El hombre que despertaba, Luis Fernando Iglesias
El hombre que alternaba
Posiblemente
uno de los desafíos más difíciles que enfrentaran quienes abordan la escritura
de relatos de fantasía o fantásticos es qué hacer con los tópicos del género.
Se trata, podría pensarse, de o bien renovar (“revolucionar”) por completo esos
temas y estrategias ofreciendo algo que el lector no dude en calificar de
“nuevo” (el juego con paradigmas epistemológicos o cosmológicos perimidos de
Ted Chiang, por ejemplo, que si bien podría rastrearse al “Tlön, Uqbar, Orbis
Tertius” de Borges, propuesto desde la ciencia ficción posibilitó que su autor
se convirtiera en una de las voces más originales que ha visto el género en los
últimos 20 años) o bien hacer un uso virtuoso, enciclopédico, de todos los
lugares comunes para establecerlos, por
ejemplo, dentro de los contornos de un acto metanarrativo o metaliterario, algo
así como tratarlos como un vocabulario y ofrecer así el equivalente de
enunciados que puedan percibirse como investidos de esa aura de novedad que
parece tan (y esto, notoriamente, lo hizo Philip K. Dick novela tras novela).
Desde esta
línea de lectura resulta especialmente interesante El hombre que despertaba, la reciente novela de Luis Fernando
Iglesias, en gran medida porque su estrategia a la hora de abordar la fantasía
o lo fantástico (más bien esto último) logra anotar puntos en las dos
estrategias propuestas más arriba.
El tópico
principal, en cualquier caso, es el del doble, quizá uno de los más antiguos de
las literaturas. La propuesta de Iglesias, entonces, es ofrecer diversas
maneras en que podemos construir el abordaje de ese tema en su novela. Una de
ellas, quizá la más evidente, es la de trabajar dos voces narrativas, una en
primera persona, la del personaje B, digamos, y otra en tercera pero enfocada
bastante de cerca en el que podríamos llamar el personaje A. La oposición
primera persona-tercera persona, elegida con astucia, contribuye a que podamos
leer ambas series de capítulos como notoriamente enfrentadas: parecería en una
primera instancia, entonces, que conviven dos novelas –o dos relatos– en el
mismo libro, pero, pronto, los hechos narrados empiezan a parecerse y también
sus actores.
Tanto en el relato de A como en el de B la lectura y la escritura,
por ejemplo, toman un lugar preponderante (también está la infidelidad, uno de
los tópicos favoritos de Iglesias, que publicó hace ya unos años un compilado
de cuentos titulado, precisamente, Historias
infieles); B apenas lee y A es un escritor más o menos menor y frustrado,
desencantado de lo que percibe como la escena literaria local y a punto de
sumergirse en un agotamiento o bloqueo de su escritura. Como B está en busca de
A (y la lectura desde el policial de enigma es otra línea fértil a la hora de
abordar esta novela) y recorre días después los caminos que en su momento A
recorrió, pronto es fácil sentir que ambos personajes empiezan a confundirse,
acaso a fundirse. Una de las soluciones del tema del doble, entonces, es la de
pensar que, de alguna manera, son la misma persona, escindida. Y esta escisión
puede ser la clásica del doppelgänger (el
misterioso y a veces espectral doble de una persona viva) a la vez que, también,
la no menos recorrida del gemelo siniestro (piénsese por ejemplo en Dr. Jekyll y Mr.Hyde , de Stevenson, en
“Los elíxires del diablo”, del maestro de lo fantástico E.T.A. Hoffmann, en el
libro –de Christopher Priest– y la película –Christopher Nolan– El prestigio) o incluso de la bilocación
(ampliamente trabajada, por citar un ejemplo reciente, en Contraluz, de Thomas Pynchon). De hecho, no es imposible una
lectura antifantástica que señale que, después de todo, A y B (en la novela
Ramos y de Armas, respectivamente, y es interesante notar que los apellidos
elegidos son casi anagramáticos) son
dos personas “realmente” diferentes que, sí, comparten una mujer y ciertas
preocupaciones.
Pero las
propuestas de Iglesias no se detienen aquí. Es decir, la novela no se limita a
abrir un abanico de posibilidades
consagradas (o, por qué no decirlo, en sí mismas trilladas) a la hora de
construir el tema del doble; por el contrario, ofrece también una solución que
podríamos calificar de “nueva” o de “original”, al menos en el ámbito de nuestra
literatura y, en última instancia, de lo más interesante entre lo propuesto por
el libro. Tomando como punto de partida al Borges de “El otro” (donde un
“Borges” de sesenta y nueve años se encuentra con quien fue a los diecinueve) y
de “Veinticinco de agosto, 1983” (donde un “Borges” de sesenta y un años se
encuentra con quien será a los ochenta y cuatro), pero complicando la fórmula
(y aquí está la vuelta de tuerca interesante) con la posibilidad de existencia
de historias o líneas cronológicas divergentes, la novela puede ser leída (hay,
de hecho, varios momentos donde este recurso es trabajado a nivel de relatos de
personajes secundarios) como protagonizada por un mismo hombre escindido en dos de sus variantes posibles. Es
decir: ambos estarían parados en el mismo momento de sus vidas pero recuerdan,
cada uno de ellos, historias de vida diferentes, articuladas en torno a una (o
varias) decisiones divergentes (cuál fue esa o esas decisiones, en última
instancia, es un enigma que puede jugar a resolver el lector). De hecho, el
balneario donde Armas sigue los pasos de Ramos, Hermenegildo, podría pensarse
como una suerte de lugar difuso en el que pueden convivir dos realidades alternas
o paralelas.
Es cierto,
por otro lado, que a Iglesias no le interesa específicamente trabajar en
detalle esa opción de lectura (y de haberlo hecho habría escrito ciencia
ficción), que termina convertida en una de las tantas maneras posibles de leer
la trama de su novela. Pero, en el contexto de El hombre que despertaba, esa opción termina aportando a la riqueza
del libro.
Otra
estrategia para construir ese abanico de posibilidades en torno al tema del
doble es el de diversos guiños metanarrativos, algunos de ellos evidentes
(Ramos trabajó o se propuso trabajar en una novela titulada El hombre que despertaba, de la cual se
nos ofrece un fragmento que coincide con el comienzo de la novela de Iglesias)
y otros propuestos desde cierta inertextualidad (como la referencia a La noche del oráculo, de Paul Auster)
que juega con la complicidad de un lector capaz de decodificar pautas del
género o la zona literaria elegida; aquí también Iglesias acumula posibilidades
de lectura y elude profundizar u proponer determinada línea como la dominante o
la principal, dejando al lector la tarea de armar su propia imagen de lo
narrado, su propio modelo de la novela.
En ese
sentido (pero no sólo en ese sentido) El
hombre que despertaba es una de las novelas más logradas e interesantes
publicadas en Uruguay en los últimos años; la articulación de sus partes, por
decirlo de alguna manera, no sólo revela a un narrador competente (es cierto,
por otra parte, que el pulso narrativo decae un poco, mínimamente, en algunos
momentos de la segunda mitad del libro, pero Iglesias, de todas formas, logra
siempre recuperar el control con agilidad, cosa que permite pensar que lo único
que haría falta es probablemente una nueva pasada de revisión y que ésta podría
también ocuparse de o bien anular o bien reformular con mayor expresividad
cierta tendencia un poco monótona a la hora de siempre o casi siempre anteponer
el correspondiente adjetivo a cada sustantivo, lo cual por momentos falsea un
poco el tono de la escritura invistiéndolo de una formalidad o acartonamiento
ausente en los mejores momentos) sino también a un escritor inteligente y
astuto, que logra ofrecer en su novela una verdadera lectura (en el sentido de
competencia, de saber qué hacer con el material disponible) de ciertas zonas de
eso que podríamos llamar lo fantástico.
Publicada en La Diaria el 17 de octubre de 2013
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