Algo huele a podrido en Vermilion Sands
Hace ya bastante
tiempo que el realismo capitalista convirtió a la nostalgia en un bien de
consumo y un paradigma cultural; esto no es novedad, pero creo que la noción es
inevitable a la hora de pensar en Stranger
Things y más allá. Los motivos parecerán
obvios para quien haya visto la serie, pero merecen ser explorados con cierto
detenimiento.
Mark Fisher, cuya
noción de “realismo capitalista” podría resumirse, de acuerdo con la
contraportada de la reciente edición de Los
fantasmas de mi vida a cargo de la editorial Caja Negra, como “la creencia
generalizada de que no es posible una alternativa al capitalismo, de que
estamos obligados a enterrar en el pasado cosas como la solidaridad de clase o
el concepto de lo público a cambio de seguir conectados al circuito privado de
consumo y entretenimiento”, nació en 1968 y cabe pensar que me separa de él –en
tanto nací en 1978– una peculiar brecha generacional. La de Fisher, es decir,
fue posiblemente la última generación tocada de alguna manera fundante por el
modernismo, que a los efectos de este ensayo cabe ajustar simplemente como el
deseo de lo nuevo, eso que en la variante elitista o highbrow es citado como el “make it new” de Ezra Pound y que para
los modernismos populares de fines de los setenta pasó también por incorporar
los géneros narrativos asumiendo su mandato inherente de producir lo nuevo
dentro de lo mismo. Fue (es) la suya una generación claramente sensibilizada a
la detección de atavismos o anacronismos y poseída por un miedo esencial a la
repetición, devaluada siempre (como cuando aquel programa favorito de TV
repetía un episodio que ya nos sabíamos de memoria y debíamos quedarnos allí
porque no teníamos más que 4 canales para elegir) ante el valor de lo nuevo, de
aquella producción capaz de presentarse como signo del presente y plataforma de
despegue hacia el futuro.
Mi generación, en
cambio, aprendió a escuchar música pop/rock en los noventa y desde una mirada
reverencial a cierto rock llamado “clásico”: ese mismo que para la generación
de Fisher no era sino el cuerpo de la nostalgia de sus padres (y nada menos
modernista que escuchar los discos de tu mamá). La reverencia a The Beatles o
Led Zeppelin podía ser justificada en términos de historia de la música, pero
esas bandas eran ante todo la música que sus mayores habían escuchado en la
juventud y ese era su significado
primario, que se abría camino a lo sumo hacia una valoración de tipo
historicista, ese mojón en el camino de filiación, influencias y campos
inaugurados. Pero el presente debía estar habitado por la música nueva, y la
del pasado sólo sería reactivada por la curiosidad intelectual. Para nosotros,
sin embargo, The Rolling Stones o The Ramones pudieron ser el corazón de
nuestra educación musical y de nuestra adolescencia; su valor no decrecía por
tratarse de música de ayer sino que más bien nuestra relación con el acervo del
pasado convertía a ciertos discos “viejos” en algo urgente, algo a descubrir,
fresco y a la vez fundante. Entonces, una primera manera de pensar esta brecha
entre la generación de Fisher y la mía pasa por repensar el concepto de tradición o de presencia de esa tradición, del uso del archivo o el
acervo cultural como manera de pararse en el presente ante el pasado y el futuro.
Ahora vamos a
leer este asunto desde “El escritor argentino y la tradición”, de Borges, y la nouvelle “Navegando a Bizancio”, de
Robert Silverberg. El primero, como es sabido, rechaza la fundación de una
tradición literaria centrada en el “color local”, eso que, para volver a Stranger Things, podemos manejar como
“color de época”. En la serie, entonces, los camellos de Borges equivalen a una
colección de elementos de la cultura que identificamos fácilmente con los
ochenta y saturan la representación de época (incluso cada escena, cada
encuadre, cada pared de habitación, cada calle, cada esquina) a la vez que aparecen
saturados de nuestro deseo de identificación (nuestra identidad ochentera, por
decirlo así) y nostalgia: relojes-calculadora, ciertos juguetes, cierta moda,
arcades, synthpop, hair-metal y un repertorio específico de series de TV y
películas.
Pero tanto esas
producciones culturales como esos objetos aparecen en Stranger Things inmersos en un aura que poseen ahora, en nuestro presente real. Para decirlo de modo pintoresco,
una máquina del tiempo ha sido utilizada para llevar ciertos objetos vintage de nuestro presente a 1984,
desplazando, entonces, los “verdaderos” objetos de ese momento. A esos objetos,
entonces, no los vemos: han sido
remplazados por la representación que de ellos diseña para sí nuestra segunda
década del siglo XXI, por su valor añadido. El pasado como aquello que es
remplazado por el parque temático del pasado.
De hecho, la
propuesta de Stranger Things en tanto
serie de “aventuras de preadolescentes” remite directamente a películas
ochenteras como The Goonies y Stand by Me, a la vez que a clásicos de
la aventura como Raiders of the Lost Ark,
y tanto esa primera instalación de la franquicia de Indiana Jones como Stand by Me obedecen a pautas retro: Raiders of the Lost Ark transcurre en la década de 1930 y actualiza
(también con objetos vueltos a pintar según el color de época: nazis, aviones,
zeppelines, etc, y en los aviones de combate
que vemos, que en rigor en realidad o bien no existían –como aquel cuya
hélice decide un combate a puño en el que no estaba yéndole bien a Indy– o no
eran empleados para el combate o la vigilancia –como el Arado Ar 96 que
persigue a los Jones en La última
cruzada– no aparece otra cosa que esa pintura, esa aura, superpuesta a un
objeto que, en virtud del “error histórico”, no es en el fondo ora cosa que
vacío) los seriales de aventura cinematográfica, mientras que la película de
Rob Reiner transcurre en 1959, año que puede pensarse en más de un contexto
como el fin de una era.
Así, cuando Stranger Things construye una visión
inmediatamente reconocible de los ochenta lo hace también a partir de ciertas
representaciones ochenteras de una época a su vez anterior, llevando el
procedimiento del color de época al paroxismo (y ahí, en el gesto barroco o
desbordado está la diferencia entre la manera en que se pensaba el pasado en
los ochenta y en la manera en que lo piensa el realismo capitalista del siglo
XXI), apuntalando de paso una suerte de “continuo de lo retro” en el que se
representa la época A y de paso cómo se representaba a la época B en la época A:
porque ese modo de representar es un elemento esencial para nuestra
construcción de A en tanto época.
Por otro lado,
desde una noción digamos “de género”, Stranger
Things no hace absolutamente nada nuevo (y por lo tanto, para la lógica de
los géneros, no hace nada) o lo que hace es invisible por trivial: la trama de
un grupito de niños que enfrenta un horror extra o intraterrestre es un cliché
desde que Stephen King creara su visión definitiva del tema en It, si no antes. Del mismo modo, su propuesta de un mundo paralelo que refleja de
manera oscura al cotidiano está tan mínimamente desarrollada que tampoco
importa: todo lo que pasa en la serie parece (como aquel Arado Ar 96) ante todo
un pretexto –el soporte, diríase– para el despliegue del color de época y el
comercio con la nostalgia: la exhibición, si se quiere, del deseo por la
nostalgia. Pero sostengo, empero, que en el vaciamiento de las explicaciones
cienciaficcioneras (¿por qué el upside
down es una versión deteriorada pero edificio a edificio coincidente con el
nuestro? ¿Es un futuro? ¿Es un presente alternativo? ¿Es una ucronía?) y el
empleo de la rotulación D&D para las criaturas que impulsan la trama
amerita otra lectura, que me reservo para el final.
En cuanto a la nouvelle de Silverberg, su premisa es
simple y rotunda: en un futuro remoto y libre de todo anclaje cronológico con
el presente, la humanidad ha sido reducida a un grupo de turistas que recorren
el mundo. Año tras año la servidumbre androide reconstruye las grandes ciudades
del pasado: la Roma imperial, la Bizancio del imperio de oriente, la New York
de los años locos, París en la belle-époque,
etc. La vida futura imaginada, entonces, no es otra cosa que un largo paseo por
una serie de parques temáticos basados en el color de época. Hay un presente,
pero está habitado por el pasado; mejor dicho, por un simulacro esencialmente
espurio del pasado; parafraseando al denostado Fukuyama, la de “Navegando a
Bizancio” es la historia del fin (de la historia) y de los últimos hombres y
mujeres. El futuro, simplemente, no existe. Salvo, quizá, para la servidumbre
androide, para los no-humanos.
Sumo ahora un
tercer elemento. En The Matrix, cuando
Morpheus le explica a Neo la verdadera naturaleza del mundo, descubrimos que la
maquinaria (lo no-humano) ha simulado “el pico de la civilización humana”
basándose en 1999 y después congelando ese presente. No sabemos exactamente por cuánto tiempo viene sucediendo que el
futuro perteneció a la IA (de la que es dable inferir una historia no contada,
una historia viva, que sigue) mientras que los humanos quedaron
prisioneros en un presente perpetuo de simulación (y como en Dark City necesitamos apelar a la
manipulación de la memoria) pero lo que luego aporta The Matrix Reloaded (el diálogo con el Arquitecto, es decir) nos
hace primero sospechar generaciones, acaso siglos enteros que iteran una pauta
instalada en ese mismo 1999 perpetuo, y después entender que esa historia
finalizada se abre al futuro por la elección de Neo, la subrutina-que-salió-mal.
Hasta esa bifurcación de lo originalmente programado (esa iteración que va
sumando fracciones hasta el desborde) la simulación, la representación del
mundo humano es decir, está fija en lo que ahora es nuestro pasado; el
presente, mientras tanto, es “el desierto de lo real”.
No hace falta que
releamos a Baudrillard para abrirnos camino por la selva selvaggia de los simulacros en Stranger Things y su parque temático de 1983-84; del mismo modo es
fácil terminar de leer en esa línea otras tantas reconstrucciones de época en
la ficción reciente: pienso por ejemplo en la década del sesenta en X-Men First Class o, quizá de un modo
realmente paradigmático, en las series Life
on Mars y Ashes to Ashes. Si la
lógica cultural del realismo capitalista es que no podemos sino recorrer el
parque temático del pasado como los turistas de Silverberg, en un loop cuya
salida es más difícil de imaginar que el fin del capitalismo, entonces nuestro
presente no puede ser sino el desierto de lo real. Y un desierto, para volver a
Mark Fisher, habitado por los fantasmas de nuestras vidas, de la vida colectiva
de nuestra cultura. Quizá esta época se haya convencido a sí misma de que no
puede producir sentido sino en el simulacro de lo pasado: incapaz de decirse a
sí misma excepto en ese juego de perspectivas, no tiene otra cosa que repetir
que el repertorio. Entre otras razones porque así lo ha percibido el capital y
en esa línea produce utilidades. ¿De qué otro modo podría explicarse el éxito,
así sea efímero, de una banda como Geeta Von Tease?
Y añado una
anécdota personal. Días atrás, un amigo publicó en su muro de Facebook unos
cortos promocionales de la nueva remake/reboot para Cartoon Network de Thundercats, en la que él mismo está involucrado
en calidad de dibujante y animador. No pasó mucho tiempo antes de que sus
posteos cambiasen de tono: empezaba a contestarle airadamente a una serie de
comentarios críticos en los que se criticaba la remake/reboot sobre la base de
que se parecía demasiado a un presunto estilo gráfico imperante en las series
animadas del presente, de que había “reducido” una serie de aventuras a una de comedia, de
que estaba, en suma, “haciendo pedazos a los clásicos”. Las simpatías de
inmediato quedan del lado de mi amigo: sus críticos olvidaban que Thundercats siempre tuvo elementos de
comedia, que su estilo gráfico no es diferente al de otras series de su época y
que hay antecedentes de remakes que de alguna manera “simplifican” el estilo
visual de las propuestas originales y aportan elementos de comedia pero, a la
vez, logran superar a su precedente en complejidad narrativa (My Little Pony: Friendship is Magic es
un buen ejemplo). Sin embargo, pronto apareció algo incómodo; mi amigo se
quejaba, en su respuesta, de que sus críticos (a quien parecía identificar con
una generación precedente, la de quienes vimos Thundercats a los 10 años) estaban presos de la nostalgia y él, en
cambio, quería pensar en el futuro. Se le escapaba, es decir, que su propuesta
de futuro no era sino la vuelta a un clásico ochentero.
La noción de un
futuro articulado con variaciones de un repertorio de producciones culturales
privilegiadas, que mi amigo parecía adoptar acaso irreflexivamente o acaso
desde su sensibilidad de época, no puede ser asimilada sin problemas por
alguien como Mark Fisher, cuyo dejo de protesta o incomodidad (además de las
marcas ideológicamente obligadas, sus signos de izquierda) al mapear los Disintegration Loops del presente no
sólo son evidentes (y hasta cierto punto conmovedores) sino que fácilmente
dejan leerse desde una condición de marca generacional. Así, cabe aceptar que
los espectadores nacidos antes de 1973 (por poner una fecha más específica que
“principios de los setenta”) no podrían (o no les sería fácil) disfrutar de Stranger Things del mismo modo que un
miembro de mi generación; de inmediato entendemos que esta es el nicho de
marketing de la serie, y que el deseo y el goce de acelerar el circuito de la
nostalgia (consumir más y mejores simulacros, inundar aún más nuestra vida
presente con el pasado) es experimentado por los post-X como un subidón de
azúcar mientras que resulta acaso naturalizado por completo por los millenials
y los posmillenials.
Pero para nosotros ese goce ha de volverse culposo,
como si tuviésemos que sabernos hermanos menores y conceder la altura moral
original a Fisher y compañía; después de todo, en la ecuación parque-temático-del-pasado/desierto-de-lo-real-en-el-presente
falta un término con el que crecimos,
uno que permeaba la cultura de los ochenta y buena parte de los noventa, las
películas que disfrutamos, la ciencia ficción que leímos. Porque si vivimos
ahora en una época incapaz de decirse a sí misma en tanto presente, el futuro,
ese gran ausente, no está meramente vaciado
sino que a todos los efectos se ha vuelto ilegible, insignificante, invisible, ni
siquiera el cuerpo muerto de lo que fue, el vampiro, el zombi; literalmente, no
existe. Y quizá nos tocó (¿qué otra cosa podría definirnos en tanto generación,
es decir) ser testigos del pliegue por el que lo perdimos. Ser, mejor dicho,
quienes pusimos el cuerpo donde se instaló esa pérdida.
Con los ojos
fijos, fascinados en ese hundirse permanente de un futuro ilegible, nos parece
entender que nuestros mayores, ante el mismo espectáculo, lograron al menos
distanciarse y proyectar un espejismo: porque si ahora es posible percibir lo que ya
circuló, se abren ante la mirada –y esto es el credo hauntológico, la buena
nueva Fisheriana– los futuros soñados en épocas: futuros anunciados que jamás
llegaron a ser pero que persisten como fantasmas y rondan las ruinas del
presente. Nos hemos perdido en un círculo: sólo somos capaces de apreciar el
futuro del pasado, como si nuestro presente se hubiese desenganchado de toda
caravana posible, al modo del caballo perdido de Felisberto Hernández.
¿Es pensable,
entonces, una salida? Ya Ballard habló de la muerte del futuro y las infinitas
posibilidades del presente, pero ahora algo huele a podrido en Vermilion Sands
y en el presente no queda sino la carroña, las aguas estancadas, los contornos
de fantasmas que se plantan entre nuestros ojos y el lugar donde antes se
buscaba el futuro.
Porque no nos
engañemos: el futuro sigue estando ahí, por más que no seamos capaces de verlo,
de pensarlo siquiera.
Para Fisher y
Reynolds, por ejemplo, la última instancia en que fue dable encontrarle el
pulso al futuro fue en el del jungle noventoso
y la cultura rave; lo que siguió
después es fácilmente pensable en términos de retromanía. Es decir: después del
jungle (y la frontera acaso esté en
esas apropiaciones de esa última escena electrónica desde ciertos rock y pop ya
clásicos que querían sin embargo volver a presentarse como arte, vanguardia y
riesgo: Earthling, de David Bowie, Pop, de
U2, Último bondi a finisterre, de los
Redondos) el test propuesto
por Fisher en Los fantasmas de mi vida se
aplica muy bien: si alguien grababa en 1968 “That’s allright Mama” de manera
indistinguible a como la cantó Elvis en 1954 sólo cabía pensar en conceptos de revival o anacronismo deliberado: la diferencia con las resonancias
futuristas de “1983: A Merman I Should Turn To Be” de Hendrix o “Astronomy Domine”
de Pink Floyd era no sólo evidente sino el sentido completo de la canción, su
estatus de futuro, de sonido nuevo, inusitado. En cambio, una canción de 2004
que vuelva a sonar en 2018, pasa desapercibida: incluso la grabación de aquel
año sonaría ahora como si hubiese sido grabada esta mañana, porque no hay signo
alguno de diferencia que sepamos leer
y es difícil pensar en un mecanismo capaz de generarlo. En el mundo de la
música pop esto sin duda va asociado a la deriva desmaterializadora en los
formatos y la manera en que el capitalismo administra la producción: como ya no
tiene sentido venderle a nadie la noción de que tal o cual banda representa
mejor que otras el signo de sus tiempos (porque no hay una serie que conecte
pasado, presente y futuro que pueda darle sentido a esa concepción del
prsente), el capital simbólico (y el otro) pasa por la reapropiación de un
pasado prestigioso, glorificado por la elite de turno: me gusta tal o cual banda porque suena a garage de fines de los
sesenta, por ejemplo. Una vez más Geeta Von Tease, cuyo significado, a lo
sumo, se espesa (y no mucho) en la expresión que pone Robert Plant cuando habla
de su vocalista.
¿Pero esto es
efectivamente así o estamos dejando
simplemente que un discurso hegemonizado hable por nosotros? Quizá haya que
buscar fuera de lo cool, revolver en los márgenes menos leídos del pop una
historia distinta del futuro. En el caso de Mastodon, por ejemplo, se adivina
un proceso que termina por aportar significado (diferencia, decía más arriba) a un sonido del presente en tanto
confluencia de subgéneros del metal en una música –la de los últimos tres
álbumes de la banda– que tras haberse despegado del thrash y otras formas extremas
de metal (doom, black), y tras haber abrazado y asimilado el metal progresivo,
parece reintegrarse a un concepto renovado de rock o hard rock, en un
movimiento que matiza la impronta pop de
canciones como “Curl of the burl”.
Sin duda el
futuro es pensable en términos de catástrofes ecológicas y sociales, pero ahí
el significado es extraído o bien de una crítica a las condiciones inmediatas
(“como esto siga así…”) o en relación a un momento considerado de alguna manera
idílico, como el concebible “mejor momento” del estado de bienestar en los
países europeos o las instancias inaugurales del neobatllismo en Uruguay. En
cuanto a la ecología, es fácil pensar que el quiebre del círculo vicioso del
realismo capitalista es la crisis de la biósfera, que ya se deja sentir en el
calentamiento global y el cambio climático aparejado junto a las extinciones en
masa pensables como una marca segura del antropoceno. El discurso de cierta
izquierda, sin embargo, deja lugar a la esperanza en tanto se pueda pensar una
alternativa viable al capitalismo, sea moderándolo, sea remplazándolo o sea, como
en el fondo parece constituirse en tanto noción subyacente a la manera en que
es trabajado el problema, apelando a alguna forma reguladora de totalitarismo.
En este sentido es inevitable volver a
iterar el círculo del futuro pasado y pensar en los escritos de Nick Land, con
su futuro alien y por tanto inhumano; y así volvemos a lo ya dicho: el futuro
sigue allí, aunque se nos haya vuelto invisible, y no sólo eso: el futuro
vendrá y nos arrollará con sus catástrofes, sus tanques o su skynet, mientras permanecemos
absortos en la belleza de la ya mencionada música de William Basinksi o pensando en el cortoplacismo
localista de la protesta que nos reconforta en tanto sujetos morales con su
militancia más clásica y humanista.
El principal
aporte de Land para nuestro momento ha de ser su visión de lo inhumano futuro. Es
cierto que en los noventa todavía latía el futuro, pero para hacerlo volver en
plenitud (y no como una versión más cute y
divertida de Thundercats) no se trata
de componer electrónica a 175 bpm con breakbeats
y bajos dub sino de buscar qué
hacía latir el corazón de la idea de futuro entonces, y summonearlo ahora. Cabe pensar que es el sujeto humano
contemporáneo lo que parece haberse recortado del sentido del futuro, y así lo
que vendrá es representable sólo en tanto escritura ilegible, en tanto signo de
inhumanidad, en tanto alienígena. Tiempos diferentes para sujetos diferentes; para
pensarlo, entonces, conviene buscar en el vasto acervo –pasado pero también
presente, sólo que desde los ámbitos más uncool
quizá– del arte weird y sus
sujetos y situaciones mutantes y aberrantes.
Creo que esto está
ya en proceso; en la obra de Fisher, por ejemplo, es posible trazar una línea
muy clara entre Realismo capitalista y
Los fantasmas de mi vida (mapeo el
segundo de los efectos de lo establecido en el primero), y de ahí al que
resultó ser su último libro, The weird
and the eerie, donde la hauntología (el círculo vicioso del no-futuro en el
realismo capitalista) es asociada al concepto anglo de eerie (esa inquietud de lo enigmático, lo espectral, de las
presencias donde debería haber ausencias y viceversa) y contrapuesta a lo weird (lo inconcebible, lo que no es
pensable pero se hace presente). Esta lectura, de hecho, me parece
especialmente adecuada para señalar la inminencia de un nuevo paradigma
cultural de lo weird, que asoma en el
xenofeminismo, en algunas formas de aceleracionismo y en creaciones artísticas
como la adaptación cinematográfica de Annihilation,
la novela de Jeff VanderMeer, o, de manera más notoria, en la tercera serie
de Twin Peaks y el title-track de Blackstar: Quizá el futuro empiece a aglomerarse desde esos
rincones de lo weird. Un futuro que
no es para nosotros en tanto humanos (en tanto ese sujeto del humanismo tradicional)
sino para esX(s) que nos sucederá(n). En ese sentido, todas las fuerzas
humanistas, de derecha y de izquierda, en gran medida gracias a su fracaso
sistemático a la hora de plantar alternativas viables al realismo capitalista,
no hacen sino devolvernos a la misma órbita, a la misma circulación: la Espada
de los Augurios nos devuelve el paisaje bello y agotado de Vermillion Sands.
Finalmente, ¿no
tematiza Stranger Things el contacto
entre el circuito de la nostalgia (los protagonistas atrapados en el ámbar
ochentero) y lo extraño/weird (el demogorgon, el mind flayer, el mundo upside
down en general)? Eso extraño es resistido; todo el circuito de lo
familiar, digamos, quiere excluirlo, marginarlo, apartarlo, pero no llega a
aniquilarlo, y al final de cada temporada apareció un elemento oscuro al acecho.
Es más, los nombres tomados de Dungeons
& Dragons funcionan como etiquetas arbitrarias a la hora de nombrar lo
que no puede ser nombrado: son pedacitos del presente (pasado para nosotros, es
decir) convocados a adherirse a lo imposible, porque de alguna manera hay que
nombrar, aunque el nombre no diga nada de la cosa y esta permanezca muda. En
esta suerte de interregno en que vivimos sólo podemos nombrar lo extraño desde
el repertorio, desde la tradición, ¿y qué mejor tradición que la weird, que el horror lovecraftiano? Eso
que está ahí pero que es impensable, eso que desafía nuestros esquemas
cognitivos, nuestro orden del mundo, pero
que está ahí y no podemos dejar de verlo, esa, en suma, esencia de lo weird, ¿no describe de alguna manera el
futuro en que ya no podemos pensar pero que a la vez nos acecha?
El futuro sólo
puede ser weird.
La arena
cristalina de Vermillion Sands se asienta por un instante y vemos, allá lejos,
la carretera que nos sacará del pueblo. La que nos llevará a las ciudades
deslumbrantes. Está poblada, sin embargo, por cosas raras: criaturas con
tentáculos, cráneos enjoyados dentro de trajes de astronautas, cortinas rojas y
árboles con cerebros deformes en su cúspide. ¿La tomamos? Si lo hacemos
dejaremos de ser nosotros. Pero al menos podremos movernos.
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