Iris, Edmundo Paz Soldán
Hace ya unos años el escritor argentino
Rodrigo Fresán habló de la diferencia entre los libros de ciencia ficción y los libros con
ciencia ficción. Su novela El fondo
del cielo, dijo, es un libro con
ciencia ficción, no un libro de
ciencia ficción.
Una manera de contextualizar esa afirmación
podría nutrirse de las reflexiones de Jonathan Lethem, James Patrick Kelly y
John Kessel (se las encuentra en el prólogo a la antología The secret history of science fiction) en cuanto a la posibilidad
de pensar la ciencia ficción por fuera del concepto de género narrativo y,
entonces, incorporarla a lo que ha sido dado en llamar mainstream o literatura general. Una suerte de apuntalamiento de
esa noción puede verse en la obra de diversos autores de gran valía usualmente
considerados mainstream que aprovechan
temas o procedimientos fácilmente hallables en libros que nadie dudaría en
clasificar como ciencia ficción. Así tenemos la ucronía –un poco chapucera,
especialmente al final– de Philip Roth en La
conjura contra América, la muchísimo más satisfactoria y detallada de
Michael Chabon en El sindicato de policía
yiddish, la distopía de El cuento de
la criada, de Margaret Atwood, y también buena parte de la obra de la
genial Angela Carter, además de tantas otras, incluyendo la ya mencionada El fondo del cielo y la excelente Chronic City, de Jonathan Lethem.
Probablemente, entonces, un libro con ciencia ficción utilice determinados
tópicos propios del género (o tópicos que han sido sistemáticamente leídos como
ladrillos constituyentes de un género) a la vez que, además, ofrece un bonus, por decirlo de alguna manera; la
ciencia ficción trascendida, la
ciencia ficción como pretexto para
decir tal y cual cosa. Probablemente Fresán no suscribiría semejante derivación
de sus palabras, pero el hecho es que no son pocos los lectores que se verían
espantados por una trama que involucre mutantes o dioses alienígenas o drogas exóticas
o marines espaciales si el libro está firmado por China Miéville o Paolo
Bacigalupi (por nombrar a dos escritores recientes que permanecen, a su manera,
dentro de las fronteras del “género”), mientras que si la novela perteneciera
a, digamos, Martin Amis (como lo hace La
flecha del tiempo o el compilado de cuentos Los monstruos de Einstein, que contiene bastantes mutantes)
seguramente no faltaría quien dijera, una vez más, que allí la ciencia ficción
se ve “trascendida” y que, en rigor, lo que opera es “una lúcida lectura de
nuestros tiempos” o quién sabe que bobada por el estilo propuesta para ofrecer
cierta dignidad literaria a lo que de otro modo sería una novela barata de
ciencia ficción. Así, referirse al “con
ciencia ficción” acaso pudiera servir a ciertos lectores y escritores para permitirse
una incursión por territorios normalmente cuestionables; a la vez, de modo
acaso más interesante y opuesto al anterior, también podría servir para separar
una práctica basada en la creencia de que la ciencia ficción no es un género en
el sentido en que lo es el policial (así, entonces, gente como Jonathan Lethem
escribirían novelas con ciencia
ficción porque, en el fondo, la ciencia ficción sería ese aditivo y no una
pauta genérica esencial) de otra centrada en la militancia de género, en la
idea de que la ciencia ficción es un género con determinados límites (difusos,
provisorios, en mutación, pero límites al fin) y que lecturas del tipo “esto
vale porque nos habla de tal y cual problema del presente” equivalen al acto
tan regresivo de querer valorar una novela por su posible contenido en términos
de alegoría.
Pero lo que importa acá, de todas formas,
es que Iris, de Edmundo Paz Soldán,
abunda en marines (como en Tropas del
espacio o Aliens), en dioses
alienígenas y las religiones que los incorporan (como en Dune), en mutantes (como en Más
que humano), en drogas exóticas (como en Los tres estigmas de Palmer Eldritch) y, especialmente, en detalles
que construyen un mundo futuro; es decir, ciencia ficción pura y dura, un libro
que difícilmente sea calificable como una novela con ciencia ficción dado que tiene todo lo que debe tener una de ciencia ficción.
De hecho, hay que decir de una vez por
todas que la ciencia ficción escrita en Latinoamérica encuentra en este libro
de Paz Soldán su máxima expresión hasta la fecha.
Para empezar, su lectura de la tradición cienciaficcionística
es notoria y lúcida. En Iris por
decirlo bien fácil, hay un poco de todo. Están las historias de guerra del futuro
o “space opera”, subgénero en el que brillaron Joe Haldeman, Robert Heinlein,
Gordon R. Dickson, Poul Anderson y C.J.Cherryh, por nombrar unos pocos; están
los cuidadosos exámenes antropológicos de una cultura alienígena o mutante (los
irisinos de los que habla el libro son humanos deformados por la radiación que,
finalmente, establecieron su propia civilización particular), un poco al estilo
de Ursula K. LeGuin y su ciclo del Ekumen; está el trabajo lingüístico sobre
esa cultura y sus vecinos, en un ejercicio deslumbrante que se acerca al
clásico Anthony Burguess de La naranja
mecánica y al no menos brillante David Mitchell del capítulo
postapocalíptico de El atlas de las nubes;
está el trabajo narrativo sobre las drogas alucinógenas, que retoma las preocupaciones
de Philip K. Dick (por ejemplo en Una
mirada a la oscuridad) y Brian Aldiss (por ejemplo en A cabeza descalza); está, por supuesto, la interacción de varios de
estos temas, en una orquestación que no tiene nada que envidiarle al nivel de
complejidad de (más allá de su extensión dispar, pero en varias entrevistas Paz
Soldán ha declarado que planea escribir más ficciones en el universo de Iris) los varios libros de Dune, de Frank Herbert, donde se cruzan política, análisis de
las religiones, ecología y antropología.
Si bien hay ciertos aspectos o zonas de la
novela que parecen más llamativos o que permanecen más firmemente en la memoria
del lector una vez terminado el libro, está claro que el mix propuesto por Paz Soldán no sólo está maravillosamente bien
resuelto sino que además, teniendo en cuenta su ambición y lo fácil que sería
arruinar una narración con ese amplio set de premisas, es en sí mismo un acto
de valentía literaria, un riesgo enorme. Probablemente el simple hecho de haber
escrito una novela de ciencia ficción (aunque el género no era extraño a la
obra previa de su autor; elementos de tecnothriller un poco a la Neal
Stephenson podían encontrarse, por ejemplo, en la excelente El delirio de Turing, de 2003) ya
comporte un riesgo para nada despreciable; lanzarse al género cargando las
apuestas en prácticamente todas sus
variantes y temas (faltarían apenas viajes en el tiempo y mundos paralelos), a
la vez, multiplica ese riesgo. Y Paz Soldán logra estar a la altura de su objetivo;
en ese sentido, pocas producciones cienciaficcionísticas latinoamericanas alcanzan
ese nivel de ambición, riesgo y buena factura; de hecho, el alcance y la
calidad de Iris no tienen equivalente
en habla hispana. Publicada en Estados Unidos o en Inglaterra, seguramente esta
novela habría sido candidata a un Hugo o un Nebula, los premios más importantes
en el contexto de la ciencia ficción.
En cuanto a esas zonas o aspectos más
llamativos, parece claro que el trabajo lingüístico de Iris es su principal punto fuerte, a la vez que uno de los
elementos que la volverían acaso un poco difícil para ciertos lectores
acostumbrados a textos menos desafiantes y más predigeridos. El habla de los
personajes y los narradores altera la sintaxis y la gramática del español del
siglo XXI y le injerta términos propios de las culturas del mundo ficcional y,
también, de lo que cabría imaginar una suerte de evolución del spanglish contemporáneo. El resultado es
una mezcla fascinante y, a la vez, plausible. Aquí Paz Soldán ofrece pocas
concesiones: muy pocos términos o construcciones son “explicados” (hay algunos
deslices aquí y allá, de todas formas, que constituyen los únicos defectos más
o menos apreciables –aunque en rigor irrelevantes– del libro en tanto ciencia
ficción: cierta información indudablemente pensada para el lector “real”, del
siglo XXI, que suena a explicación innecesaria en el contexto ficcional de la
novela), pero el lector, de todas formas, aprende
y, pronto, se descubre entendiendo.
También es de especial interés la política
irisina, con sus pobladores originarios arruinados por el colonialismo de los
humanos “normales” o no mutados, que ocupan y militarizan el territorio a la
vez que explotan la minería a gran escala en regiones vecinas, y también la mitología
y la historia de la región (no hay, por cierto, datos del todo claros en esta
novela acerca de la geografía completa del planeta al que pertenece la región
de Iris, aunque sí hay detalles sobre su clima, su ecología e, incluso, algunos
datos de su fauna), su panteón de dioses y los diversos relatos que los
incluyen, algunos de ellos incorporados al libro aunque separados del cuerpo de
texto principal mediante el uso de itálicas, un recurso muy extendido en cierta
ciencia ficción –Arthur Clarke, Alfred Bester–, que para extrañar lo dicho apela a un cambio en la tipografía. Si bien la
construcción de geografías, cosmogonías y panteones es ya un lugar común de
cierta fantasía épica o incluso de cierta ciencia ficción, Paz Soldán logra
convencernos de que sabe más del tema de lo que dice en su novela, y esto es un
requisito importante para la construcción satisfactoria de un mundo ficticio,
opuesta a la ansiedad detallista que suele malograr muchos proyectos en esa
línea.
Posiblemente el referente más inmediato de Iris, ante todo por su riqueza
exploradora de temas tan diversos, sean los libros de Los cantos de Hyperion, de Dan Simmons. Y decir que la novela de
Paz Soldán está a la altura de esos inmensos clásicos recientes de la ciencia
ficción no es poca cosa; leer Iris,
entonces, equivale a ingresar de lleno en un mundo de pesadilla, un mundo
terrible, fascinante e inolvidable; un mundo que atrapará al lector, un mundo,
en última instancia, del que no se querrá escapar.
Publicada en La Diaria el 6 de junio de 2014
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