De animales a dioses y Homo deus, Yuval Noah Harari



It's evolution, baby



El ancestro más reciente que compartimos los Homo sapiens con los chimpancés vivió hace un promedio de ocho millones de años; si bien la primera divergencia genética pudo ocurrir hace doce, la subsiguiente hibridación acaso se extendió hasta hace cuatro, momento en que el registro fósil contiene una serie de especies entre las que aparecen las primeras evidencias de bipedalismo y uso de herramientas. A partir de ahí el panorama se complica, y en lugar del consabido (y erróneo) esquema de sucesión lineal, diversas especies de primates que se apartaron genéticamente del linaje que desembocaría en los chimpancés (y, por supuesto, de los aún más alejados gorilas y orangutanes, junto a otras especies extintas de grandes simios u homínidos) conviven a lo largo de los millones de años que las separan del presente. Eventualmente casi todas se extinguen, pero a lo largo de los últimos cientos de miles de años llegan a convivir al menos cuatro (de las que se tiene noticia) ya incorporables al género Homo: la última en diferenciarse fue la nuestra, sapiens, que apareció en África entre doscientos y cien mil años atrás y compartió el mundo con neanderthalensis, floresiensis, denisovan  y acaso heidelbergensis. La historia que sigue es simple: finalmente sólo quedamos nosotros. Quizá el último de los otros humanos en desaparecer haya sido floresiensis (hay indicios de que pudo haber sobrevivido hasta hace 12.000 años), pero, a la vez, investigaciones recientes han señalado que parte de nuestro genoma proviene de estos humanos extintos. Así, después de una serie de migraciones fuera de áfrica, los sapiens nos encontramos y copulamos con los nendertales, de manera que quienes descendemos de poblaciones eurasiáticas llevamos marcas de esa hibridación (a la vez, los sapiens originarios de Nueva Guinea, Australia y Filipinas conservarían genes de los denisovanos). 

En cualquier caso, allí donde fueron los sapiens desaparecieron no sólo los otros humanos sino también especies de mamíferos y aves  (la megafauna australiana es un buen ejemplo). ¿Coincidencia? Acaso los sapiens desarrollamos algún tipo de ventaja o facilidad adaptativa; si bien se sabe que los neandertal enterraban a sus muertos y habían accedido a cierta tecnología de la piedra tallada, los sapiens dieron eventualmente el llamado gran salto adelante consistente en la aparición del lenguaje articulado y la cultura (sabemos ahora que muchos otros primates poseen también formas de cultura, pero son rudimentarias en comparación con la nuestra). Y ahí, más o menos hace 70.000 años, cambió todo. Fue una verdadera revolución cognitiva, y pronto los sapiens empezaron a creer en grandes ficciones que aportaron la manera de organizar hordas en tribus y tribus en pueblos. Eventualmente (hacia 11.000 atrás) esa organización cristalizó en el descubrimiento de la agricultura y la domesticación de animales como los perros, las vacas y especies vegetales como la papa y el trigo; los plantíos volvieron sedentarios a los antiguos nómades y remplazaron la economía de cazadores-recolectores con una vida aún más pendiente de los ciclos de la vegetación y las estaciones. Sigue la aparición de las primeras ciudades y la organización de los grandes imperios, a la vez que la diversidad cultural empieza a enfilarse hacia una forma de globalización y, hacia el siglo XVI, estalla la revolución científica, seguida pocos siglos más tarde por la revolución industrial. Hemos logrado reducir significativamente la mortalidad infantil, desterrado un gran número de enfermedades infecciosas, reducido significativamente el impacto de las guerras (actualmente hay más muertes por suicidio que por conflictos bélicos), creado máquinas que van camino a reproducir o superar nuestros procesos mentales, pisado la superficie de la Luna y etcétera. Es cierto que la noción de “progreso” es complicada (sin ir más lejos, la vida de un agricultor del año 900 no necesariamente era “mejor”, en cuanto a diversidad alimentaria y calidad de vida, que la de un cazador-recolector de 50.000 años atrás), pero pese a nuestras neurosis y ansiedades y a los daños quizá irreparables al medio ambiente y a otros animales (en particular esos que nos comemos), sapiens ha logrado acomodar el entorno a la medida de sus necesidades y modificar el mundo de maneras que ninguna otra especie ha logrado jamás.
De animales a dioses, el libro del historiador israelí Yuval Noah Harari (1976), cuenta esta historia en más o menos 450 páginas; su secuela, Homo Deus, publicada en castellano a fines del año pasado, proyecta la saga del Homo sapiens hacia el futuro.

Nada de lo humano
Además de por la atención a la macrohistoria y las perspectivas más amplias, los libros de Harari son especialmente interesantes por su exposición de esas ficciones socializadoras en que todos creemos. Es fácil entender a qué se refiere: a los estados, las naciones, las corporaciones, el dinero y los dioses, entidades ficticias –nadie las ve caminando por ahí– que operan como realidades intersubjetivas en las que creemos y nos “ayudan” a organizarnos colectivamente. Atendiendo a la interacción entre esas ficciones Harari concibe a la historia –hasta mediados del siglo XX– como un pasaje de la hegemonía de las teocracias a la de las religiones humanistas como la democracia liberal o el socialismo.

 Pero, un momento, ¿religiones humanistas? Este es sin duda uno de los puntos más interesantes del libro: Harari define a las religiones como un sistema de normas y valores humanos que se fundamentan en la creencia de un orden superior, y es fácil ver que el cristianismo, por ejemplo, postula valores que nos implican a todos y están justificados por un orden sobrehumano. Pero el humanismo, entendido como “la creencia de que Homo sapiens tiene una naturaleza única y sagrada, que es fundamentalmente diferente de la naturaleza de todos los demás animales y de todos los otros fenómenos (…) la cosa más importante del mundo (…) que determina el significado de todo lo que ocurre en el universo (…) el bien supremo es el bien de Homo sapiens”, De animales a dioses, p.256), también se apoya en un orden no pautado por los humanos: el que los coloca en su posición especial, en tanto no somos nosotros los artífices de nuestra “esencia única” o lo que sea que nos hace especiales, sino que hay un orden superior del que esa cualidad que poseemos es consecuencia. Las variantes son, para Harari, el humanismo liberal (que pone el énfasis en la libertad individual y lo sagrado en la “voz interior” que todos debemos escuchar: es el predicado por buena parte de la literatura y el cine, y de ahí viene el “sé tu mismo” de Holywood) y asociado al capitalismo, el socialista (que pone el énfasis en lo colectivo, en las instituciones, y el valor fundamental en la igualdad) y el evolutivo, que admite que la humanidad es una especie mutable y se propone evitar la “degeneración” a la vez que promover la evolución hacia lo superhumano (en tanto esa capacidad de progreso sería esencial o inherente a la especie y por tanto debe ser sacralizada). 

La ciencia, en rigor, no reconoce (o cada vez reconoce menos) esencia alguna ni sacralidad: la conciencia (salvo que tengamos fe en dualismos, en el “alma” o en el “espíritu”) ha de explicarse desde la interacción de las neuronas y, por lo tanto, toda actividad humana es la expresión de un número de algoritmos (procedimientos paso a paso). No hay, acaso, un “algo más”, un “fantasma en la máquina”: no hay libre albedrío ni tampoco un sujeto que experimenta el mundo, sino apenas máquinas que funcionan o dejan de hacerlo. Siri –el programa de Apple– y yo somos básicamente lo mismo, salvo que yo soy un poco más complejo; pero démosle tiempo a Siri. Y a Google. Y al algoritmo de Amazon que sabe qué discos y libros me gustan y que tarde o temprano le compraré.


¿Futuro (im)perfecto?
¿Qué pasa con el futuro, entonces? Harari señala que estamos a punto de ser capaces de modificar nuestros propios genes no sólo para vencer definitivamente ciertas enfermedades sino para incluso extender la vida y aumentar todas nuestras posibilidades. ¿Por qué no hacerlo, en última instancia? ¿Por qué no pasar de curar las enfermedades a prevenirlas definitivamente? ¿A desterrarlas? ¿A vivir indefinidamente? La tecnología puede estar allí: sea modificación genética o nanobots que recorren nuestra sangre matando células defectuosas, no se trata de nada nuevo, ni a nivel de investigación real ni, mucho menos, a nivel de especulación de escritores de ciencia ficción (basta con leer Música en la sangre, por ejemplo, el clásico de Greg Bear); pero, notoriamente, esa criatura amortal (no inmortal, en tanto siempre podrá ser vulnerable a accidentes o a la violencia) mitad biológica y mitad cibernética, o toda cibernética, o apenas algoritmos en la red (en oposición a algoritmos en organizaciones de neuronas y otras células, cosa que ya somos), ya no será más humana. 

O, en cualquier caso, si nuestras inteligencias artificiales pasan a controlar el mercado y la economía, a administrar los territorios y a presidir sobre un mundo completamente globalizado (el imperio definitivo), ¿qué pasará con los humanos de carne y hueso? Quienes tengan los medios podrán ser mejorados, digamos, pero ¿qué pasará con los otros?

Harari se plantea estas preguntas  y no ofrece una respuesta única; su enfoque es más descriptivo que normativo y está más preocupado por los relatos que nos proponemos para abordar los problemas; así, distingue (en buena parte de Homo deus) dos religiones pos-humanistas: el “dataísmo”, que “sostiene que el universo consiste en flujos de datos, y que el valor de cualquier fenómeno o entidad está determinado por su contribución al procesamiento de datos” (p.400) y el “tecnohumanismo”, una suerte de variante conservadora del pensamiento post-humano, que propone cuidar o mejorar la especie atendiendo a valores que pudieran ser compartidos por el humanismo: “mejorar la mente humana y darnos acceso a experiencias desconocidas” (p.385); Harari, sin embargo, propone que este “tecnohumanismo” implica una contradicción, en tanto “considera que la voluntad humana es lo más importante del universo, de modo que impulsa a la humanidad a desarrollar tecnologías que puedan controlar y rediseñar nuestra voluntad (…) pero cuando dispongamos de dicho control, el tecnohumanismo no sabrá qué hacer con él, porque la sagrada voluntad humana se convertirá simplemente en un producto de diseño más” (p.399).

No son pocas las críticas o preguntas que cabría hacerle a Harari, pero su libro provoca el pensamiento como pocos; mientras los viejos humanistas debaten sobre el rol de las humanidades en el tercer milenio y siguen incapaces de acercarse a la ciencia, es reconfortante saber que hay pensadores –como este historiador israelita– que no sólo son capaces de plantearse las preguntas más urgentes sino que saben extender el panorama de posibilidades que permitirá pensar en respuestas. Y hacerlo, además, como lo que podemos leer en Homo Deus y De animales a dioses, de una manera deliciosamente ágil y amena. Sin duda, entonces, estos libros de Harari son de lectura obligada para cualquier persona interesada en hacer algo más que, por poner el ejemplo en boga, desestimar las redes sociales porque dan a cualquiera la posibilidad de decir cualquier tontería (como si viviéramos en un mundo donde el significado opera de la misma manera que en los tiempos de Marx), y ponerse de verdad a pensar

Publicada en La Diaria el 10 de febrero de 2017

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