ciencia ficción y recursos naturales
Futuro
imperfecto
En su introducción a la ya clásica
antología Llorad por nuestro futuro –antología
no euclidiana/2 (1978), el mítico escritor y editor español de ciencia
ficción español Domingo Santos cuenta una anécdota personal que en su momento
era graciosa y que ahora, casi 35 años después, es memorable. Se trata de una
reunión de amigos, casi todos lectores de ciencia ficción; en algún momento de
la noche, entre cigarrillos, vasos de whisky y copas de cognac, alguien propone
el tema del futuro, más específicamente de lo que Asimov, en uno de sus libros
de divulgación científica, llama “las amenazas de nuestro mundo”. Y dice
Domingo Santos: “uno de los participantes (…) empezó a enumerar las calamidades
que calculaba nos aguardaban para el año 2000, de seguir el camino que estamos
siguiendo hasta ahora (…) Otro de los reunidos (…) hizo una observación
cáustica al respecto: –¿Y por qué el año 2000 (…) Lo más probable es que para
esa fecha no quede en nuestro planeta nadie para verlo” (Llorad por nuestro futuro, Editorial Acervo, 1978, p.8)
Es curioso, entonces, leer Llorad por nuestro futuro desde 2013.
Ninguno de los relatos, por ejemplo, alude al calentamiento global y al efecto
invernadero (que había sido conjeturado en 1896 por el físico y químico sueco
Svante Arrhenius, retomado en la década de 1960 y ya una “alarma” importante
para 1972 y 1974, en dos reportes sobre factores antropogénicos del cambio
climático de los futurólogos o prospectivistas del Club de Roma); de hecho, sus
preocupaciones más recurrentes son la superpoblación y la contaminación, aunque
se habla también de los “peligros” de la tecnología, la “masificación” y las
drogas. Curiosamente, pese a que Santos escribe desde el final de la década de
1970, después de la crisis petrolera de 1973, ninguno de los cuentos
incorporados a la selección trabaja el tema de las fuentes de energía, que
aparece apenas mencionado en la introducción, donde se habla del “agotamiento
de los recursos naturales (principalmente los energéticos)” (p.10). No se
trata, por supuesto, de acusar de miopía a Domingo Santos; parafraseando a
J.G.Ballard (que aporta un cuento a la selección, el clásico “El astronauta
muerto”), los futuros que pensamos o tememos son estrictamente hijos de la
manera en que vemos o padecemos el presente, y está claro que a Santos lo
mantenían sin poder dormir, entonces, asuntos diferentes a los que pueden
preocuparnos a nosotros.
Un buen compendio, en ese sentido, de
problemas medioambientales inventariados desde la literatura es la reciente
novela Libertad (2010), de Jonathan
Franzen, y también vale la pena leer Solar
(2010), de Ian McEwan, que se centra en el problema energético y desarrolla
varías ideas interesantes sobre la producción energía solar. Si tomáramos,
entonces, ambos libros como indicadores de un conjunto de tópicos especialmente
calientes en la actualidad, está claro que existe un amplio corpus de obras de
ciencia ficción, tanto en el cine como en la literatura, que han trabajado esos
temas. De hecho, un buen número de esas obras se centran particularmente en el problema
del agotamiento de recursos como el agua potable y el petróleo, y muchas de
ellas lo hacen desde un escenario postapocalíptico. En ese sentido, es fácil
recordar, por ejemplo, la saga de Mad Max
(Mad Max, de 1979, The Road Warrior, de 1981, y Mad Max Beyond Thunderdome, de 1985);
aquí, la escasez de petróleo –y, por tanto, de energía para mantener en
funcionamiento la civilización– lleva a una crisis generalizada a varios
niveles, incluyendo el poder estatal, la ley y el orden. La advertencia, en
todo caso, es clara: el crecimiento económico y tecnológico basado en la
“abundancia” de energía derivada del uso de combustibles fósiles no es sino una
estrategia a corto plazo, completamente insustentable.
Invasiones,
desiertos, mastodontes y comida procesada
Ya en The
War of the Worlds (La Guerra de los
Mundos, 1898), de H.G.Wells, los marcianos enfrentaban una escasez de
recursos que los llevaba a invadir la Tierra; la novela, por supuesto, ha sido
leída como una suerte de alegoría de la expansión imperialista, pero es
interesante añadir a la ecuación el modelo extractivista –evidentemente no
sustentable–, que inevitablemente vuelve necesaria la búsqueda de un nuevo
recurso que explotar. En un tono más “benigno”, la escasez de agua en su
planeta natal movía al protagonista de The
Man Who Fell To Earth (El hombre que
cayó a la Tierra, novela de Walter Trevis publicada en 1963, a partir de la
que Nicolas Roeg dirigiría la película homónima trece años más tarde, con David
Bowie en el papel principal) a viajar a nuestro planeta, en busca de tierras
bien irrigadas para trasladar a ellas a los sobrevivientes de su mundo.
En cualquier caso, si pensamos en la
construcción desde la ciencia ficción de mundos desprovistos de agua, quizá los
referentes más importantes sean dos novelas publicadas en 1965: The
Drought (La Sequía), de
J.G.Ballard, y Dune (Duna), de Frank Herbert. En la primera
se habla de un cataclismo –ya lejano en el presente de la narración– que acabó
con la lluvia en la Tierra debido a una reacción química entre la contaminación
industrial y el agua de los océanos; como es habitual en la llamada “primera
trilogía” de Ballard, en la novela se da por sentado el cataclismo ecológico y
el foco principal de atención es puesto en la alteración del “paisaje interior”
de los personajes, que terminan aceptando el cambio en su mundo y tratando de
salir adelante en lo que el autor –en el excelente libro de entrevistas Extreme Metaphors– llama “relatos de
realización psíquica”. En el caso de la novela de Herbert –que fue aclamada en
su momento como la obra maestra de la “ciencia ficción ecológica”–, es más
claro el esfuerzo en crear una ecología planetaria coherente. Se trata, en
cualquier caso, de dos novelas de extensión dispar (160 la de Ballard en la
edición original, 420 la de Herbert) y objetivos podría decirse que
divergentes; Dune está ambientada en
un futuro lejanísimo en el que la humanidad se ha dispersado por la galaxia y
organizado en una suerte de sistema feudal que reparte los sistemas estelares
en “casas” o clanes. El planeta que da título al libro (“Arrakis” en su lengua
vernácula) es un inmenso desierto, gracias al complicado ciclo vital de la
principal de sus formas de vida endémicas, unos gigantescos “gusanos de arena”
que, en su interacción con el medio, evitan la posibilidad de lluvias (el agua,
de hecho, les resulta tremendamente tóxica) y generan una sustancia valiosísima
que hace posible los viajes interestelares.
Entre otros ejemplos de ciencia ficción postapocalíptica
orientada hacia las catástrofes ecológicas, y en particular el agotamiento de
los combustibles fósiles y del agua potable, también se puede mencionar Always Coming Home (1985), de Ursula K.
Le Guin, que nos cuenta de un pequeño grupo de sobrevivientes a una catástrofe
ecológica que, entre otras cosas, reduce drásticamente la población humana. En
su línea de “ciencia ficción antropológica”, la propuesta de Le Guin en esta
novela se centra notoriamente en la construcción de la cultura de los sobrevivientes,
que se proponen “no repetir” los errores del pasado.
Más relacionada con el agotamiento de los
combustibles fósiles, cabe mencionar a la novela World Made By Hand (2008), de James Howard Kunstler, donde es
presentado un futuro cercano casi desprovisto de petróleo en el que las
estructuras de poder del estado se desmoronan, un poco a la manera de Mad Max, y surgen facciones dirigidas por
caudillos; también, ya sin tonos postapocalípticos y con una imaginación más
espectacular, The Windup Girl (La chica mecánica, 2009), de Paolo
Bacigalupi, construye un futuro un poco más lejano en el que la virtual
desaparición de los combustibles fósiles ha terminado por disminuir
radicalmente el consumo energético de la humanidad, que ahora emplea biocombustibles
y grandes animales diseñados por ingeniería genética para mover generadores.
Es imposible no nombrar en esta lista Soylent Green (Cuando el futuro nos alcance, película dirigida en 1973 por Richard
Fleischer y basada bastante libremente en Make
Room! Make Room! –¡Hagan sitio!,
¡Hagan sitio!–, la novela de Harry Harrison publicada en 1966), que
presenta un futuro (2022) donde la superpoblación, el calentamiento global, la
contaminación y la escasez de recursos motivan una solución digamos “radical”
al problema de cómo alimentar al creciente número de habitantes del planeta.
Pesimismo,
advertencias y zombies
Si partimos de la propuesta de Asimov (en su
libro On Science Fiction –Sobre la
ciencia ficción–, publicado en 1983) de que toda la ciencia ficción podría
clasificarse en tres grupos –“¿Qué pasaría sí…?”, “Si tan solo…” y “Como esto
siga así…”– parece claro que la narrativa postapocalíptica está fuertemente
anclada en la tercera opción. A la vez, la ciencia ficción clásica (entendida
como aquella producida entre 1938 y 1950, aproximadamente, bajo las ideas del
editor John Campbell y su énfasis en la plausibilidad científica), justamente
en la que Asimov fue uno de los autores más descollantes, ha sido leída en
general como “optimista” en cuanto al desarrollo de la ciencia, la tecnología
y, en un sentido más amplio, la razón. Esto no quiere decir, por supuesto, que
no existan contraejemplos, pero, como pauta general, funciona; de hecho, el fin
de este período de la historia del género puede vincularse al miedo a la guerra
nuclear y al desencanto con la ciencia y la tecnología asociado al mundo
posterior a la Segunda Guerra Mundial. La literatura postapocalíptica,
entonces, cobraría un lugar mucho más central sobre los momentos postreros del optimismo
campbelliano; no en vano los clásicos de los años inmediatamente posteriores
–como Philip K. Dick, Ursula K. Le Guin, Harlan Ellison, etc– parecen abundar
en un enfoque digamos “pesimista”, sea desde la humanidad esclavizada por una
computadora en “I have no mouth but I must scream” (“No tengo boca y debo
gritar”), de Ellison (1967) o el mundo que se reorganiza después de un
conflicto nuclear generalizado en Dr.Bloodmoney
(1965), de Dick. Las crisis energéticas y económicas de la década de 1970 y
1980, el deterioro ambiental, las crecientes voces de alarma desde los
movimientos ecologistas y la comunidad científica, indudablemente, generaron
una nueva sensibilidad, evidente en las elecciones de futuro de los escritores
de ciencia ficción (y de literatura general también) del momento. Ahora, en un
mundo donde los efectos del calentamiento global ya son indudables y existe
consenso científico sobre la responsabilidad humana en el fenómeno, es harto
común leer en algunos foros quejas como “¿por qué la ciencia ficción es tan
pesimista, tan oscura?”, a lo que sólo cabe responder con las ya citadas ideas
de J.G.Ballard sobre el futuro, el presente y la imagen que se tiene de ambos.
Habrá que pensar, entonces, en qué dice de
nuestro presente la tan divulgada noción de “apocalipsis zombie”…
Publicado en La Diaria el 20 de marzo de 2013
Comentarios
Publicar un comentario