La mancha mongólica, Pablo Trochón
Una lectura básica de La mancha mongólica, el reciente libro de Pablo Trochón
(Montevideo, 1980), podría llevar a la conclusión provisoria de que el autor
está buscando una manera inteligente de escribir una literatura muy estúpida.
Dejando de lado el intento de quien firma el texto de contraportada (Gabriel
Peveroni) de presentar al libro como una narración (“el lector seguirá las
peripecias de un grupo de arqueólogos en estado de delirio, quienes…”), está
claro que lo que intentó (o logró) Trochón es otra cosa: en su libro nos
presenta un cuentista jíbaro llamado El-Pocho y caracterizado como “el Borges
precolombino” (aunque en la primera sección del libro se propone una historia
de su vida calcada de la de Rimbaud) para luego pasar a las “peripecias” de los
arqueólogos, narradas por una integrante de la expedición. Y es la voz de esa
narradora, llena de torpezas estilísticas deliberadas, puntuación ridícula y
profusión de estupideces –por ejemplo: “… había participado en cerca de quinientos
desenterramientos de restos pertenecientes a dinosaurios (bichos grandísimos
que ya no existen más)”, p.53– la que termina acaparando por completo la
atención –y la irritación– del lector, hasta el punto de que se llega
rápidamente a la conclusión de que ninguna de las “peripecias” realmente
importa, que hay ante todo un esfuerzo por narrarlas del modo menos
interesante, sugestivo, atrapante y, por qué no, inteligente posible.
Una segunda lectura llevaría a preguntarse
si realmente esa manera buscada es inteligente, o si la estupidez, en esta
novela, puede ser descrita con la gastada analogía de las capas de la cebolla.
Las 231 páginas de La mancha mongólica,
hay que decirlo, se vuelven interminables y es muy fácil ceder a la tentación
de saltear… para descubrir, 5 o 10 páginas más adelante, que el paisaje del
libro sigue siendo básicamente el mismo. Es posible que Trochón haya imaginado
un mecanismo por el cual esas capas de estupidez proliferan entre su
inteligencia y el lector que va atravesándolas, casi como si se tratase de una
borgesiana búsqueda de Almotasím. En realidad, pasada la mitad del libro, lo
más fácil es arrojarlo por la ventana.
¿Qué puede hacer que se persista en su
lectura, entonces? Cierto registro lingüístico pan-iberoamericano, por ejemplo,
que parece asomar por momentos a través de la incorporación –al fondo
rioplatense o incluso montevideano de la narradora– de términos como “pinche” y
“cabrón”, lo cual conviene a una novela que se presenta como una indagación
arqueológica en un supuesto (completamente bizarro, evidentemente) pasado de la
literatura latinoamericana, aunque, en rigor, a veces las irrupciones de otras
variantes del castellano no hacen sino convertirse en más chistes, como cuando
se dice, en la página 208, “Pulo cogió su guitarra y nos deleitó con ciento
cincuenta y tres fragmentos digresivos de canciones que, evidentemente, no se
sabía del todo”.
También podría tenerse en cuenta que este
libro es un objeto extraño, y que eso es una virtud; sería fácil concluir que Trochón
es un chapucero, por supuesto, pero, a la vez, es curioso como su escritura se
las arregla para que esa opción sea descartada, al menos por momentos. Hay,
digamos, un espejismo o fantasma de talento e inteligencia rondando la novela.
Por otro lado (y si asumimos una hipótesis
sencilla, que se trata de un texto “de humor”), los chistes (o “gracias”) son evidentemente
muy similares a lo largo del libro, y al tercero ya difícilmente hacen reír. Como
ilustración de la “inteligencia” del humor al que finge (o fingiría) aplicarse
el autor, van acá otros ejemplos: “Arqueólogo casi de nacimiento, la crónica
cuenta que su pasión por el oficio lo llevó a convertirse en asesino serial…”
(p.53), “cuando se abrió la tapa del ataúd de Tonio Boleto, este salió eyectado
por los aires disfrazado de Superman, por acción de un mecanismo de catapulta”
(p.212), “A lo lejos, en los soleados picos, se podía avistar una hilera de
alpacas diminutas (luego el etnohistoriador me explicó que no era que fuesen
tan pequeñas, sino que una las veía
así por efecto de la distancia en que se encontraban, pues, en verdad, eran de
tamaño normal)”, (p.104). Es cierto que en la tercera cita pareciera hacerse
referencia a la vieja anécdota del antropólogo que constató que ciertos pigmeos
o bosquimanos identificaban como hormigas a los animales situados en la
distancia, pero incluso “decodificando” el guiño no pasa de un chiste tibio o
resignado.
También cabría hacer pesar que,
evidentemente, Trochón no está preocupado por escribir literatura “seria”, “de
la buena” o por ingresar a canon alguno o alcanzar la respetabilidad “madura”
por la que tanto parecen luchar otros escritores de su generación. Pero su
gesto –under, si se quiere, contraliterario– no sólo es extendido por
demasiadas páginas (“ya entendimos”, cabría decirle, “¿qué más tenés?”) sino
que, en rigor, parece el único del que el escritor es capaz. Ya en la
introducción a la muestra de narrativa De
acá!, compilada por Trochón en 2008, leíamos afirmaciones cuyo tono (cuya
búsqueda de estupidez y de una rebeldía bastante tosca y cliché) resulta bastante
compatible al de La mancha mongólica
y que quizá esbozan un programa o una toma de postura por parte de Trochón. Por
ejemplo: “bien sabemos que la Literatura es una niñería, un maravilloso arte de
perder el rumbo, y que teorizar sobre ella es muy divertido, justamente porque
no conduce a nada” (p.6). Esto cual, evidentemente –además de asumir una
teorización sobre la literatura y sobre las teorías sobre la literatura–, da
una pauta sobre qué hacer con La mancha
mongólica: teorizar a partir de sus páginas, buscarle la inteligencia, el
programa o el manifiesto será, en última instancia, improducente. Pero, en
última instancia, si apelamos únicamente a leer la novela sin hacernos
demasiadas preguntas, no nos queda gran cosa. Es decir, dejando de lado la
búsqueda de un mecanismo, de una actitud, de una serie de procedimientos
literarios, el libro no entretiene, no interesa, no maravilla, no fascina, no
emociona; en el fondo tampoco arriesga y apenas hace reír, pero esto último
sólo en las primeras páginas, antes de que los chistes empiecen a repetirse, a
saturar y a aburrir. Pasada la mitad, de hecho, sólo tenemos ruido blanco entre
dos tapas de cartulina.
Publicada en La Diaria el 19 de abril de 2013
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