Entre jíbaros, Valentín Trujillo
Reduciendo detalles
En el prólogo a Nuestro iglú en el ártico, la recopilación de cuentos de Mario
Levrero editada el año pasado por Criatura Editora, el compilador Ricardo
Strafacce señaló memorablemente, a propósito de cierta zona de la literatura
levreriana, que “en los cuentos y novelas deben ocurrir hechos extraordinarios”.
A la vez, en una entrevista reciente, dijo Gustavo Espinosa que “cada frase debe
ser un pequeño espectáculo”. No parece difícil articular entre esas dos
declaraciones una suerte de economía de lo que es dable exigir de un libro,
pero a una escritura espectacular y a una narración de hechos extraordinarios
cabe añadir, también, una serie de ideas maravillosas (como en la narrativa de
Philip K. Dick), la construcción en palabras de una sensibilidad inquietante
(como en Salinger o Daniel Mella) o, incluso, una fuerza avasallante (como en
Thomas Bernhard). El caso, en última instancia, es que podemos pensar que el
lector tiene “derecho” a exigir algo sobresaliente: sea eso que antes llamaban
el “estilo”, sean las ideas, sean los argumentos. Por lo tanto, si las frases
no son un pequeño expectáculo ni los hechos que ocurren son sentidos como
extraordinarios, el libro en cuestión se vuelve inane y gris.
Estas ideas, evidentemente, no conforman
una teoría válida de la lectura o de la literatura pensada desde la lectura. Apenas
cabe pensarlas como un acercamiento posible al efecto que producen (o no
producen) ciertos libros, como una guía, si se quiere, para ahondar en qué
sucede en algunos textos. Y en ese sentido podrían convertirse en un abordaje más
o menos útil a Entre jíbaros, el
segundo libro de relatos de Valentín Trujillo (Maldonado, 1979).
Quizá sea un poco ocioso insistir en las
notorias carencias de la escritura de Trujillo, que en tantos momentos parece
marcada por la pereza o la torpeza o, mejor, por una suerte de acriticismo o
desgana capaces de permitir que su autor salte de una narración en pretérito a
otra en presente sin mayor justificación o búsqueda de sentido, que no repare
en la monotonía de encadenar, por ejemplo (como en el comienzo del cuento
“Stábile”), tres oraciones seguidas que comienzan con un dativo armado con el pronombre
personal se, que abunde en gerundios
como recurso fácil, que más que narrar parezca reportar situaciones, que apenas
atienda a la heterogeneidad de registros verbales, que sean convocados en todas
las páginas lugares comunes, frases hechas y clichés, y que aparezcan, para
imponer un final a esta enumeración, construcciones tan ingenuas y ampulosas
como “…desde la época de las cavernas, hombres y mujeres se reunían alrededor
del fuego nocturno, y contar historias junto al fuego es casi parte del ADN
humano” (p.18), en la que, además del cliché de “contar historias junto al
fuego”, se pierde por completo cualquier efecto posible gracias al torpísimo
adverbio “casi”.
Podría argumentarse, y no sin razón, que
nada de esto importaría si Trujillo se planteara una escritura digamos salvaje, incivilizada, ajena a los
códigos del buen gusto literario burgués; nada de esto importaría, incluso, si
Trujillo –quien evidentemente no escribe frases equiparables a “pequeños
espectáculos”– contara hechos extraordinarios. Pero el hecho es que no sólo la
escritura de Trujillo parece más marcada por la desgana, el desinterés o el
apuro que por la rebelión contra los códigos de la, digamos, “corrección
estilística”, sino que, además, los hechos que narra tienen, en general, poco
de extraordinario o de memorable. Es cierto que se puede escribir “mal” a
propósito, digamos para simplificar las cosas; se puede ser el Alberto Laiseca
de Matando enanos a garrotazos, por
ejemplo, pero para ello (para que el libro no se desmorone o no quede
convertido en un bluff desvanecido en
una nube flatulenta) debe ser evidente, entre líneas, una forma del genio o de
un talento descollante. Y, por ahora, Valentín Trujillo no ha dado muestra
unívoca de esas cosas.
Sin embargo sí hay una vocación de narrar,
visible en todo el libro, y quizá eso termina por salvarlo. Trujillo parecería
decir –a través de su escritura y de sus argumentos– que no importa qué se
narre ni cómo se lo narre sino que lo que importa es narrar, es establecer esa
conexión entre emisor y receptor del texto pautada por la idea de que se nos cuente una historia (quizá por
ahí viene aquello del ADN y las historias ante los fuegos nocturnos). Esa
hipervaloración de lo narrativo, vale la pena notar, acerca a Trujillo a otros
escritores de su generación, muchos de ellos bastante más atentos a eso que
podríamos llamar la escritura “propiamente dicha”; se trata, en general, de
autores –como Trujillo– vinculados a la editorial Banda Oriental gracias a su
premio anual de narrativa (con el que se hizo Trujillo en 2007), entre ellos
Leonardo de León, Leonardo Cabrera y Rodolfo Santullo, aunque cabe agregar,
quizá al borde de esta provincia del mapa, a Manuel Soriano y Damián González
Bertolino.
En cualquier caso, la idea de lo narrativo,
del hecho narrativo, mejor dicho, como elemento suficiente para ganar el
interés del lector, parece ofrecer una manera de leer el curioso texto de la
contraportada, en el que Carlos María Domínguez (autor de ciertas obras grises
y para nada memorables, autor, sí, más “correcto” que Valentín Trujillo) señala
que “estos cuentos (…) van a permanecer en la memoria del lector cuando ya no
recuerde sus detalles”. Justamente, desprovistos estos relatos de “detalles”
sólo quedan asuntos esquemáticos, pretextos si se quiere para elaborar
narraciones que se prolongan apenas gracias a las ganas de narrar. Esos asuntos
incluyen una aproximación a la narrativa histórica en tres de los relatos del
libro, que funcionan, de hecho, como clichés de ese género en tanto retoman
momentos o situaciones completamente masticadas y remasticadas por la
literatura o la memoria colectiva: el enfrentamiento futbolístico entre Uruguay
y Argentina en 1930 (“Stábile”), las campañas napoleónicas (“Después de
Marengo”) y la vida cotidiana de los soldados durante la Segunda Guerra Mundial
(“Un KO de cincuenta años”); es decir, fútbol, boxeo y guerra, presentados como
lugares comunes de cierta narrativa digamos “viril” (y aquí podría buscarse la
conexión de la narrativa de Trujillo con la de ciertos narradores
estadounidenses del siglo XX, Hemingway por ejemplo).
Quizá algún lector pueda calificar como
“extraordinarios” a los hechos a los que se alude en esta zona del libro; si es
así, podría ser defendida como lo mejor de Entre
jíbaros. Los otros relatos (“York beach”, relato que cabría incorporar al
género de “ese amigo problemático del narrador” y que es quizá el texto mejor
resuelto del libro, “La miel más oscura”, “Historia de espaldas”, gracias al
que a la lista de tópicos que remata el párrafo anterior es posible agregar el
mundo de las carreras de caballos, “Aquel flan” y “Aquí estoy”) abordan
situaciones más cercanas a lo cotidiano y, en general, están presentados desde
una sensibilidad más atendible y menos dada a las prisas o al esquematismo. A
la vez, en esta región del libro es donde, evidentemente, más se hacen notar la
torpeza y desprolijidad de Trujillo.
En última instancia lo que unifica a esas
dos zonas es esa vocación por contar.
Y es interesante como, a la hora de facilitar esa entrega narrativa, muchas
veces Trujillo apela a atajos –digámoslo: por completo superfluos,
innecesarios– como por ejemplo aclarar a modo de acápite las coordenadas
espaciotemporales de la trama (“Montevideo, julio de 1930” en “Stábile”,
“Piamonte, junio de 1800” en “Después de Marengo”, quizá sobrevivientes de un
proyecto no consumado de elaborar un libro más homogéneo armado de relatos de
corte histórico) o incorporar texto en cursiva al final del cuento como manera
de inscribir sus hechos en un marco más amplio (“Acá estoy”). Este “apuro”
narrativo, este impulso de contar lo más posible, curiosamente, contrasta con
la morosidad de algunas otras secuencias, en particular la extensísima del
partido en “Stábile”, que se prolonga quizá por más páginas de lo necesario.
Si es que hay ciertas reglas de la
narrativa –de cierto tipo de narrativa– o lo que cabría llamar pautas
estructurales de efectividad consagrada, está claro que Trujillo o bien no las
conoce o no le importa conocerlas porque son ajenas a su proyecto. Y lo que
logra que Entre jíbaros no se hunda
en la fosa séptica de la literatura uruguaya reciente es que la ingenuidad
–mejor dicho, el candor– de su impulso narrativo hace pesar esa última
posibilidad.
Publicada en La Diaria el 1 de octubre de 2013
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