La mula, Álvaro Ojeda
El
mismo tango
¿Qué podría significar el adjetivo agotado referido a un libro? ¿El
adjetivo agotada a una escritura o a
una novela? A lo mejor La mula,
reciente novela de Álvaro Ojeda, puede servirnos para pensar una respuesta.
Una escritura agotada, por ejemplo, podría
ser aquella que ha dado todo de sí, que da quizá más de lo que tiene. En ese
sentido, es el lector de La mula (su
tedio, su fascinarse, su irritarse, su divertirse) quien se hace cargo de ese
balance negativo, de esa deuda. Porque línea tras línea la novela de Ojeda se
esfuerza por decir más y más: espesar cada símil, cada metáfora, cada ocasión
de construir un párrafo o una oración más y más expresivos, más cerca de la
prestigiosa “poesía” que de la prosa “banal”. Y esa línea de evolución del
valor es una solución posible al enigma de la literatura.
Otro sentido posible es el de cansado: el impulso merma, la velocidad
decrece; el peso en los hombros se revela como desproporcionado con las fuerzas
que es posible convocar; así, La mula
(no hay un chiste planeado desde la naturaleza de bestia de carga del animal
del título, aclaro por las dudas) parece detenerse a cada rato para tomar
aliento, para ver si todavía puede arreglárselas para seguir adelante. Carga
con el peso de todos los sentidos que quiere convocar, carga con los dos o tres
códigos que ha de invocar el lector para pasar de una oración a la siguiente.
Carga con el peso de reclamar una asignación de sentido a la diferencia entre
lo dicho y lo que cabría haber dicho para construir lo que, se supone, se
construye, se pretendía narrar, que, evidentemente, no existe fuera de las
palabras que componen el libro o existe apenas como espejismo (y aquí sí se puede
jugar con el posible sentido de salvación, de alivio, de ver un espejismo en el
desierto).
Nada de lo dicho quiere apuntar a que La mula sea una “mala novela” o, mucho
menos, que esté “mal escrita”. Todo lo contrario. Ojeda es un artesano
meticuloso y un tejedor atento y sutil (de hecho, todos los problemas con
respecto a la literatura que intenta armar esta reseña acaso estén respondidos
por la decimoquinta línea de la página 116, donde leemos, precisamente, la
palabra “literatura”); su libro, que incluye no pocas felicidades y tesoros
para el lector paciente, sin embargo, sufre de algo que Ojeda no pudo controlar
porque quizá su manera de entender el artesanado hizo que lo aceptara como una
opción natural o, sencillamente, que no lo viera, como la proverbial pregunta
de qué diría un pez al que se le pregunta por el agua: la de que se está
escribiendo literatura y que hay un
conjunto de marcas que lo ponen en evidencia, de que la literatura es algo que
se hace con las palabras a la hora de armar un texto. Así, si algo cuenta La mula es la posibilidad –o
imposibilidad– de hacer un relato “literario” dada una serie de premisas
argumentales.
Y son esas premisas, justamente, lo más
interesante del libro. Porque, frente al edificio densamente ornamentado propuesto
por Ojeda, esas premisas son simples y hasta triviales: hay hombres con poderes
sobrenaturales, hay un enemigo, hay una instancia de relacionamiento entre el
individuo y su poder o sus poderes. Pero no se trata de un comic de X-men o de Spiderman; Ojeda sabe que está escribiendo una novela (o desea escribir una novela) y, por tanto,
sepulta esos hechos bajo capas y capas de literatura. La momia resultante sin
duda termina facilitando la negación o la modulación de las premisas (se trata
de “alegorías”, digamos o, mejor dicho, se permite o incluso fomenta esa
lectura alegórica; se apela a un tartamudeo de código) y así, entonces, sucumbe
al peso de sus vendas porque donde debería darnos algo –una irrupción en el
devenir histórico de un estilo, una idea fértil, un personaje no trabajado
desde el cliché de la caracterización literaria y “profunda”, etc– que suplante
lo que no está contándonos, termina endilgándonos un montón de volutas de humo
coloreado. Un humo que, en última instancia, intenta decir que todas las
novelas están hechas de humo, lo cual, claro está, es resignarse a creer en el
tan reiterado cliché sobre la muerte de la novela (salvo que la novela, desde
el Quijote, haya nacido muerta o sea
un zombie o un vampiro o el gran Cthulhu, no muerto aunque yace eternamente).
Por eso, entonces, La mula falla por ser una buena novela, o por ser sólo una buena novela, de manera similar
–aunque su presentación sea en apariencia tan diferente– a los tediosos cuentos
de Caja negra, de Mercedes Estramil
(y quizá hay un síntoma allí, hay algo que podamos decir de algunos escritores
uruguayos nacidos entre fines de la década de 1950 y mediados de la siguiente).
Que su asunto narrativo sea mínimo, que lo que importa en sus páginas no sea
precisamente la anécdota, que lo que podamos distinguir como momentos de esa
anécdota sean figuras estilizadas o lugares comunes de la caracterización, apenas tiene importancia; es cierto también
que mucha narrativa uruguaya reciente parece sufrir de la ansiedad por contar,
parece colapsar en un estado energético mínimo en el que lo narrativo se
convierte en el reporte de acontecimientos, pero en La mula ensayar un camino opuesto o divergente parece drenar
significados en lugar de construirlos, en tanto lo que convoca para llenar el
hueco de la trama ausente o trivial o ninguneada es algo que, en sí, no señala
sino un vacío o una contradicción, el vacío y la contradicción de la literatura
entendida como algo “positivo” que “sumar” a un texto o como una cualidad
discernible que puede formatear un texto. Así, cuando leemos ciertos momentos
del libro como un intento de convocar elementos de esos que hacen mundos o que
remiten a un estado de cosas “real”, a un “asunto”, a un “tema” (está la
dictadura, casi como referencia obligada, hay algo así como una caricatura de
Tabaré Vázquez, se habla también de radiación y centrales nucleares), parece
quedar en evidencia que en La mula esos
elementos no funcionan justamente porque terminan dichos con el modo
hiperliterario en el que todo lo demás es dicho en el libro, y así ese intento de
apelar a algo más, algo esencialmente extraliterario, termina cediendo a la
manera literaturizadora que hace al cuerpo de La mula y que los vuelve triviales. Quizá la novela de Ojeda pueda
entenderse como un ejemplo más de eso que señaló Rancière en La letra muda, la prolongada y fallida negociación
de la literatura con su reclamo de independencia, y en ese sentido leerla es
como volver a escuchar un diálogo que dábamos por agotado hace ya demasiado tiempo. O, mejor, como pararse en un
callejón sin salida (¿vale la pena recordar que un poemario de Ojeda publicado
en 2004 se titula precisamente Cul-de-sac?)
Es justo señalar que los problemas que este
reseñista con el modo de ser en tanto novela o libro o texto de La mula –y que evidentemente obedecen a
diferencias de posicionamiento, por usar una palabra fea, en el concebible mapa
de la literatura y adyacencias– no empalidecen lo que cabe sentir como los mejores
momentos del libro: ciertas descripciones del barrio Atahualpa, por ejemplo, o
el clima tanguero de las primeras páginas. Es un tango viejo que ya ha
desgastado el surco, sí, pero no por ello es imposible adivinar que detrás de
los chirridos hay sustancia, aunque esa sustancia no pertenezca a Ojeda (¿y qué
cosa pertenece a los poetas, después de todo?). A lo mejor ahí está la manera
de leer La mula, y es, en última
instancia, una de las maneras más antiguas de leer un libro que se supone
literario: puede ser, sí, que la novela de Ojeda se quede, al final, con las
manos vacías, pero si el texto dio más que lo que tenía y esa deuda, como decía
al principio de esta nota, es transferida al lector, quizá este, al pagarla,
encuentre cierto disfrute de la imaginación, como quien reconoce formas en las
nubes o las manchas de humedad. Acaso La
mula, como tantas novelas (¿cómo todas?), sea un gran conjunto de puntos
que sugiere la necesidad de la línea que construye una serie de figuras; en ese
sentido, no hay ficción que no pueda ser descrita de esa manera (ya había dicho
algo parecido Mallarmé con Una tirada de
dados), y si Ojeda agota las posibilidades de su estilo “poético” (por
decirlo de un modo tonto), quizá lo que nos quiere hacer ver es la manera en
que leemos, la manera en que construimos sentido. Acaso ese sea el “poder” al
que apunta el libro, finalmente, sea la imaginación de quien está leyéndolo y
así, a contrapelo del disciplinamiento literario de esa imaginación, podamos,
sí, leerlo como una historia más de hombres con poderes sobrenaturales,
enemigos y amenazas nucleares.
Publicada en La Diaria el 6 de enero de 2015
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