Dadá, Jed Rasula
Poco importa si fue en el cabaret Voltaire
hacia octubre de 1916 que nació Dadá o si Tzara y otros tantos futuros
dadaístas ya habían activado su máquina antiartística ahí mismo, en Zurich,
durante los años anteriores a la Primera Guerra Mundial. Quizá faltaba
articular la palabra a la que luego se le buscarían significados en todas las
lenguas y en ninguna (los dadaístas rusos, de hecho, evitarían hablar de dadá porque, para ellos, sonaba a sí sí), pero el espíritu ya estaba allí. En cualquier caso, después de los meses de
vida del cabaret, con sus coreografías de jazz, sus insultos al público, sus
tomatazos a los performers, sus trifulcas, sus recitados de poesía fonética, su
serie de manifiestos contradictorios y sus disfraces y fotos graciosas, Dadá se
expandió (sus agentes lo compararían con un “microbio”) o, mejor, reapareció en
Berlín, en París y en New York, con máscaras diferentes en cada una de estas
ciudades. En París, por ejemplo, André Breton quiso darle la forma de un
movimiento organizado, con las excomulgaciones y jerarquías que luego impondría
al surrealismo (algo así como una planta que le nació a Dadá, para usar la
imagen de Felisberto, que sin duda se habría divertido tocando el piano en el
Cabaret Voltaire) para finalmente ahuyentar a toda, o casi toda, la gente
interesante.
New York aportó a Man Ray y alojó las
primeras muestras de los ready-mades de
Marcel Duchamp, quien allí mismo presentó a cierto concurso un orinal firmado
R.Mutt y titulado Fuente, gesto que
fundaría buena parte del arte del siglo XX; en Berlín, a la vez, se armó la
Primera Feria Internacional Dadá, en 1920, que sentaría las bases para todas
las muestras o exhibiciones en las que lo exhibido se funde de alguna manera
con el espacio de la exhibición. Y podríamos seguir: capítulos menores de Dadá
aparecieron en Colonia, en Holanda (una escena más centrada en la poesía, con
abundantes publicaciones de trabajos de Hugo Ball, Hans Arp y el greatest hit dadaísta Anna Blume, de Kurt Schwitters), Italia
e incluso Tokio.
Siguieron toneladas de ismos y, después, en
1977, el cuarto disco solista de Brian Eno, Before
and after science, incluyó un homenaje a Kurt Schwitters titulado “Kurt
rejoinder”; casi dos años después Talking Heads (producidos por Eno) incluirían
en su disco Fear of music el tema “I
Zimbra”, cuya letra era una ligera reforma del poema “Gadji beri bimba” de Hugo
Ball. Esa misma poesía fonética había aparecido también en las vocalizaciones
de Kenji “Damo” Suzuki para la banda alemana
Can; y ya que estamos hablando de Krautrock,
Faust incluyó en su disco de 1973 –The
Faust Tapes– una composición titulada “Dr. Schwitters”.
Volviendo a 1979 tenemos una actuación de
David Bowie en Saturday Night Live, donde tocó “The man who sold the world”,
“Boys keep swinging” y “TVC-15” –junto a Klaus Nomi y el performer neoyorquino
Joey Arias– desde el interior de una suerte de armadura o armatoste con forma
de traje, camisa y moña, muy similar al disfraz que usaba Hugo Ball en el
Cabaret Voltaire y también al “big suit” (“traje grande”) de la gira de 1983 de
Talking Heads. Esto último puede verse en el video Stop Making Sense, algo así como “dejá de tener sentido”, un
imperativo especialmente dadaísta.
Por supuesto, Cabaret Voltaire es también
el nombre de la banda pionera del rock industrial, fundada en 1973 en
Inglaterra.
Más tarde –y con esto cerramos el
improvisado catálogo de sobrevida de Dada, armado sin duda desde mis intereses
personales– la banda berlinesa Einstürzende Neubauten incluyó una canción
titulada “Let’s do it Dada” en su disco de 2007 Alles wieder offen. El arte del siglo XX –y del XXI– incorporó a
Dada o Dada se comió al arte del siglo, según desde donde se lo mire. Quizá,
para seguir la analogía con bacterias y virus, podríamos decir que el arte del
siglo XX y XXI –y acá hablamos de música, plástica, literatura y todo lo que se
quiera– tiene a Dadá en su ADN.
Retratos
de grupo con mascota Dada
Dadá,
el cambio radical del siglo XX, de Jed Rasula, es
una excelente biografía grupal del dadaísmo. En sus primeros capítulos se
expone el momento original zuriqués del grupo y después van siendo narradas las
historias de Dadá en las ciudades mencionadas más arriba. Rasula, por cierto,
no se molesta en intentar una definición o en tratar de explicarnos qué
demonios era/singificaba/quería ser/pretendía Dadá; al contrario, deja bien
claro que la única vía posible –como si se retomara la teología negativa de
Juan Escoto Erígena– es decir lo que Dadá no
es: no es un movimiento de vanguardia (de hecho era común desde Dada
denostar al futurismo y al cubismo), no es un movimiento artístico, no es una
estética organizada, no es un movimiento reducible a un manifiesto, no es un
intento de “construir” algo sino, en todo caso, de negar y destruir los
despojos de un arte anterior. De hecho, señala Rasula en el capítulo dedicado a
Dadá en París, los intentos de Bretón de crear algo así como una “ortodoxia
dadaísta” sólo sirvieron para dejar claro que eso no era dadaísmo (sería surrealismo, un poco después); a la vez,
la única manera de ser dadaísta era estar “contra” el dadaísmo, y tanto en
Zurich como en Berlín era común que los dadaístas hablaran de “Dadá y Antidadá”,
así como también del padre Dada (qué lo sabe todo pero calla) y del Superdadá.
Por supuesto que acá es visible una cierta
simpatía por la patafísica de Jarry, uno de los autores usualmente
reivindicados por los dadaístas, que también eran lectores atentos de Mallarmé,
cosa que en una primera mirada podría parecer paradójico pero que se vuelve más
bien todo lo contrario si pensamos la poesía de Mallarmé en el contexto de la
relación entre escritura y azar. “La destrucción fue mi Beatriz”, había escrito
el poeta francés, y no cabe duda que los dadaístas se tomaron esa idea muy en
serio. Y en broma, las dos cosas a la vez. Y para hacerlo atacaron al arte como
institución, a las “bellas letras”, a la música “seria”, a la solemnidad del
Arte con mayúscula; hay quien ha querido leer, además, un rechazo a la lógica
burguesa y capitalista que había llevado a Europa a la guerra.
Del libro de Rasula merecen especial
atención los capítulos dedicados a Duchamp y Kurt Schwitters, donde la
escritura pasa de ser un simple panorama (como podría parecer en los momentos
más tenues del libro, en los que lo ofrecido parece más bien una crónica de
eventos dadaístas y publicaciones) a un ensayo apasionado sobre los mencionados
creadores. Así, las descripciones de Rasula de la primera casa-escultura erigida
por Schwitters en Hanover (el Merzbau,
tristemente destruido en 1943 durante un bombardeo) son de lo más expresivo del
libro y resonarán emotivamente, sin duda, en todo aquel que, como este
reseñista, encuentra placer estético en la chatarra, los basureros, los
cementerios de aeronaves, las carrocerías apiladas en deshuesaderos suburbanos
y las pilas de paleotecnología en las ferias vecinales.
El último capítulo del libro rastrea eso
que más arriba quedó señalado como la “sobrevida” de Dada, y aparecen referencias a La Tierra Baldía, de Eliot, editada por
Pound con “métodos” dadaístas, al “reconocimiento (…) del potencial artístico
de la basura y el revoltijo, de los escombros y el caos [que] ha tenido un
impacto duradero en el arte posterior” (p.382), al Álbum Blanco de los Beatles (“testimonio de ese enorme espacio en
blanco que dadá había depositado en el mundo”, p.383), la obra temprana de
Basquiat, las películas de los Hermanos Marx, el punk, el neodadaísmo de fines
de la década de 1950, Monthy Python y la obra de Richard Hamilton y James
Rosenquist. La lista podría seguir, pero no vale la pena: basta con mirar en
derredor: Dadá, a su contradictoria manera, triunfó.
Publicada en La Diaria el 1 de agosto de 2016
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