El último adiós, Rodolfo Santullo



Un detective con suerte

 
El proyecto narrativo de Rodolfo Santullo –que hasta la fecha incluye las novelas Cementerio Norte, Sobres papel manila, la coautoría (con Martín Bentancor) de Aquel viejo tango y Las otras caras del verano, el libro de cuentos Perro come perro y un buen número de guiones de historieta, entre los que destacan Valizas, Cena con amigos, Zitarrosa, Los últimos días del Graff Spee y Dengue– lleva integrada una apuesta bastante clara a ciertos valores: el de contar una historia ante todas las cosas, por ejemplo, el del trabajo aplicado y hasta diríase artesanal (ver al respecto la entrevista que le hiciera Federico de los Santos, junto al también historietista Pablo “Roy” Leguisamo, para la revista El Boulevard) y el de la legibilidad o conexión con el lector. Desde la perspectiva abierta por esta apreciación, El último adiós, su última novela, es una confirmación de una práctica de escritura coherente, fiel a sí misma y fructífera.
Se trata ante todo de un relato propuesto desde el género policial; la historia contada es sencilla –quizá demasiado– y su resolución es clara: un detective un poco amateur es contratado para investigar a un grafitero que ataca los autos estacionados en la calle Gutiérrez, del barrio Villa Muñoz, y vinculados a un taller mecánico. Pronto la trama se complica con un muerto, y de indagar quién anda por ahí “rayando autos” pasamos a la posibilidad de que exista un vínculo entre el grafitero y el asesino. El detective, entonces, parece al borde de enfrentarse a un problema que supera sus fuerzas; tras una serie de encuentros afortunados (una empleada de la biblioteca, un fotógrafo, la memoria de sus padres) y un único evento no tan favorable, el protagonista tiene todo lo que necesita para responder a las preguntas. La verdad, entonces, le llega en un sueño, que, por decirlo de alguna manera, le libera la memoria y le permite descubrir la identidad del vándalo.
En rigor, no hay mucho más en la novela. Hay que decir, de hecho, que no se trata del mejor libro de Santullo (quizá debamos quedarnos con Cementerio norte en narrativa y con Zitarrosa en historieta). El lector que busque una historia bien contada podrá, sí, sentirse satisfecho –en tanto hay una evidente firmeza narrativa, un buen trabajo sobre qué vale la pena ser traído a colación y qué no–, pero probablemente al cerrar el libro se quede con gusto a poco. El último adiós se lee de un tirón,  a lo largo de un par de horas, pero no deja mucho. La historia, una vez rebasado el final, es olvidable: se resuelve  fácil y repentinamente, la respuesta al enigma es bastante simple, el caso avanza a golpes de buena suerte del detective, no hay verdaderas subtramas ni complicaciones que podrían enriquecer el relato; al mirar hacia atrás, en todo caso, queda apenas un par de escenas especialmente bien logradas: la secuencia onírica y una suerte de brevísima evocación del pasado, de los tiempos de Reus bañados, ligeramente, de cierta aura mitológica. A la vez, entre los defectos más notorios del libro, hay que señalar cierta monotonía expresiva y bastantes desprolijidades estilísticas, detalles que habrían sido mejorados con una edición más trabajada.
Cabe proponer que, en muchos casos, la determinación de Santullo de hacer las cosas fáciles al lector llega a parecer casi desesperada: es harto fácil encontrar, página tras página, referencias al cine y la TV más populares (“Volví a casa caminando, tarareando la música de El Chavo”, p.52; “…sintiéndome un híbrido entre King Kong y Clint Eastwood…”, p.119 ), comparaciones fáciles o poco jugadas (“…la impresionante nariz que tenía, casi un buitre parecía…”, p.111), expresiones fácilmente reconocibles como “coloquiales” (“Recordé, patente, la sonrisa…”, p.71), comentarios gancheros del protagonista/narrador colocados generalmente al final de los capítulos (“Me estaba especializando en los remates de las charlas, que lo tiró”, p.52) y a veces orientados hacia cierto saber futbolero (“-¡Gol de Recoba! –grito Irina desde el dormitorio. Grande Chino. Seguro que no terminás en el Messina después de todo”, p.34), elementos, en suma, que pueden pensarse desde lo que propuse más arriba como una de las apuestas del proyecto de Santullo, concretamente la de legibilidad o conexión con el lector, y también como integrantes distintivos de una suerte de literatura pop de signo un poco diferente  (más de género, más popular y menos friqui) a la practicada por escritores como Natalia Mardero o Ignacio Alcuri, y que podría resultar un poco ramplona para ciertos lectores, quien esto escribe entre ellos. Hay, también, apelaciones a cierta concepción intergeneracional de la, digamos, hombría de bien (“Él es Renzo, mi marido –presentó la gordita y nos dimos la mano. Apretaba fuerte, con determinación, gesto que, según me había enseñado Jacobo [el padre del narrador] pintaba a un hombre como sincero y honesto”, p.73), raptos nostálgicos sobre las barras que se reúnen en la esquina para tomar cerveza, mucha solidaridad barrial, afecto y admiración paterno-filial. Podría leerse desde esta novela de Santullo, entonces, toda una concepción de qué significa –o significaba, o signficó– ser un hombre.
  
Cuestión de género

En cualquier caso, uno de los puntos de interés más visibles de este libro, ya pensando más allá de sus tapas y considerando el proyecto de su autor y la escena editorial en la que es incluido, es su vínculo con la tradición de la novela negra o el relato policial y, por extensión, a los géneros narrativos. Posiblemente se equivoque Alicia Torres –en el prólogo a esta edición de Editorial Banda Oriental– al emplear el término “parodia”, que sugiere una distancia entre el autor y el género policial; atendiendo al resto de su producción, es fácil ver que Santullo se instala cómodamente en el género, que lo examina y trabaja desde adentro, que juega con total naturalidad (sin detenerse a señalarlos en tanto tales) con sus lugares comunes y sus figuras. Bien leído, el gesto estilizado de Santullo es parte de su proyecto de escritura y surge de una vocación de instalarse en los géneros en lugar de violentarlos.
Torres, que ha leído de cerca y por momentos muy acertadamente (o de un modo fértil, digamos) la obra de Santullo, alcanza una intuición interesante cuando dice que en ella “…pervive (…) la estética de la historieta: anécdotas eficaces, acción vertiginosa, figuras estilizadas tomadas de los clásicos del género policial, que si bien entretienen al lector, reducen las posibilidades de caracterización psicológica de los personajes y dejan la sensación de que ya se leyó algo parecido muchas veces”. Sin detenerme a considerar si hay en esta cita una valoración o si vale la pena pensar como un valor central a la literatura la “caracterización psicológica”, es interesante –a los efectos de la reflexión sobre una obra en marcha de un autor que, con 6 títulos en su haber, es uno de los más prolíficos de la más reciente narrativa nacional– que se proponga un puente entre la historieta y la ficción digamos “estilizada” de Santullo: en Los últimos días del Graf Spee, por ejemplo, es evidente que los personajes funcionan más como figuras casi cliché del género policial (como si se tratara del equivalente detectivesco de personajes de la Comedia dell’arte, digamos) que como “personajes” en el sentido más denso del término.
El prólogo, evidentemente benigno y cordial con el prologado (que obtuvo con esta novela una mención en el concurso de narrativa organizado anualmente por Banda Oriental), intenta “salvar” o “rescatar” a Santullo por el camino consabido de las referencias a la tradición literaria o incluso artística más canónica (o la que Editorial Banda Oriental consideraría más canónica, por supuesto), y así la escena en que una pista es encontrada en una fotografía remite, según Alicia Torres, a “Las babas del diablo”, de Cortázar, y a “El espectro”, de Quiroga (y por extensión, respectivamente, a Blow Up, de Antonioni y a La rosa púrpura del Cairo, de Woody Allen). Cabría indagar mucho, entonces –más allá del acierto o desacierto de Torres en estas ideas: de hecho se equivoca notoriamente al proponer que, dado que el protagonista alcanza la solución al enigma en un sueño, el cierre de la novela se “desliza” hacia el “género fantástico”: lo habría sido si la imagen clave del sueño implicara algo desconocido por el protagonista, pero en rigor se trata de un rostro conocido y, de hecho, muy presente a lo largo de la novela–, en la manera en que es leído un relato abiertamente de género (policial, no cabe duda alguna; incluso parece innecesario el adjetivo “alternativo” que propone la prologuista en el último párrafo de su texto) desde una editorial tan nítidamente perfilada en cuanto a canon y línea de trabajo como Banda Oriental.


Publicada en La Diaria el 8 de marzo de 2013

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