Telegraph Avenue, Michael Chabon



Alma de vinilo



Hay algo en Telegraph Avenue, la última novela de Michael Chabon, que la hace aparecer un poco desilusionante. Puestos a determinar de qué se trata, sin embargo, no resulta nada fácil lograrlo. Para empezar, la novela está maravillosamente bien escrita; hay cierto brillo ineludible en la escritura de Chabon, en su virtuosismo (para apreciar esto último basta con recorrer la tercera sección del libro, una oración que se prolonga deliciosamente por casi veinte páginas y sirve un poco como la secuencia central de Magnolia, la película de 1999 de Paul Thomas Anderson, en la que todos los personajes eran mostrados en una suerte de sincronía y cantando la misma canción) y en su elegancia perfectamente visible en la cuidada traducción de Javier Calvo (habrá más al respecto cerca del final de esta reseña).
 
De hecho, por momentos –y acá pueden empezar los pequeños y mezquinos reparos inevitables- pareciera que Chabon escribe demasiado bien, demasiado aplicado. Los símiles, por ejemplo, son abundantes; a la vez, ninguno de ellos es trivial o cercano al lugar común: Chabon se esfuerza, parecería, por ofrecer una prosa con todo lo que, dicen, debe tener la prosa narrativa; una prosa que carga con las marcas de un artesanado riguroso y, si se quiere, de una escritura aprobada por ciertos cánones del buen gusto. Una buena prosa literaria
 
A la vez, y en coherencia con el proyecto del autor de escribir algo así como “ficción de genero literaria” (de hecho eso de “literario”, como ya he señalado, es lo que más se nota, y pareciera que Chabon acepta la afirmación de que hay algo “poco literario” en los géneros al momento de ofrecernos, sí, todo eso que hace a los géneros pero bañado de cierto oro literario o envuelto en papel aparentemente más fino), la novela abunda en referencias de corte cultura popular: los protagonistas, el judío Nat y el afroamericano Archy, son dueños de una tienda de vinilos especializada en jazz y soul, géneros ampliamente comentados por personajes y narrador, empleados, cabría señalar, incluso como una suerte de matriz generativa de símiles, comparaciones y metáforas. Están además los comics, la ciencia ficción, las series y películas de culto y, especialmente, las películas blaxploitation (género cinematográfico surgido en Estados Unidos en la década de 1970 y caracterizado por la presencia de protagonistas afroamericanos, por la ambientación en vecindarios generalmente pobres, el uso de estereotipos raciales, las tramas de corte policial o de artes marciales –a veces western y terror- y el uso de soul y soul jazz en las bandas sonoras, con la apelación recurrente al característico chasquido rítmico tocado en guitarra eléctrica con pedal de wah wah), que se vuelven centrales en la trama de Telegraph Avenue en virtud de Luther Stallings, el padre de uno de los protagonistas y decadente estrella setentera. Y esto, a su vez, es balanceado por un asunto mucho más literario, el de la paternidad en todas sus complejidades, en tanto la relación entre Archy y su padre es harto complicada, del mismo modo que la de Nat con su hijo gay-más-o-menos-dentro-del-closet Julius, enamorado de Titus, quien pronto descubrimos que es un hijo no reconocido de Archy. 
 
Algunos reseñistas han detectado una suerte de homenaje a Quentin Tarantino, notorio conocedor del género blaxploitation (basta con ver Jackie Brown, por ejemplo). De hecho, Tarantino aparece mencionado en la novela (como también el presidente Barack Obama, senador en el momento ­–2006­- en que está situada la trama) en conexión con su (apócrifo, por supuesto) comentario en el DVD de una de las películas protagonizadas por Luther Stallings. Sin negar esta posibilidad de lectura, está claro que en Telegraph Avenue hay una suerte de mecanismo tarantiniano de apropiación y lectura de ciertas formas de la cultura popular (o de formas a su manera “prestigiosas” de la cultura popular); tanto Chabon como el director de Pulp Fiction, entonces, homenajean tradiciones literarias y cinematográficas consideradas eventualmente “baja cultura”, pero donde en Tarantino se siente ante todo una celebración de esos géneros y un aprovechamiento de sus posibilidades, en Chabon parece inevitable detenerse sobre su impulso de presentarlos siempre tocados por la varita mágica de lo literario, de una escritura evidentemente literaria, y esto puede generar la sensación de que hay cierto esfuerzo en Chabon, cierta ligera impostura. Ante otro gran nerd de la literatura estadounidense contemporánea como Jonathan Lethem es imposible sentir otra cosa que el amor del escritor por los géneros que homenajea; en el caso de Chabon a veces parece –al menos en su última novela- que de alguna manera se sintió obligado a mencionar a Galactus y a Silver Surfer, que vio cierta necesidad, digamos, de trabajar por ahí su escritura.
 
Nada que socave la calidad de su narrativa, por supuesto. Repito: Telegraph Avenue es una excelente novela, un verdadero compendio de felicidades narrativas y novelísticas. Por ejemplo, entre la página 63 y la 92 se nos presenta el relato de un parto un poco riesgoso atendido por Gwen, la esposa de Archy y partera de profesión; las casi exactamente treinta páginas del relato mantienen al lector tan en vilo que una vez rebasado el final de esa secuencia cuesta creer que Chabon haya sido capaz de llevar tan perfectamente el hilo de su relato por esa cantidad de páginas. Es decir: un asunto que podría haber ocupado cinco, seis páginas en un cuento, es dilatado a 30 en esta novela sin que se note el relleno, sin que se vuelva fatigosa o exasperante su lectura, sin que se pierda el ritmo narrativo. Se trata, por supuesto, de las habilidades ya no sólo de un narrador sino, especialmente, de un novelista; en ese sentido, Chabon es un maestro consumado del arte de escribir novelas, y todo lo que ha producido en ese género, desde la genial Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay hasta Telegraph Avenue, sin olvidarse de Los misterios de Pittsburg, Chicos prodigiosos y, especialmente, la detallada y minuciosa El sindicato de policía yiddish, es más fresco, dinámico e interesante que, por ejemplo, novelas tan sobrevaloradas como Libertad, de su contemporáneo Jonathan Franzen.
Posiblemente Telegraph Avenue no sea, entonces, lo mejor de su autor. Quienes esperábamos un libro más cercano al Sindicato y a las Aventuras quizá terminamos deseando algo más, algo un poco más brillante y arriesgado que esta excelente y correctísima novela. Posiblemente, entonces, se trate de darle una segunda, desprejuiciada lectura, lo que este libro merece sin lugar a dudas (sólo la ya mencionada tercera sección hace valer la pena la lectura).
 
Y las prometidas palabras sobre la traducción. Javier Calvo es uno de los traductores más importantes de España, quizá de hecho el más importante, además de escritor de novelas tan sugerentes como Mundo maravilloso y Corona de flores. Su trabajo aquí es, en el 99% de los casos, notoriamente acertado, pero, paradójicamente, no es del todo visible en el libro que circula en las librerías de nuestro país y de Argentina. ¿Por qué? Porque está clarísimo que el habla peninsular de Calvo fue intervenida por los editores de Random House Mondadori, en el intento, cabe suponer, de evitar esa tan reportada incomodidad de ciertos lectores ante los recurrentes “coño”, “polla”, “follar”, “piso” y “coche” que pueblan las traducciones de, por ejemplo, la editorial Anagrama. Pero la tarea parece haber sido resuelta con la ayuda de la función reemplazar del Microsoft Word. El tono y el ritmo de la traducción de Calvo se mantienen, peninsulares como cabe esperar, pero aquí y allá aparecen “concha”, “pija”, “coger”,  “departamento” y “auto”, creando una suerte de monstruo de Frankenstein lingüístico acaso más indigesto que la más infame –para nosotros rioplatenses, claro- traducción de Anagrama. Especialmente porque sobreviven fórmulas no detectadas por el retraductor (por inventar un término que lo designe), en particular la recurrencia de construcciones en la forma “tu puto/a…” (es decir “tu puto auto” o “tu puta tienda de discos” o “tu puta película”) que, por más que incorporen términos propios del habla rioplatense, no dejan de sonar completamente peninsulares y, por lo tanto, instaurar una dimensión de artificialidad (y por tanto distancia) en una novela a la que no necesariamente le convienen esos semitonos. Habría sido mejor, en conclusión, dejar la traducción como estaba.

Publicada en La Diaria el 19 de junio de 2014

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