Canada, Richard Ford
Es un lugar común quejarse de las
traducciones que publica la editorial Anagrama (en este sentido el top 5 de las
quejas incluye sin duda alguna en su primer lugar a la traducción de Trainspotting… justa o injustamente,
habría que pensarlo bien), pero en el caso de Canadá, la última novela de Richard Ford, está claro que la tarea
del traductor no estaba llamada a ser lo que se dice fácil ni su resultado plenamente satisfactorio. Basta con leer
algunas páginas del original en inglés para entender por qué: la prosa de Ford
fascina por su elegancia, su cuidado y su increíble poder evocativo, tanto que
incluso un traductor competente –como sin duda lo es quien firma la edición de
Anagrama– ha de vérselas en figurillas para lograr algo más que una sombra o un
remedo en sordina del esplendor original.
Lo curioso (o inevitable dada la potencia
de la escritura de Ford) es que, pese a este digamos hándicap, los lectores de Canadá
sin lugar a dudas experimentarán esa preeminencia de la escritura, de eso que
podría llamarse también “estilo”, ese, por qué no, encantamiento de las
palabras. Difícilmente podría decirse que en Canadá “no pasa nada” (hay un robo a un banco, hay largos viajes
por carretera, hay violencia), pero la atención al detalle y la intensidad y
sutileza de las descripciones logran llamar la atención sobre sí mismas casi
volviendo irrelevante la peripecia. Casi.
Porque, página tras página, a medida que el narrador –que nos habla, entre
otras cosas, de un asalto a un banco planeado por sus padres, del
encarcelamiento de la pareja y de su propia huida a Canadá– avanza por el
relato que promete en la primera página (cómo llegó a suceder que sus padres decidieran
robar el banco) hilvanando impresiones de su vida, contándonos la historia de
su madre, una amarga y gris intelectual judía, su padre, un carismático ex
oficial de la fuerza aérea que integró la tripulación de un bombardero durante
la Segunda Guerra Mundial, y su hermana, una adolescente descontenta que
termina por convertirse en uno de los personajes más interesantes del libro, va
operando una suerte de acreción del relato, un armarse solapado de la historia.
Y ese procedimiento, esa manera de narrar, es interesante en sí misma.
Por momentos, de hecho, la sensación que da
la narración es la de un permanente volver atrás, un recomenzar continuo; el
avance es lento y denso en imágenes, pero la limpidez que se adivina en la
prosa logra disipar la impaciencia o la ansiedad por saber qué pasó y cómo; de
hecho, leído un cierto número de páginas, sorprende constatar (en una suerte de
pausa en la lectura, como si se volviese necesario detenerse para digerir o
“procesar” lo recién leído) todo lo acontecido, como si el relato se hubiese
venido armando mágicamente, sin que nos diésemos cuenta.
Estos procedimientos de escritura o
estrategias narrativas llaman la atención del lector, sin lugar a dudas, pero
otras maneras de leer Canadá también,
a su manera, saltan a la vista. Por ejemplo, cabe prestar especial atención a
la construcción de los personajes y su relación con la exposición de los hechos,
en particular en lo referente al padre del narrador, un hombre de escasa
educación y gran carisma que, tras desvincularse de la Fuerza Aérea, empieza a
dedicarse a delitos menores hasta que el intento de robo a un banco lo lleva a
la cárcel. En la primera parte de la novela, de hecho, hay una escena que es
quizá central a su retrato y al eje esencial del libro: están padre e hijo en
el auto, en un largo viaje cuyo propósito no queda del todo claro, y el camino
que han elegido los acerca a un asentamiento de “indios”, que el padre enseña a
su hijo. No hay que fiarse de los indios, le dice, y da a entender que todo el
viaje (que llevó cientos de quilómetros) fue pensado como medio para esa
enseñanza; ahora bien, en las páginas que siguen un grupo de indios llega en la
noche para buscar al padre, probablemente en relación a sus ocupaciones
ilegales, y leído ese pasaje es inevitable preguntarse cuál fue el verdadero
propósito del viaje y qué oculta el padre en relación a los indios o a su
relación –en el pasado y en el presente– con ellos. La respuesta se puede
presentir banal, pero el misterio está ahí. El narrador lo construye cuando
intenta decirnos todo sobre su padre: la sinceridad de sus palabras es evidente
pero también lo es que jamás entendió al hombre. Todo lo que sucede después en
la novela, de hecho, parece construido sobre ese desconocimiento, sobre ese
vacío, incluso la segunda parte, que nos muestra al narrador ya exiliado en
Canadá. Todo ser humano es un misterio, concluye la novela, por lo que
cualquier narración, cualquier intento de comprender qué, cómo y porqué pasó lo
que pasó, está destinado al fracaso. O, quizá, a la exposición de lo que se
cree, de lo que no hay más remedio que concluir. Terminado el libro es fácil
pensar cuál podría ser la “verdad” de los hechos; evidentemente no existe ni
puede existir, claro está, pero en su lugar Ford nos propone algo quizá mejor:
los espejismos y encantamientos –y las delicias– del arte.
Publicada en La Diaria el 16 de enero de 2014
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