Hugo Fontana, Tierra firme


Las voces de Onetti



Quizá la manera más fácil (y evidente) de pensar Tierra firme, de Hugo Fontana, es diferenciar las dos o tres novelas que abarca. El tercio inicial del libro sugiere al lector dos series de textos: la primera incluye los capítulos de una suerte de novela negra –con su buena dosis de lugares comunes del género tomados como elementos estilísticos o decorativos, la “mujer vestida de rojo, exuberante”, que entra a la oficina del narrador– que reemplaza al consabido detective con un editor veterano. Aquí opera una torsión de género que parece llamar a la distancia, la ironía, lo que podríamos llamar la “parodia”, la “literatura posmoderna”, un poco como Pulp, de Charles Bukowski, podría ser pensada como una novela negra posmoderna. La otra, simétricamente moderna, sería una novela de Edmundo Laguarda, el autor que el detective/editor debe rastrear, un viejo outsider de la literatura que pasó su vida escribiendo en la sombra y que, después de morir en un accidente de tránsito, ha de ser publicado gracias a los esfuerzos de su nieta, la mujer de rojo. La primera está narrada alternativamente en primera persona y tercera persona, en pretérito y en presente; la segunda sugiere un estilo denso, marcadamente onettiano, trabajosa y atribulada, un poco como uno imaginaría cierta novelística de la década de 1960, la variante vernácula del boom.
Hacia el final de ese primer tercio el lector empieza a creer que lo mejor que podría hacer es dejar la novela, que le parece a punto de agotarse y lo amenaza con una agónica prolongación por casi doscientas páginas más movidas apenas por la inercia. Es cierto, por otro lado, que aquí y allí aparecen frases o datos que parecen pistas, sobre las que cabría pensar esto debo recordarlo, a esto va a volver en algún momento, siguiendo un poco la lógica de todo-está-puesto-por-alguna-razón de la novela policial; el lector, entonces, se debate entre el impulso de tirar el libro a la mierda y una suerte de gusto por el misterio, de apelación directa a la curiosidad.
Entonces sucede algo: una irrupción. Las voces que empezaban a volverse agobiantes dejan paso a un tercer grupo de narradores: irrumpe una novela epistolar, cartas enviadas al escritor que hablan de escritores y editores, de influencias, del mercado editorial. En ese momento el detective/editor está investigando los papeles que el viejo Laguarda dejó en su casa, en busca de lo que podría ser una segunda novela para publicar; las cartas que va encontrando, y que son intercaladas en el libro, se alinean en una historia: enviadas por Carlos Lamas, un periodista que se ha ido a trabajar a la onettiana ciudad de Lavanda (presentada en Dejemos hablar al viento y en la que Hugo Verani “reconoció” a Montevideo), dejan entrever un asunto de guerrilleros, secuestros, guerrilleros en el poder, un asalto, un hombre detenido y otros desaparecidos. Poco a poco, es esta historia (a través de las cartas y también de artículos de diario y desgrabaciones de encuentros entre sus protagonistas) la que va ganando la atención del lector, que celebra no haber tirado el libro por la ventana.
Así, a esta altura (tres cuartos del libro, más o menos), los tres planos de la novela, o las tres novelas superpuestas, parecen comprensibles en tanto permiten la separación entre el mundo real (donde sucede la historia del editor, la mujer voluptuosa, Laguarda y las cartas de Lamas) y el de la ficción (donde queremos saber qué sucedió con los personajes de la novela onettiana que se nos ofrecía al principio y que luego parece desaparecer). Esta orientación, por llamarla de alguna manera, se sostiene por casi la totalidad del libro, y de alguna manera la ficción detectivesca parece haber ganado la pulseada: la novela de Fontana, claramente, pertenece al género policial.

Sin embargo…
Las últimas páginas vienen a derrumbar las certezas, y el libro deja de ser un ejercicio más o menos interesante y más o menos atrapante dentro de un género tan insípido (salvo que se pertenezca a la especie de los cultores del tema, claro está) como el policial, para convertirse en un mecanismo metatextual bien aceitado e implacable. Se nos sugiere que las cartas quizá no sean “reales”, que quizá sean creaciones de Laguarda, parte de su obra, y por lo tanto vinculables al mundo de la ficción; a la vez, se nos hace sospechar que, de ser efectivamente “reales”, pueden arrojar luz sobre la muerte del escritor. ¿Con cuál nos quedamos? Se trata, obviamente, de una decisión que Fontana deja a sus lectores. Hay que ir hacia atrás, pensar, repensar, releer: quizá las claves estén allí, quizá no, quizá no podemos saber qué es una clave y qué sólo lo parece.
Quizá todo sea una gran broma, esa novela posmoderna que parodia al policial como si dijera “bueno, sí, este género está agotado, pero vamos a retomarlo haciendo trampas, vamos a volverlo un poco más interesante a costa de romperlo”; lo metaliterario, después de todo, salta a la vista. Por ejemplo la localización en “Lavanda” del amigo Lamas: un personaje “real” dentro del mundo ficticio de la novela escribe desde una localización que el lector entiende como reputadamente “ficticia” dentro de su mundo (porque ya la encontró en otras ficciones, ficciones canónicas, de hecho, de nada más y nada menos que Juan Carlos Onetti), lo que genera una suerte de doble imagen, de doble ficción, que podría resolverse si pensamos que las cartas no son más que una ficción (de Laguarda) dentro de la ficción (de Fontana)… o que toda la novela transcurre dentro del mundo ficticio de Juan Carlos Onetti (y recordemos la  “onettidad” de lo que se nos ofrece como escritura de Laguarda) porque Lamas reside efectivamente en la Lavanda de Dejemos hablar al viento, en su trasposición al presente, con celulares, computadoras y ex guerrilleros.
Pero todo esto es también un juego onettiano (en doble sentido: porque se introduce en la ficción de Onetti y porque remeda los procedimientos de Onetti). Es decir: recordemos que gran parte de la obra de Onetti es propuesta como ficción dentro de una ficción, en tanto relatos ambientados en un universo imaginado por un personaje de La vida breve. La apuesta de Fontana, desde esta perspectiva de lectura, es darle otra vuelta de tuerca al maestro y apostar a cierta simulada indecibilidad en cuanto a la antinomia ficción/realidad; un Onetti más barroco, pasado por los guiños intertextuales y la parodia.
El juego de fingir voces (y tonos y estilos y “autores”) es otro de los aciertos de esta novela; de hecho, es su condición para funcionar. Y funciona, vaya que sí.


Publicada originalmente en La Diaria el jueves 13 de octubre de 2011

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