El centro del mundo, Ercole Lissardi



Una lección burguesa


Si se intentara armar una periodización provisoria de la obra de Ercole Lissardi (Montevideo, 1951) podría señalarse que es reconocible un primer momento (desde la colección de cuentos Calientes, de 1994, hasta la novela Acerca de la naturaleza de los faunos, de 2006) dominado por un uso más llamativo en sí mismo –y quizá barroco– del lenguaje, y por tanto, una construcción de lo literario más, digamos, tradicional. Es, entonces, a partir de Los secretos de Romina Lucas (2007) que aparece una escritura seca, austera, más concentrada, y una atención virada mucho más claramente hacia el diálogo entre la erótica (y la pornografía) y diversos géneros (el policial en Los secretos…, lo fantástico en La vida en el espejo, la miniatura costumbrista en Horas puente, etc). También, a través de (o visibilizada por) esa concentración del lenguaje, aparece una vocación muy notoria hacia la ingeniería del relato, por decirlo de alguna manera, hacia el mecanismo narrativo bien aceitado.
Es posible, entonces, que El centro del mundo – Tres nouvelles calientes (Planeta, 2013), marque el comienzo de una nueva etapa para Lissardi, en la que el aludido diálogo con lo policial, la ciencia ficción, o la fantasía deja paso a una construcción del relato erótico “a secas”, que prescinda del apoyo en los géneros a la hora de proponer una trama. De hecho, el menú de tres novelas cortas propuesto por este libro está claramente organizado –o al menos así cabe leerlo– como una progresión en esta dirección, en tanto “El centro del mundo”, la primera de las nouvelles, da deliberadamente la espalda a la posibilidad de leerla como un relato policial: hay un asesinato, hay un enigma, pero su resolución tiene más que ver con la imposibilidad de la voz que narra que con un código de verosimilitud que ate la nouvelle (quizá un cuento largo) al policial o la novela negra. Si en Los secretos de Romina Lucas el misterio podía formularse en términos de una indagación, si podía recortarse la trama del perfil del “detective” contagiado al lector, en “El centro del mundo” el enigma está puesto a la vista de todos y es doble: cómo muere el protagonista y cómo es posible –o imposible– quién nos cuenta de esa muerte (respuesta que vale la pena arriesgar: sólo es posible en las páginas de una ficción, por lo que el texto se vuelve sobre sí mismo y nos habla de la narrativa, de lo verosímil, de las pautas de lectura).
Hace unos años Lissardi escribió que, desde su perspectiva, la diferencia entre erotismo y pornografía estaba en que la primera representa al deseo y la segunda al coito; con eso, al menos programáticamente y para su proyecto narrativo, saldaba la discusión. A la vez, quedaba claro que erotismo y pornografía pueden convivir –o no– en un texto; desde estas ideas, entonces, es interesante leer “La diosa idiota”, segunda de las nouvelles del libro aquí comentado.
Es, notoriamente, el momento más “duro” del volumen: todo el relato se presenta, esencialmente, una larga descripción del coito –de los coitos– entre el narrador y una mujer que surge en su memoria al pensar en las mujeres que (no) ha amado en su vida. La progresión que guía el relato va desde el descubrimiento de las cualidades de la relación hasta la aceptación (o algo parecido) por parte de ella del sexo anal, y después la hiperbolización del coito y del lenguaje que lo describe, la utopía porno, por llamarla de alguna manera: “La noche había sido cruzada por una sola, interminable cópula. Nada más era posible entre nosotros (…) volví a levantarle las piernas y volví a clavarle la verga (…) Le di como para matarla. Cuando volví a detenerme el dormitorio estaba ya totalmente iluminado por el resplandor (…) Y gritó. Finalmente gritó. Gritó como nunca oí gritar a nadie en mi vida. Como si se le fuera, dolorosa, penosa, interminablemente el alma del cuerpo (…) Saqué la verga, tensa, gigantesca, nudosa, venosa, monstruosa, y se la mostré. Incapaces de hablar nos mirábamos, incrédulos” (pp.153-154). A la vez, la introducción (“No hace mucho me dio por preguntarme a qué mujeres había amado realmente en mi vida”, p.85) resignifica inevitablemente la narración que sigue, pero el gesto de incluir al menos un polvo por página es notorio y se convierte en uno de los ejes del relato, con su propia progresión al final alucinatorio.
Pero es la tercera de las nouvelles, sin embargo, el verdadero plato fuerte. Más extensa que las que la preceden, “La educación burguesa” es también la que menos recurre al porno. Nos presenta a un narrador –de sensibilidad estrictamente burguesa y profesión de contador– muy cercano a su familia inmediata  (“debo confesar diciendo que toda mi vida he profesado a mis padres el más cabal de los amores filiales”, leemos en el segundo párrafo, p.163) que tiene una relación aparentemente insustancial con una “rubiecita” cajera de supermercado, personaje que sólo responde a los códigos de un cuerpo vuelto objeto, casi un cuerpo-animal, en tanto jamás se registran sus palabras  –se nos dice apenas que “gorjea”– y sus actitudes suelen estar presentadas en términos tan básicos como “aquella llamada inoportuna podía terminar siendo el mejor de los aderezos, la frutilla en el postre”, para referirse, en este caso, al final de una fellatio. Además, los padres del narrador son especialmente cercanos a una pareja amiga, cuya hija, Mónica, se ha divorciado recientemente. El eje de la novela, entonces, va construyéndose con las circunstancias del intento de ambas familias de unir a sus hijos.
Pronto, por supuesto, vamos descubriendo que esa apacible reunión de burgueses esconde –como era de esperarse– misterios que el narrador no es capaz de entender separados de cierto morbo creciente. Eventualmente el paroxismo es alcanzado con el coito, por supuesto, y con la revelación de qué hay "detrás” de la personalidad aparente de Mónica. Pero lo realmente magistral de la nouvelle –probablemente el punto más alto del arte narrativo de Lissardi– es el mecanismo que va hilvanando las pequeñas revelaciones, los detalles y sus significados que cristalizan como en una implacable reacción química. La cosa, quizá, no pasa de una anécdota, una escena de la vida burguesa, pero la sensación del lector es la de ir internándose en un mundo más terrible a cada página. En ese sentido, la economía de medios y detalles es impecable. Desde constataciones en apariencia triviales (por ejemplo: el narrador, apenas interesado por el arte, reconoce las Variaciones Goldberg y pronto nos enteramos de que el padre de Mónica es miniaturista: en ambas obras, entonces –la real de Bach y la ficticia del personaje–, es dable reconocer el trabajo intrincado y la capacidad –que va armándose a lo largo de la novela– de disponer, parafraseando a Blake, un universo en un grano de arena) hasta golpes de mayor escala (la revelación final de la naturaleza de la relación entre ambas familias), la red de significados propuesta por Lissardi en esta novela atrapa y paraliza de inmediato al lector.
No importa, en cualquier caso, el esbozo de periodización esbozado al principio de esta reseña; podrá pensarse que con El centro del mundo Lissardi abre una nueva etapa de su obra o podrán volverse evidentes los vínculos (que los hay: la construcción de las voces narrativas, por ejemplo) entre estos tres relatos y novelas anteriores como Horas puente o las dos que integran el “Díptico Fálico”, o incluso retrocediendo hasta Interludio, interlunio, otro gran momento de la colección Lissardi. Podrá pensarse, también, que el orden de los textos en este nuevo libro es, de alguna manera, un modelo a escala de su proceso como escritor. Podrá pensarse que si “La educación burguesa” hubiese sido publicado independientemente también habría sido quizá la cima –hasta el momento– de la narrativa lissardiana. Podrá pensarse, a la vez, que la burguesía está presente en los tres textos (y en esta reseña, de paso) y que esto –además de convertirse en un postulado, una afirmación de peso– los vincula a libros anteriores del autor. Las lecturas, en última instancia, son múltiples. Pero difícilmente pueda dejar de apreciarse el tremendo pulso narrativo visible en estos textos (en particular en el que remata el volumen) y la evidente conciencia de las maneras en que es dable ordenar la materia narrativa. Lissardi, en ese sentido (y también en otros) se revela, a todas luces, como un maestro.

Publicada en La Diaria el 26 de abril de 2013

Comentarios

Entradas populares de este blog

César Aira, El marmol

Finnegans Wake, James Joyce (traducción de Marcelo Zabaloy)

Los fantasmas de mi vida, Mark Fisher