Ferdydurke, Witold Gombrowicz
Traducir (como) el culo
Witold Gombrowicz (Małoszyce,
Polonia, 1904 – Vence, Francia, 1969) desembarcó en Argentina en 1939, poco
antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, y regresó a Europa recién
veinticuatro años más tarde. Durante ese tiempo cambió para siempre la
literatura argentina, en gran medida gracias a la publicación de la fantástica
traducción de Ferdydurke, su primera
novela, publicada en Polonia en 1937.
Esa traducción es uno de los acontecimientos más extraños de
la historia de la literatura. Publicada finalmente en 1947, fue comenzada por
el propio Gombrowicz, que apenas podía hacerse entender poco y mal en
castellano, y después trabajada, corregida y enmendada por un equipo (cuyos
integrantes no hablaban polaco) liderado por el escritor cubano Virgilio Piñera
(quien terminaba generalmente por comunicarse con Gombrowicz en francés). Es
decir… español, francés, polaco… el texto resultado debió ser una quimera, un
monstruo, y en gran medida claro que lo fue. El propio Piñera, de hecho, no
dudó en señalar, en la nota que aportó para la edición de 1947, que la novela
de Gombrowicz en español “se aparta de la convención general del idioma, de sus
leyes universales, de su ritmo regular y diario” (p.7). Y algo de eso hay, en
el sentido de que la lectura de Ferdydurke
en esta traducción logra hacer creer al lector, página tras página, que está
ante un texto prácticamente alienígena.
Evidentemente otros escritores usaron y abusaron más de
alteraciones de la sintaxis, juegos semánticos y creación de neologismos (para
ejemplos de algo así bastarían Una tirada
de dados, de Mallarmé, Altazor, de
Vicente Huidorbo, La caza del Snark, de
Lewis Carroll y, evidentemente, el Finnegans
Wake de James Joyce), pero en el caso del Gombrowicz de Ferdydurke esa extrañeza lingüística
opera también en consonancia con una extrañeza de la trama, de los personajes y
de lo que podríamos llamar el “concepto” o el “plan” detrás de la obra. Es
decir: no hay otro libro como Ferdydurke. Leerlo es andar de a saltos
entre la maravilla, la derrota, el fastidio y la fascinación.
Pero, como dice el narrador del libro,
vamos por las malditas partes.
Tradición,
traducción
Ricardo Piglia, uno de los fans más
notorios de Gombrowicz, señaló en “La novela polaca”, recogido en el libro Formas breves, que hay “pocas
experiencias literarias tan extravagantes y tan significativas” como Ferdydurke, obra de “un gran novelista
que explora una lengua desconocida”. Y se trata de una “mala traducción”, en el
sentido favorito de Piglia, es decir en el sentido de algo equivocado y a la
vez fértil, de una desviación significativa que engendra una tradición. “En la
versión argentina de Ferdydurke”,
dice Piglia, “el español está forzado casi hasta la ruptura, crispado y
artificial, parece una lengua futura. Suena en realidad como una combinación
(una cruza) de los estilos de Roberto Arlt y de Macedonio Fernández”.
Evidentemente, en esta afirmación Piglia inserta a Gombrowicz a una línea de la
literatura argentina, quizá la línea que más le interesa; la irrupción del
polaco en Buenos Aires, entonces, según Piglia, posibilitó, primero gracias a
la traducción de Ferdydurke y después
con su presencia nucleadora de jóvenes y con la escritura de novelas como Trasatlántico (para Piglia algo así como
una versión actualizada y argentinizada de Ferdydurke),
la apertura de nuevos caminos para la literatura argentina. O, dicho de otro
modo, estamos ante una tradición entreverada o expandida por una traducción,
ante una traducción en la que se adivinan las marcas de una (o varias)
tradiciones rastreables hasta nuestro presente. Toda traducción implica,
evidentemente, un acto de lectura, pero también porque al traducir se “lee” una
tradición y se la altera, se irrumpe.
Es curioso, en cualquier caso, que Ferdydurke siga sorprendiendo. Ese
“error” del que habla Piglia, que podríamos pensar como un pequeño desfasaje,
algo parecido a la sensación que produce una película en la que el audio está
ligera pero apreciablemente atrasado o adelantado en relación a la imagen, es
tan incómodo hoy como hace más de medio siglo, hasta el punto que es imposible
leer esta novela sin parar a cada rato y repasar lo leído, cuyo significado
parece estar a punto de perderse. Esta experiencia de lectura está
inextricablemente ligada al particular proceso de traducción, claro está, pero
quizá no deja de ser rastreable al posible “original” polaco, al menos en la
comparación de otras traducciones. Gombrowicz colaboró también con la
traducción al francés (en 1958), y en 1960 fue publicada una versión en alemán.
Al año siguiente apareció una traducción al inglés, tomada de la versión
francesa, y recién en 2000 fue publicada una traducción al inglés directa del
polaco. En 2006 fue traducida al portugués de Brasil y al año siguiente se
publicó una versión catalana, que Roberto Bolaño reseñó en una nota breve
después recogida en el libro Entre
paréntesis.
Ferdydurkistas
del mundo, uníos
Es interesante leer esa reseña de Bolaño,
quien celebra (“no todo está perdido, ferdydurkistas” es el arranque del texto)
la aparición del libro y comenta el proceso de la primera traducción al
castellano, a la vez que lo califica de “inconseguible”. La buena noticia –no
sólo para los ferdydurkistas sino para cualquier lector que aprecie verse
cacheteado una y otra vez por un texto tan extraño e insoportable como
fascinante, tan arduo como hilarante– es que la editorial porteña Cuenco de
Plata acaba de publicar una nueva y cuidada edición, disponible también en
Montevideo, que incorpora el prólogo original de Gombrowicz y sendas notas de
Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez Tomeu (otro de los miembros del equipo traductor),
además de una introducción de Rita Gombrowicz, viuda de Witold.
Quizá haya que detenerse un poco en el
prólogo de Gombrowicz. Las dificultades implícitas en el libro debieron pesar
lo suficiente como para que el autor se sintiese en la necesidad de “explicar”
un poco al lector de qué iba todo, aunque, en este caso, las explicaciones pueden
resultar tan intrigantes como el texto que pretenden volver más accesible, y
sin lugar a dudas hacen a este prólogo un engranaje más de la complicada
maquinaria productora de sentidos que es Ferdydurke.
Gombrowicz señala que su libro “tiene un doble aspecto: por un lado es un
relato y una novela, una descripción y, por otro, un acto de mi lucha personal
con la forma. Aquí el autor, confesando su propia inmadurez, consigue –supongo–
más soberanía y libertad frente a la forma y, al mismo tiempo, deja entrever el
mecanismo de su inmadurez (…) Ese sería el esqueleto intelectual de Ferdydurke” (p.19), y deja entrever que temas como la “madurez” y
la “forma” son centrales a la novela. Curiosamente, el prólogo repite (quizá un
poco más sencillamente, pero no mucho) lo dicho en uno de los capítulos más
geniales del libro, el “Prefacio al Filifor forrado de niño”, que rompe la
narrativa principal e introduce (y lee y comenta) una suerte de
cuento-dentro-de-la-novela, a la vez que sirve de algo así como un manifiesto
poético en el que se ataca la pedantería del Arte, la institución artística y los
mecanismos de canonización y endiosamiento de ciertos artistas.
El tema de la “madurez”, por otro lado,
queda en evidencia ya en el primer episodio, en el que es propuesto el
artificio absurdo (y/o fantástico) que atraviesa la trama: el narrador, un
hombre de unos treinta años y escritor tímido e inseguro, es raptado por un
profesor y arrojado a una clase de escuela primaria junto a otros hombres
“infantilizados”, obsesionados con hablar del culo (que aparece a lo largo de
la novela en decenas de variaciones mutantes: cuculeíto, cucocacumcalailo,
cucucalalio, etc) y, después, enfrentados a la enseñanza del latín y de los
clásicos de la literatura. Ese rapto se prolonga por toda la novela, y el
narrador parece olvidar y recordar intermitentemente que no es un niño (o un
adolescente, en los capítulos centrales, donde la obsesión con el culo deriva
en interés por los muslos de las mujeres), aunque quienes lo rodean, maestros,
amigos y familiares, lo tratan invariablemente como si tuviera diez años.
Este artificio (no tan diferente, en última
instancia, al de Gregorio Samsa convertido en insecto) permite una vasta gama
de lecturas, y el prólogo de Gombrowicz en última instancia contribuye a
alinear al lector con problemas como la madurez de las comunidades (se habla,
por ejemplo, de la “inmadurez cultural” como problema en Polonia y en
Latinoamérica) y, a la vez, el lugar de la madurez en la creación artística.
Evidentemente hay muchos más caminos de lectura, pero lo interesante es que Ferdydurke termina por pulverizarlos a
todos e instalarse como una gran farsa, como una función de payasos un poco
terroríficos (por ejemplo en la secuencia de la paliza al peón en la casa de
campo de la tía del narrador) o como el intento de algo así como un escritor
extraterrestre de describir y analizar los comportamientos de la humanidad. Y
un texto capaz de generar ese tipo de extrañeza es, qué duda cabe, un
acontecimiento singular en cualquier literatura. Que Ferdydurke, además, lleve consigo las marcas de su peculiar
historia de traducción, sólo logra amplificar la maravilla que aguarda en sus páginas.
Publicada en La Diaria el 10 de febrero de 2015
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