su peripecia, se disuelven fácilmente en la caracterización. También, la imaginación paranoica no opera con la claridad con la que podemos verla en una novela de Pynchon.

Ingenio que se bifurca. ¿Y el ? Porque por más que las digresiones puedan justificarse o explicarse en el contexto de la caracterización, el efecto de lectura está más cerca de lo caótico  (el “vértigo” y el “océano” que aparecieron en una serie de blurbs editoriales durante la promoción del libro) y multitudinario que el de la progresión más o menos lineal de una novela no maximalista, independientemente de su extensión. Y además: porque el modo enciclopédico es quizá el verdadero corazón del maximalismo, más allá de la extensión incluso, y si este aparece y además se da junto a una clara apuesta por la digresión, sin importar la manera en que esta última opere en última instancia, lo que queda ha de ser maximalista. Pero hay más: después de todo, Mil de fiebre, como La broma infinita (novela que persiste en el horizonte de las influencias de la de Ferreira: una influencia, por cierto, manejada con felicidad), no transcurre en rigor en nuestro universo y sí en uno ligeramente paralelo, en el caso de la historia de Werner y Luis un Salto (ese otro polo de Uruguay, ese gemelo oscuro de la capital, esa mezcla de sordidez y conservadurismo, de orgullo y resentimiento) apenas transfigurado en el que existe la “salsa campeón” y donde la práctica de reforzar bebidas con psicofármacos está tan extendida como la de sumarle una rodaja de limón a un trago.

Es decir: sí, de un modo particular y específico. Se pueden enumerar más conexiones entre Mil de fiebre y el maximalismo: por ejemplo, la abundancia de registros o texturas de lenguaje, en especial desde la mitad del libro dedicada a Werner, donde entran en juego los posteos en su blog, sus borradores de relato y sus autoentrevistas. Entones, incluso si pensáramos que hay elementos entre los listados por Ercolino que efectivamente no están en Mil de fiebre, resulta más productivo pensar que la de Ferreira es en última instancia una novela que plantea un maximalismo particular: esto se siente en el propósito (extremadamente logrado) de construir un mundo ficcional, y la multiplicidad de modos discursivos va en esa línea tanto como en la de la caracterización. De hecho, si pensamos que El Arcoíris de la gravedad es rigurosamente el arquetipo de novela maximalista, en tanto este tipo específico de puristas deberíamos aceptar que 2666 no pertenece a la categoría, en tanto la prosa de Pynchon es harto compleja en sí misma y la de Bolaño se mantiene en un nivel de comunicabilidad y austeridad que parece tener poco que ver con la anterior. Pero, a la vez, está claro que la novela maximalista tampoco equivale a la “novela difícil” o la “novela barroca”; Paradiso no es una novela maximalista, por más que sea relativamente larga y difícil de leer en virtud de su mínima narratividad y su apelación constante a la metáfora y la imagen: le falta una materialización clara del modo enciclopédico (hay abundantes disciplinas involucradas, digamos, pero en ningún caso un gesto totalizador en relación a alguna de ellas), y su paranoia imaginativa y sus choques con el realismo estándar pasan más por el pliegue o textura de la escritura (por la “poesía” como fin en sí mismo) que por lo diegético. Mil de fiebre no ofrece una prosa verdaderamente barroca, convulsiva o en síntesis “extraña”: más bien hay una tensión fija en un modo inmediato, comunicativo al máximo, denotativo, que se mantiene admirablemente a lo largo de las casi 700 páginas del libro, y cuando ese tono se ausenta es porque el que habla (el que escribe, mejor dicho) es Werner. Su economía textural es clara, pero esto no necesariamente la vuelve no-maximalista; a lo sumo será un maximalismo cuyas pautas de dificultad difieren de los casos ejemplarizantes o incluso son menores en demanda.

Scherzo infinito. Quizá lo que la vuelve realmente maximalista sea más simple: es una novela-monstruo que también es ingeniosa, elegante y divertida, y eso parece activar cierta disonancia cognitiva. Es el de Ferreira un maximalismo oriental, pongamos, que mira hacia –como lo hace Werner– la “gran novela salteña” o, de hecho, la “gran novela uruguaya”. Esa vocación totalizadora parece proponer a Mil de fiebre en esa zona –solapable al maximalismo– que es la “novela total”, por usar el término con que Rodrigo Fresán describió en su momento a 2666, de su amigo Bolaño. Entonces, en el sistema de relaciones entre las características básicas de la novela maximalista, la inclusión de Mil de fiebre a la categoría permite pensar en una articulación diferente de esas características: la relación entre enciclopedismo y digresión, por ejemplo, generaría el “efecto maximalista” con total soltura, del mismo modo que podría pensarse que la conjunción de enciclopedismo, realismo histérico, paranoia imaginativa y voluntad totalizadora podrían acaso prescindir de la longitud para instalarse en los terrenos de un extraño “maximalismo a escala”.

¿Conclusión? Cómo no. El hecho de que una lectura provechosa de Mil de fiebre (en oposición a la que surge de examinarla con los mismos instrumentos con los que se examina cualquier novela breve) permita expandir nuestro conocimiento de novelas tan importantes como 2666 o La broma infinita, a la vez que replantea con su mera aparición una serie de pautas que hacen a la literatura uruguaya del siglo XXI como la conocemos hasta ahora, basta, me parece, para que podamos afirmar cómodamente que se trata el acontecimiento literario de 2018 (y quién sabe cuánto habrá que esperar para otra supernova así), en tanto, y de tantas maneras, hace comparecer a los editores, los críticos, los lectores y, también, a los escritores (en esto, finalmente, también me apuro a levantar la mano).

Publicada originalmente en El Astillero de las Letras, el 12 de diciembre de 2018

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