Gabriel Peveroni, Los ojos de una ciudad china

Publicada originalmente en Montevideo por la editorial HUM, allá por 2016, Los ojos de una ciudad china ha logrado viajar en el tiempo. De hecho, podría decirse que ha invadido el pasado, como los terminators, en tanto ha retroformateado la obra anterior del uruguayo Gabriel Peveroni para producir algo nuevo, una macro-novela.
En ese sentido, las últimas novelas de Peveroni (debe agregarse la segunda parte del «Proyecto Shanghai», Viajar no lleva a ningún sitio, publicada en 2019) son ante todo una horda de replicantes que bajan de la puerta de Tannhauser y del Hombro de Orión para tomar por asalto al Parque Jurásico de la literatura en tanto institución.
El término replicante no es inocente: Los ojos de una ciudad china habla de clones, hace de un grupo de clones y clonadores el eje más claro de su trama y, por cierto, desafía el orden literario y sus formas sancionadas de (re)producción ofreciéndonos un texto pensable tanto desde la noción de autofagia (el autor que devora su obra previa y la regurgita reprocesada) e intratextualidad (esos personajes de todas las novelas y obras teatrales de Peveroni que van desfilando) como de novela-proceso, más atenta a los mecanismos de producción textual que a la forma específica que toman sus resultados.

En 2003, William Gibson formateó el neociberpunk como una narrativa del mañana inmediato o, incluso, de un hoy presentado con las herramientas extrañantes de la ciencia ficción; su novela Pattern Recognition (Mundo espejo en la traducción de Ediciones Minotauro) iba exhibiendo sus destellos de tecnología especulativa de un modo tan sutil que lo que entendíamos finalmente era que, como ya había declarado Gibson en alguna entrevista, el futuro había llegado pero permanecido si no oculto al menos inaccesible para buena parte de nosotros, repartido inequitativamente, por decirlo así. Los ojos de una ciudad china sigue esta pauta: sus técnicas clonadoras, que aún no existen (que sepamos) en el mundo real, llevan escondidas tanto tiempo en el mundo de la ficción que ofrecen a sus personajes una forma extraña de la sorpresa, como si se nos ofreciera ahora un robot ochentero con todas las marcas de desgaste causadas por haber vivido (quién sabe en qué piso de Shanghai) esos treinta años que le proyectamos al futuro en términos de posibilidad.

En última instancia, en tiempos del realismo capitalista diagnosticado por Mark Fisher, Peveroni encuentra una forma nueva de hablar del futuro: durante todos estos años ballardianos en que dimos por eterno al presente y muerta a la historia, sugiere Los ojos…, el futuro en realidad seguía con vida, replegado y oculto, en su última encarnación (¿clonación? ¿replicación?). Entonces, cuando los clones salen de las fábricas y toman Shanghai por asalto bajo los colores de Ziggy Stardust (¿y no fue Bowie durante tanto tiempo el principal barómetro del futuro de la música?), el mundo cambia para siempre: El futuro sale a la calle para vengarse de nosotros, que dejamos de creer en él. Ese vértigo, y un revisitado sentido de la aventura y la maravilla, está entre lo mejor de lo que nos brinda la lectura de esta asombrosa novela de Gabriel Peveroni.

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