Los fantasmas de mi vida, Mark Fisher
Nostalgia del futuro
Es tentador, y
acaso también fácil, leer los tres libros de Mark Fisher (Realismo capitalista, de 2009; Los
fantasmas de mi vida, de 2014 y el póstumo Lo raro y lo espeluznante, de 2017) como etapas en una progresiva
exploración de la cultura en los tiempos del capitalismo tardío. Si bien no fue
su primer libro (antes había editado Jacksonismo,
publicado en inglés en 2009 y en español, por la editorial argentina Caja
Negra, en 2014) y funciona también como una puesta a punto de temas ensayados
anteriormente en su blog K-Punk, Realismo
capitalista plantea el tema de base.
Después de la
caída de los socialismos reales, razona Fisher, pareció confirmarse el aserto
de Margaret Thatcher acerca de que no había alternativa al capitalismo. La
caída del muro y la de la URRS hicieron creer, entonces, que el capitalismo
neoliberal era el único modelo viable, y esta suerte de desencadenamiento final
de los procesos capitalistas terminó por arrasar todos los aspectos de la
cultura. Fisher, entonces, habla de la precarización del trabajo bajo el
posfordismo, la mercantilización de la educación y los efectos de este estado
de cosas en las sociedades y los cuerpos, apuntando al estrés, los desórdenes
de atención y, especialmente, la depresión, contra la que él mismo luchó durante
toda su vida (a la que decidió poner fin el 13 de enero de 2017). El concepto
de “realismo capitalista”, entonces, que notoriamente juega con aquel “realismo
socialista”, remite a esas pautas de la cultura contemporánea.
El libro es, qué
duda cabe, un clásico contemporáneo, una verdadera piedra de toque para la
teoría cultural. Además, ya en él eran notorias y emocionantes las marcas del
estilo de Fisher, su cuidada apelación a su experiencia personal, su
razonamiento elegante y apasionado a la vez y su atención a múltiples aspectos
de la cultura, en particular la música pop/rock/electrónica. En esa línea de
intereses, de hecho, es que cabe ubicarlo en el ineludible grupo de críticos
culturales británicos nacidos en los sesenta conformado por, entre otros, Simon
Reynolds, David Stubbs, Kodwo Eshun
(los tres publicados por Caja Negra) y Gavin Butt.
(los tres publicados por Caja Negra) y Gavin Butt.
Entonces, si Realismo capitalista funciona como establecimiento
de un campo, corresponde al segundo libro, Los
fantasmas de mi vida, recientemente editado por Caja Negra (hay que
decirlo: una editorial ineludible para cualquiera que se interese en teoría
cultural), la exploración más detallada de la fauna y la flora cultural que
crece como puede en la wasteland del
capitalismo tardío.
Desórdenes de la memoria
Tomando como
punto de partida un verso de la canción “Ghosts” del grupo postpunk/new-romantic inglés Japan, el libro propone esa suerte de
“fuga del futuro” que es fácil apreciar en la cultura contemporánea. Una manera
de entenderlo es apelar a la historia de la música. El lector encontrará sin
duda fácil el experimento mental de imaginar las diferencias estéticas (incluso
políticas) entre cualquier canción de 1968 y cualquiera de 1964, entre el
sonido postpunk de fines de los setenta y la escena hard rock de comienzos de
esa década, o, simplemente, la sensación, tan común a quienes vivimos los
noventa como adolescentes, de que lo “ochentero” (esa mezcla de pop descarado y
“comercial”, como se decía entonces, con estéticas de colores fluo y una
hipertrofia de la imagen) era prácticamente vergonzoso y debía ser evitado a
toda costa, siempre en favor (al menos hasta 1996 o 1997) de la actitud más
“honesta”, “despojada” y “visceral” del grunge y otras formas de rock
“alternativo”. Entonces cabía pensar que tres años eran mucho tiempo: las
diferencias estaban claras y remitían a una evolución, a un progreso, orientado
siempre hacia una noción de futuro: el futuro de la música (o del rock, si se
prefiere), por ejemplo, estaba en la electrónica, y aunque pudiéramos creer que
cabía equivocarse, la idea del futuro estaba allí, viva entre nosotros:
importaba, era debatible, ante todo pensable.
¿Qué pasó después? Hagamos la segunda parte del experimento y comparemos
cualquier canción posterior al 2001 con una lanzada en 2016. No se trata ni
siquiera de que el sonido pueda “ser el mismo”: se trata de que no hay una
linealidad que las conecte, un proceso que mire hacia un futuro. Ese futuro,
digámoslo así, se ha desvanecido.
Fisher propone
esa muerte del futuro como una de las tantas claves del realismo capitalista, y
–en consonancia con las reflexiones de Simon Reynolds en Retromanía, también publicado por Caja Negra– pinta un paisaje de
nuestro tiempo como una permanente circulación de lo pasado. Pensemos en la
serie Stranger Things, que trata ante
todo del “color de época” ochentoso y representa a esa época como una suerte de
parque temático. Pensemos en el sonido retro de The Strokes, The White Stripes
y Amy Winehouse. Pensemos en el reciclaje permanente de la nostalgia y
documentales como The toys that made us (disponible
en Netflix), que con sus imágenes de
Transfomers, figuras de acción de He Man
y los Amos del Universo y ladrillos LEGO arrancan no pocas lagrimitas de
estos ojos nacidos a fines de los setenta. ¿Cómo no preguntarnos, entonces, si
efectivamente no hay alternativa, si
no murió ya el futuro y todos los zombis que podemos convocar no se nos
aparecen disfrazados de Michael Jackson, Madonna, Ronald Reagan, Mijaíl
Gorbachov y el Arnold Schwarzenegger de El
vengador del futuro?
Pero Fisher
escarba un poco más. Entra en juego el concepto de hauntología, término acuñado por Derrida en Espectros de Marx (1993) y que apropiado y revitalizado por Fisher
remite a la nostalgia por ese futuro perdido, a los fantasmas de los futuros
que no fueron y que todavía nos asedian. Eso, en última instancia, que es fácil
sentir al hojear libros como CCCP Cosmic
Communist Constructions Photographed, de Frédéric Chaubin, con sus
fotografías de arquitectura brutalista soviética cargada de futuro, o al leer
cuentos como “El continuo de Gernsback”, de William Gibson, que propuso en 1981
la irrupción fantasmagórica del futuro imaginado en la década del 20 y el 30
por tantos escritores de ciencia ficción. Esa “sensación” de lo hauntológico,
propone Fisher, puede ser encontrada en toda la música del siglo XXI que de
alguna manera carga con el peso de haber renunciado al futuro, y en Los fantasmas de mi vida encontramos
tanto una serie de artículos (algunos más cerca de la reseña, otros, los
mejores, del ensayo) sobre esos músicos contemporáneos (Burial, The Caretaker,
Belbury Poly, The Advisory Circle) como referencias obligadas a sus
antecedentes, en particular los ineludibles Joy Division, Japan y The Jam. En
cuanto al cine y la TV, son especialmente interesantes los textos dedicados a
la serie Life on Mars y a las
películas El origen y ExistenZ, además de –quizá entre lo
mejor del libro junto a los segmentos dedicados a Basinski y a The Caretaker– a
la inagotable El resplandor (y el
título del texto sobre esta película es ya un hallazgo: “El hogar es donde está
el espectro”, “Home is where the Haunt is” en inglés.)
Toda nostalgia es política
La edición de
Caja Negra es especialmente interesante, además, por dos razones. Primero, porque
añade textos no disponibles en la edición en inglés (a la vez que, quizá
incluso afinando la propuesta, elimina algunas entrevistas), y, segundo, estos
textos –en especial los agrupados en una cuarta sección inexistente en el libro
original– dan a Los fantasmas de mi vida en
español un giro más abiertamente político y combativo que lo que cabe leer en
su versión original.
El tercer libro
de Fisher fue también publicado hace poco en castellano por la editorial
española Alpha Decay bajo el título Lo
raro y lo espeluznante, que intenta traducir The weird and the eerie. En la línea de lectura que arma este
artículo, los ensayos compilados en este libro póstumo se animan a postular –aunque
terminan sonando más a un momento de transición, y lamentablemente Fisher no
siguió explorando estas vías de escape– una posible salida al círculo vicioso
del realismo socialista.
Esa salida
consiste en pensar en la hauntología (es decir ese territorio mapeado por Los fantasmas de mi vida) bajo la noción
de lo eerie como diferenciado de lo weird. La traducción, lamentablemente,
no alcanza a reproducir las connotaciones naturales de los términos en inglés,
pero Fisher se encarga de precisar: lo weird
(lo “raro” en la traducción) es aquello que sabemos que no puede ser siquiera
pensado pero que sin embargo está allí (y esto es la matriz del horror
poslovecraftiano), mientras que lo eerie es
aquello que está donde no debería haber nada o la ausencia donde debería haber
algo. El futuro no está donde deberíamos encontrarlo (por eso tantas imágenes
pretendidamente hauntológicas son eerie),
pero cuando venga –sea por catástrofes sociales o ecológicas: todas las guerras
del futuro, digamos– será weird (porque
para nuestra época es impensable).
Pensar en el
futuro, en la alternativa al capitalismo, listar los síntomas del malestar en
nuestra cultura y mapear el desierto de lo real parecen parte de la tarea más
urgente de nuestros tiempos; en Inglaterra, entre 2009 y 2017, Mark Fisher no
tuvo miedo de intentarlo. Lamentablemente no está ahora entre nosotros, pero,
como se ha dicho tantas veces, quedan sus libros para acompañarnos en el
camino.
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