La madriguera, Milton Fornaro
El detective y el mal
No son pocas las virtudes de La madriguera, la última novela de
Milton Fornaro, pero quizá valga la pena detenerse especialmente en la
inteligencia de su estructura y pensarla como la principal, por encima incluso
del exhaustivo trabajo de investigación y la agilidad narrativa. No sólo por sí
misma, como ejercicio digamos literario, sino
también como una notoria manera en que ciertos procedimientos consagrados o
consabidos son trascendidos.
El libro está dividido en cuatro secciones,
y la primera y la última, ambientadas en Montevideo y más o menos en nuestros
días, funcionan a primera vista a modo de marco o contexto (o justificación)
para una historia que arranca, en la segunda parte, en la Danzig invadida por
los alemanes y prosigue en el campo de concentración de Stutthof, para desembocar,
en la tercera, en Buenos Aires y Montevideo hacia 1960. Hay, si se quiere, una
lógica hasta musical en la elaboración de esta estructura, que propone el mayor
contraste de tono y escritura entre las dos primeras partes y, a lo largo de
las páginas que siguen, retoma, como en una sinfonía o sonata, una serie
discreta de motivos o temas que van siendo modulados según el contexto y los
personajes. La sección centrada en el campo de Stutthof, naturalmente, reclama
para sí el tono más oscuro, más amargo, mientras que la historia que la enmarca
propone, especialmente en la primera parte, el momento más tenue o ligero del
libro, en el que cabe ver también algunos de sus defectos.
Esa historia-marco moviliza a un detective
decadente llamado Arquímedes B. Carson (la B. es de “Berreta”, nos enteramos al
pasar), quien, en una narrativa que parodia cariñosa, estilizada y a veces un
poco torpemente la novela negra –casi como si la figura del detective fuera
empleada al modo de los Pierrot o Arlequín de la Commedia dell’arte– se pone a investigar, sin que nadie le pague
por hacerlo, la aparición de unos huesos en el sótano del montevideano Palacio
Durazno.
Más allá de que por momentos la
caracterización parezca algo confusa o tenue (por usar un adjetivo propuesto
más arriba) y de que los diálogos no siempre se leen fluidamente y a veces
recuerdan a los pasajes de Rayuela en
que Cortázar quiere hacerse el canchero fingiendo una suerte de jerga que se le
escapa, más allá, incluso, de que la estilización evidente en un personaje
cuyos nombres forman ABC y se da a conocer por un nombre anglosajón y, por
tanto, más que plausible para la serie negra, justifique algunos de esos
defectos posibles, esa suerte de tono casi humorístico de algunos pasajes queda
resignificada una vez recorrida buena
parte de la segunda parte, como si se dijera que para equilibrar el horror del
Holocausto, reportado detalladamente por Fornaro, necesitamos comenzar la
novela con una nota más alegre, una tonalidad mayor que sirva de preludio al
descenso a los tonos menores que encontraremos más adelante. Y eso es, sin
duda, una decisión tomada desde la sabiduría narrativa.
De hecho, las partes uno y cuatro reunidas resistirían
ser ofrecidas como una novela en sí misma, un texto cuya relación con el género
policial no desentonaría para nada con la tónica de la colección Cosecha Roja
de Editorial Estuario, por nombrar el referente obligado de la novela negra
contemporánea en nuestro país. Del mismo modo, la segunda parte y la tercera
podrían, en principio, reclamar para sí la misma independencia, y ofrecer al
lector la historia de Aarón Goldwicz, uno de los kapos, o prisioneros a los que las autoridades del campo confiaban
el rol de policía interna, y la de Yankev, salvado cuando niño del horror de
Stutthof. Hablar un poco más sobre la relación entre estos personajes sería
adelantar elementos de la trama que mejor dejar al lector, por supuesto, pero
es necesario señalar que en ese encuentro o reencuentro o deriva de uno de los
personajes hacia el otro está el nudo de la novela y también la clave de su
misterio. De hecho, si se leyeran sólo los dos capítulos centrales (el tercero
comienza con los agentes del Mossad que
secuestran al criminal nazi Adolf Eichmann para someterlo a juicio en
Jerusalén) no habría un verdadero enigma sino apenas una narrativa lineal
igualmente satisfactoria; leídos en el contexto pautado por los capítulos
ambientados en Montevideo, sin embargo, es que aportan al lector una respuesta
al enigma planteado desde las primeras páginas, y corresponde al capítulo
cuarto la narración de la manera en que el detective da con esa verdad que el
lector ya ha comprendido. Es decir que opera una doble satisfacción narrativa:
la del lector que quiere saber la respuesta al interrogante planteado por la
premisa del libro y la que se desprende de saber cómo pudo llegar el detective
a esa misma revelación. La modulación desde la novela misterio o policial
clásico, entonces, es que La madriguera, en
última instancia, nos cuenta un cómo lo
supo más que un quién lo hizo.
La
banalidad del mal
Más arriba se dijo que esas secciones podrían presentarse a modo de novelas
separadas, y es cierto, en tanto sin duda funcionarían en tanto narrativa; pero
Fornaro logra que en la articulación de ambos relatos aparezca un todo que,
para decirlo con un lugar común, se vuelve mucho más que la suma de esas
partes.
Así, es interesante leer esta novela de
Milton Fornaro en relación a La zona de
interés (2014 en inglés, traducida al castellano en 2015), de Martin Amis,
también ambientada en un campo de concentración. Ambos libros, a su manera,
giran en torno a la interrogante de cómo
pudo ser posible un horror semejante.
En el caso de Fornaro, que narra buena parte de su libro desde la cultura y la
religión judía, la pregunta se convierte en cómo
permitió Dios que pasara, es decir una variante del problema del mal, o
cómo conciliar la existencia de una deidad omnipotente y benevolente con la
presencia del mal y el sufrimiento en el mundo. Las “soluciones”, por supuesto,
no son escasas (algunos gnósticos, por ejemplo, creían en una deidad maligna),
y salta a la vista lo difícil de pensar el problema en el marco de la fe.
Fornaro, por cierto, no arriesga hipótesis específicas, pero ofrece un caso particular y complejo, que sin conformarse
con preguntar cómo permitió el dios de los judíos la masacre sistemática de su
pueblo nos propone además un caso específico
y más que problemático: el de aquellos judíos que colaboraron con el
exterminio.
Amis plantea la pregunta meramente desde el
humanismo, aunque sea para trascenderlo o negarlo, y más que responder cómo
fueron posibles esos horrores señala que son precisamente esos horrores los que nos dan la imagen última de lo que queremos
llamar humanidad, o, si se prefiere, que la completan. Es decir: dos intereses
aparentemente diferenciados, el de Fornaro y el de Amis, parecen fusionarse
para que, como lectores, obtengamos una imagen más enfocada de ese horror y nos
paremos en el lugar tan incómodo de sentir que debemos, también nosotros,
formular una respuesta, o modular una nueva pregunta.
Vale la pena también detenerse en ciertos
procedimientos; así, donde Amis prefiere el humor negro y llevarnos a ese lugar
terrible en que nos damos cuenta de que estamos riéndonos de algo espantoso,
Fornaro opera desde la acumulación y la descripción fría y detallada de los
horrores, enciclopédica diríase (lo cual, a veces, resta algo de intensidad
narrativa), tanto de los infligidos por los victimarios desde las rutinas
inhumanas de trabajo hasta la solución final, pasando por los experimentos
sobre sujetos humanos, como de aquellas miserias a las que fueron reducidas las
víctimas, con sus kapos y sus compras
y ventas de harapos y mendrugos.
Vale la pena señalar, en ese sentido, que
tanto a las pautas de sobrevivencia de ciertas víctimas de la maquinaria nazi
(y en la novela se insiste sobre qué fue, también, de los homosexuales, los
gitanos y los disidentes) como al controvertido episodio del rapto y juicio de
Eichmann, Fornaro ofrece a modo de clave posible o tentativa, las reflexiones
de Hannah Arendt (en el libro Eichmann en
Jerusalén, de 1963) y la información aportada –vía el libro de Arendt– por
Raul Hilberg en el seminal The
Destruction of the European Jews, de 1961. Citas extensas del libro de
Arendt aparecen al final de La
madriguera, como recapitulación de buena parte de los temas propuestos a lo
largo de la novela.
¿Qué puede hacer un novelista con semejante
materia narrativa, con ese horror que sigue interpelándonos? Fornaro, al menos,
deja bien claro que no teme mirar el abismo y que sabe dónde buscar libros que
lo asistan en una triangulación de miradas. Y que, además, es capaz de ofrecer
su mirada bajo una forma literaria; así, lo que podría haber resultado en una
banalidad –es decir, una manera de presentar cierta información espantosa bajo
códigos manidos que de alguna manera parecerían trivializarla– Fornaro lo
resuelve con estatura (y estructura): el centro de su novela, su corazón de las
tinieblas, está en la narración de lo que pasó entre nazis, prisioneros y kapos en Stutthof, pero el “resto” del
libro, que podría servir apenas de vehículo para llegar a narrar el horror, más
que conformarse con esa función digamos decorativa o instrumental, llega, particularmente
en las últimas páginas del libro, a apuntalar la vía hacia esas respuestas que
debemos buscar. Así, en la articulación de su detective y su kapo, Fornaro logra interpelarnos, y
eso, sin duda, señala también el valor de su libro.
Publicada en La Diaria el 12 de septiembre de 2016
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